Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Wednesday, December 31, 2008

Año de ¿vienes?

a BrinBrin


Creo que es por culpa del participio que mi especia favorita sea la nuez moscada. No sé exactamente qué platos condimenta pero me encanta usarla en frases como: "sí, y yo le añado luego una pizquita de nuez moscada, es lo que le da ese sabor como a recién anochecido", y eso que la cocina no me resulta extraña: hubo incluso una época, a finales de los noventa, en la que mi máxima ilusión era convertirme en un experto cocinero de entremeses y aperitivos (otra cosa que aprender sobre mí: prefiero mil veces un prólogo a un epílogo, un título mediocre a una buena moraleja, un primer paso vacilante a una carrera de diez kilómetros: de ahí que me pase la vida principiando cosas que luego no llegan a nada: la ilusión está en el empiece, en los libros teóricos, en comprarse en ikea la silla perfecta para poder estudiar italiano).


Durante estos dos últimos meses de silencioso y cubierto de polvo veíase el blog, he comprendido que cuando Bilbo Baggins comenzó a tomar notas para su There and back again, entre otras muchas cosas al fin y al cabo un libro de viajes, supo que se trataba de la obra de toda una vida. Y también supo que su pequeña existencia (que érase una vez había sobrevolado la apacible rutina comarcal hobbit para correr, rodeado de enanos, secundado por un mago de sombrero puntiagudo y gris, a enfrentarse con un dragón -quizá el último vivo: la extinción de una especie, valorado en términos ecológicos-) se iría extinguiendo a medida que sus manos y sus pliegues cerebrales volvieran una y otra vez, para mejor poder contarlos, a los apasionantes acontecimientos de aquella escapada inusual (inusual, en todo caso, para un hobbit, tal yo, cuya idea aproximada de la aventura está en repetir postre después de una copiosa cena regada con buenos caldos del delta dle Brandivino). Escribir esa historia -y recordarla, revivirla de alguna manera- suponía algo así como el colofón, la guinda, la escena final del último acto de una tragicomedia perfecta: y el punto final de los finales un broche más que perfecto. Y ni siquiera el apagado influjo del anillo único podría evitar ya lo inevitable.

La noche vieja es una suerte de promise land temporal en la priman la tábula rasa y el propósito de enmienda. De entre todas las tradiciones veteronocturnales me encanta esa de la lencería roja para la última cena del año y me da por temer que a Superman, si es que anda por ahí de servicio el 31 de diciembre, le puedan invalidar el esfuerzo por llevar los gallumbos sobre los pantalones de trabajo, y no al revés. Sería para él un chasco aunque no sé si un tipo con supervelocidad, superfuerza, visión de rayos equis y belleza ochentera, le hará falta algo de suerte más: tal vez sí si, como en aquella peli de Kevin Smith opinaban, solo Supergirl pudiera albergar en su útero al probable hijo de Super, si solo ella entre todas las mujeres fuera capaz de soportar la embestida mortal del superesperma de nuestro héroe clarckentiano: ¿qué sería de Loise Laine y de su tan ajetreado amor?. Ay.


De todos modos prefiero pensar, como Bilbo, que solo los límites literarios te permiten algún tipo de cuenta nueva y te dejan reinventar las normas, que, por mucho que te bautices de rojo donalgodón, si no existe el propósito escrito el mundo continuará rodando víctima del caprichoso azar, que la ficción sigue siendo más apetecible que la realidad, aunque esta se vista de nuez moscada.

Feliz 09.


El mejor concierto del año





Y el descubrimiento



Friday, October 24, 2008

Pericia en el país de Cimadevilla (nota costumbrista)

A Marta que me dio los datos, me propuso el juego y me quiere tanto, tanto.


Afincado desde siempre en la filatelia, para Fermín Sánchez Dubois todo recomenzó una mañana, en el trabajo, de la más estúpida de las maneras posibles: con un adventicio derramamiento de tinta en un documento dizque gubernamental. El incidente (sustantivo que contaba con el beneplácito a posteriori de Fermín pues vadeaba otros de mayor calado, o superior enjundia, como desgracia o aun catástrofe) sobrevino pocos minutos antes del descanso para café, mientras nuestro héroe revolvía el segundo cajón de su escritorio en busca de un formulario KJ14/637, obligatorio en casos de mudanza epistolar. Con la inevitable precisión de un dispositivo bien engranado, el codo de Fermín, el bote de tinta y el sobre dizque gubernamental se unieron durante un desalentado instante en el que, contrayendo una serie de estrechas y parduzcas relaciones efectocausales, echaron a perder sus vidas irremisiblemente.


A Fermín le sobraron segundos para comprender que, así bañada en tinta, la carta jamás debería abandonar la estafeta de correos. Presa de la ansiedad y del desatino -y obviando la parte de su cerebro que, sin pausa, le recordaba, irónica y metafóricamente, que aquel era el primer borrón en su dilatada carrera-, hizo lo que cualquier empleado de correos con más de treinta años de experiencia en el ramo podría haber hecho en su misma situación: coger un sobre nuevo y fingir que nada había sucedido. Y habría funcionado si la curiosidad no le hubiera obligado a leer la carta primero. Así se enteró de la existencia de Ricardo, de sus vanas aspiraciones funcionariales, de su máster en nuevas tecnologías. Y, ya leída, le daba la sensación que la maquinaria estatal denegaba las petitorias ricardianas de un modo en exceso áspero y descarnado, así que se dijo que, metidos en harina, porqué no ir un paso más allá y suavizar un poco la negativa con unos adjetivos de consuelo por aquí, y unos destellos para la esperanza por allá.


Ni que decir tiene que, animado por la esponjosa reacción gubernamental, Ricardo Pérez Ayuso reduplicó sus esfuerzos suplicantes y que, siguiendo una aplastante lógica Newtoniana, Fermín Sánchez Dubois dedicaba sus descansos vespertinos a interceptar las cartas de Ricardo para, erigiéndose en estado él mismo, seguir dándole largas epistolar y dulcemente.Y no quedó ahí la cosa: al asunto Pérez Ayuso le siguieron el de Raquel Agradable Díaz y su inestabilidad venérea (y los males que ésta pudo provocar en su novio madrileño y cómo Dubois se los ahorró paternal, tierna, cariñosamente, vistiendo de inapetencia, periodicidad y migratoria lo que no era más que cornamenta e infidelidad premarital y múltiple), o el de Rodrigo Fernández Doblo y su calamitoso comportamiento filial. Fermín se convirtió, al cabo, en una suerte de amable divinidad filatélica alopécica, cejijunta y con un corazón grande como un castillo.

Y los meses se sucedieron hasta que, cierto día, respondiendo a una llamada de la secretaria de dirección, se personó en la estafeta de la Avenida de Castilla una pareja de la policía local para investigar un caso probable de hurto de grapadoras y material laboral. Creyéndose descubierto, Dubois contestó histéricamente y con monosílabos las vagas preguntas de los agentes para, en el primer descuido policial, salir pitando de allí con dirección Cimadevilla. El plan de escape, ideado por Fermín en las noches de culpabilidad e insomnio, era más una tentativa de suicidio que otra cosa, pues comprendía un salto angelical desde el Cerro de Santa Catalina y aquí paz y después gloria. La pericia de la gendarmería, sin embargo, evitó cualquier tropezón imprudente personándose en el Cerro antes de que Fermín se soltara de una de las patas del Elogio con sentido descendente y mortal. Hoy, sigue en espera de juicio pues nadie sabe muy bien qué achacarle, aunque Rodrigo Ayuso ya le ha interpuesto una demanda por falsas esperanzas, exigiendo la pena capital o un puesto en el ayuntamiento de Campo de Caso.

Ver para creer.



Letter to Hermione (David Bowie)


Monday, October 13, 2008

Gastronomía razonable (el melón, la soja y el guardarropa)

¡Que me aspen si lo enciendo!. Allí estaba yo, cariacontecido, chinorri total, legañoso y violeta por culpa de los primeros fotones matutinos que atravesaban con su coqueta velocidad habitual la tela de araña que ikeiza el alfeizar de la ventana de mi/nuestra cocina. En el principio fue la nevera: y una mano -la mía, entiendo, pero sigo sin poder abrir los ojos, ni sentir gran cosa- apoyada en el quicio de su puerta, esperando sabe dios qué revelación divina que me dé el pistoletazo de salida: ¿algún deus ex machina a la manera de unos huevos revueltos tal vez?. Pero en lugar de un andamio de madera decisorio manejado con poleas, acerqué un taburete, me senté frente al frigorífico y me canté: It's now or never. Luego sobrevino el ingerido y, más tarde, el estupor y, al final, la náusea. Sí, queridos niños y vecinos todos: haciendo caso al fin a miles de naturópatas, nutrípetas, endocrinólogos y otras faunas digestivas (y a mi madre), y como punto de partida de este periodo de gastronomía razonable que en Velázquez seis llamamos dieta, hoy he vuelto a desayunar.

Si bien estos prólogos en Tiffany's no son más que un vago remedo de lo que mi chamán muy británicamente me aconseja y consisten, apenas, en un trago largo de batido de vainilla bajo en calorías y otro, más corto, de yogur azucarado. Y es que todo empieza siempre por un líquido, desde la vida en este mundo hasta mis enmiendas digestivas: tiempo vendrá en el que aparezcan en mi dieta matinal amebas, reptiles, peces de colores y mamíferos diminutos. Mientras aterrice y no ese momento evolutivo en cuestión, mi par de tragos me ayudan a sentirme medioflex desde que cierro la puerta de casa por fuera, dejo atrás nuestra dorada chapa Baxter&Cortázar, y me lanzo escaleras abajo naufragando en mis propios pantalones: 5.643 kilogramos más tarde, mi armario ropero se ha convertido en un lugar extraño y confuso lleno de inmensos ropajes para figurinistas, payasos y otros elementos circenses de anchos vuelos. Para paliar esa entrada en el ensanche, le daría un giro angosto a mi guardarropa, pero sé que estos arrebatos desengrasantes me suelen durar dos telediarios y, luego, la horrible visión de todo un vestuario estilizado apenas puesto, en mis viejas perchas de plástico azul, me conduciría sin remedio al desenfreno chocolatáctico y a los sujetadores para hombres.

Sancho o no, si a algo jamás haré caso será a los cantos de la sirena soja: no comprendo cómo la gente puede dedicarse a esos brebajes lechosos de tonalidad hepática y tropezones con tanta fruición y tanta vitalidad. Lo mío es el melón, la verdura fresca, el filete de lenguado, las lechugas frutalmente acompañadas con un chorrito de módena, el agua siempre a borbotones, la balanza solo los viernes y el reencontrarme con mis caderas y pedirles perdón por haberlas sepultado en vida hace cuatro años. Dicho lo cual, estos últimos días ha ido creciendo entre mis pliegues un terror amorfo que solo ahora verbalizo: desde que no me dedico a la caloría soy incapaz de escribir una buena línea. La probable existencia de una relación directamente proporcional entre mis michelines y mis ficciones, me tiene un poco acojonado estos primeros días de mis treinta años ya que, llegado el caso, no sabría qué preferir ser: un cachalote con blog o una sílfide sin imaginación.

Glups.


Bob Dylan - Ballad of a Thin Man (Homenaje a Albort, el otro hombre sin barriga)



Thursday, October 09, 2008

Black: to back?

El invento en sí no aportaba nada novedoso al mundo de la ciencia: consistía apenas en un brazo articulado de titanio reforzado, cubierto con un revestimiento de gomaespuma negra que alejaba la posibilidad de cortes o arañazos y que le añadía al asunto un toque de indispensable comfort. Al final del brazo brotaban como bulbos cuatro ágiles dedos de un material flexible aunque macizo, una especie de evolución rígida del látex, y un pulgar oponible robusto y decidido. Su nombre de guerra en el mercado, Evolved (Evolucionado, en culta latinoparla), nacía de la creencia darwinista de que la oponibilidad del dedo pulgar a los demás dedos en las extremidades de los homínidos es uno de los momentos cumbres en la evolución: la posibilidad de coger objetos y manipularlos, al parecer, influye decisivamente en el desarrollo del cerebro, casi de la misma manera que el dominio del fuego hizo innecesaria una mandíbula tan prominente -ya no se necesitaban quijadas superpotentes para lidiar con carne cruda- y posible que su disminución dejara espacio al aumento de la capacidad cerebral.

Evolved aterrizó en los estantes más accesibles de los supermercados de medio mundo dispuesto a convertirse en el mejor amigo del hombre: Doggy times are over, era su celebérrimo eslogan publicitario. La metodología era breve y sencilla: 1.-colocar sobre el hombro sujeto por un pequeño arnés (incorporado); 2.- encender (Evolved funciona con pilas de litio-vanadio. Incorporadas dos.); 3.- relajarse y disfrutar de la maravillosa compañía de tu evolpet mientras ves la tele, lees un libro o zurces los calcetines. ¿Nunca antes habías podido irte de vacaciones a La Manga porque no sabías con quién dejar a la abuela?: haz las maletas, Evolved ha llegado a la ciudad. Y en las ilustraciones folletinescas, una señora de cierta edad, con bastón cercano y chal rosa, sonreía y entornaba los ojos con precisión de sátira mientras su evolpet le cuchicheaba al oído sabe dios qué recetas para potajes. Con ese tipo de publicidad pantanosa, Evolved se convirtió de la noche a la mañana en el artilugio favorito de las familias patrias. Yo, claro, compré el mío.


El primer tacto era rugoso, quizá frío, puede que hasta distante: un pequeño ronroneo previo, mientras las baterías de litio-vanadio se cargaban, te impedía entrar pronto en calor. Luego los dedos se estiraban, iniciaban cierto contacto timorato con la superficie de tu nuca, llegaban misteriosamente hasta los hombros, parecían agrandarse, ensancharse, proyectarse mientras te masajeaban la espalda y te acariciaban la zona de intersección entre el cuello y las orejas. Y, entonces, el paraíso: el látex endurecido se movía con prestancia de pianista por tus zonas recargadas, liberando tensiones y congestiones y nudos, provocando suspiros y gemidos y cancelaciones de agenda. Todo iba bien hasta que Evolved llamó para decir que no volvía, que había encontrado a alguien, que mi nuca era siempre lo mismo, la misma rutina muscular, que ya no teníamos nada de qué hablar, que tocarme se había convertido en un acto superfluo y misericorde del que prefería más no acordarse, que quería salir, ver mundo, conocer otras espaldas, quizá enamorarse. De esto hace tres meses y sigo fatal, no levanto cabeza: he probado con otros evolpets pero ninguno es capaz de tocarme como el primero.

Conocí el paraíso y me tocó la espalda.




Wednesday, October 08, 2008

Mimosidad variable

Este nubarrón está intensamente dedicado a Albert y a Jorge, cicerones de Bunbury en Coruña y tantas veces vigías.


No me llena de orgullo acatar con la cabeza bien alta la más-que-básica terminología climatológica para hablar de mis desavenencias, mis desdichas y mis revoluciones, pero en el ojo del huracán me resulta imposible no hablar del viento. Como si el aire pudiera enfriar esta necesidad de zarza ardiendo, de escalón fundamental a cada paso, de revelación con voz en off y dolby sorround, de apartar a un lado la mosquitera y caer en la jungla con los brazos desnudos. Como si la lluvia fuera a arruinar esta cosecha del 78 madura a borbotones, uva a destiempo en una cornucopia ne(u)roniana. Hoy, cuando todos mis cuentos empezaban "a la mañana siguiente", sigo siendo ayer; y seguiré siendo ayer hasta que no me quede nada y sean otros los que me cuenten o silencien o nostalgien. Cuando P cruce el espejo y empuñe la pluma por el lado de la tinta.

Mientras tanto, el tiempo sucede a tu alrededor con parsimoniosa simetría e inexorable cadencia renal, como una última pedalada antes del desgarro extraída del alma flaca. Te espero y te preveo sin conocerte, y no te espero pero te temo sin haberte escuchado sonreír y me impaciento y no. Eres solo un día más, otra gota desecha en el alfeizar, un resto de rocío evaporable. Te esperaba hacia las ocho, cualquier tarde, para irnos a gascona a tomar unas cañas y hablar de predeterminismo, del tarot, y de cómo tu sonrisa se dobla y espumea en un mar de cerveza y yo me vuelvo loco buscando en los bolsillos un chiste que te arranque el sí quiero a una próxima cita.

¿Y si mañana ya no me apetece?. Entonces decidiré que sigo siendo ayer y me sentaré cómodamente en una silla de mimbre a esperar que el remolino me desaparezca Kansas y me enseñe un Oz en el que adorar la exquisita manera en la que recorres el camino de baldosas amarillas con tus recién exprimidos escarpines, porque cuando uno se sienta a degustar el huracán es imposible no pararse a hablar del viento.

P



Tuesday, October 07, 2008

Amanece tan pronto y yo soy Han Solo

A P, a mí, treinta años después. Felicidades.


"Esta ausencia que ahora puebla mi casa (...) me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro" Cortázar, Julio. Silvia.



La cosa empezó a gestarse hará cuatro semanas: una tarde, al llegar a casa, escuché sin poder evitarlo una conversación privada y telefónica de mi compañero de piso en la que planeaba montarme una fiesta sorpresa por mi treinta cumpleaños (hablaba de guirnaldas, de cuántas botellas de ron serían necesarias, de un regalo basado en unas entradas para la ópera y un ampli para mi bajo nuevo). La excitada palpitación de mi arrobo me impidió dormir formalmente aquella noche, y en la pesada oscuridad de mi tiniebla fui dándole molde a un pequeño plan de agradecimiento con sorpresa de rebote.


Todos los que me frecuentan saben de mi adoración por Alan Poe y que me creo, de alguna manera, vinculado a su melancólica figura por el mero hecho de haber nacido un siete de octubre, el mismo día de su extraña muerte ciento sesenta años trás, y que me siento obligado a compartir sus obsesiones varias, sobre todo aquella en la que temía ser enterrado vivo. Me hice, en los almacenes de Ikea, con una caja de cartón que metí en casa subrepticiamente y que fui decorando por dentro, durante aquellos laboriosos días previos al ágape, con un forro de raso fucsia de motivos romboidales y acolchado , unas telas de araña de mentira y unos cojincitos mullidos para la cabeza y los pies. Era el perfecto ataúd en el que cumplir treinta años.

Para mejor recrear en mi salón el ambiente de la época de Poe, bajé al chino de la esquina y compré cuatro candiles enormes, como de latón, que emitían una luz ténue, enfermiza y amarillenta que me parecía ideal. El efecto neblina lo conseguí gracias a un par de tubos de gas discoteca que coloqué en una esquina del salón con un tempoizador, adecuadamente escondidos detrás de unos adoquines falsos de cartón piedra que guardaba en el desván desde mi breve y tenebroso pasado teatral. Cuando terminara con ella, la estancia parecería una calle recién sacada de cualquier oscura ciudad americana de mediados del siglo XIX: llegué a componer incluso, gracias al photoshop, un pequeño cartel que semejaba a aquellos que, antaño, decoraban las farolas de las ciudades con los nombres de las calles. Mi particular calle mortuoria se llamaba: "La tumba de Alan".


Tenía entendido que la fiesta daría comienzo hacia las ocho de la tarde. Andrés hacía de gancho: le habían encomendado la misión de mantenerme varias horas fuera de casa, así que en la misma mañana del día siete me llamó y me citó en una cafetería del centro. Quedamos, pero no fui. Me pasé toda la mañana preparando a conciencia el rincón de Poe y, hacia las cinco, metí el féretro de cartón en la sala de la fiesta, me introduje dentro y me puse a esperar. Me moría de ganas por ver las caras de mis amigos al entrar y encontrarse mi cuidado atrezzo decimonónico. Fue pasando el tiempo y me extrañó no oir ningún ruido, pero me mantuve quieto, tanto que llegué a dormirme. Al despertar, la luz del día atravesaba torpemente las rendijas de mi tumba. ¡No había habido fiesta! ¿Me habría confundido de lugar o de día? Intenté moverme, pero mis músculos estaban atrofiados, gomosos y parecían no tener ninguna intención de sacarme de allí. Esperé algún rato, a ver si encontraba fuerzas para incorporarme, pero no hubo manera. Además, empecé a pensar que tampoco se estaba tan mal así, tirado en mitad del salón, atorado en mi propio ataúd; y que antes o después llegaría alguien a casa y me sacarían.



Sin embargo han pasado un par de días y no ha venido nadie. Estoy empezando a preocuparme y tengo algo de gazuza, pero me alivia pensar que, al menos, no estoy enterrado en ninguna parte. Creo.




Tuesday, September 09, 2008

En el fin del mundo

Siempre hay un fondo morboso genéticamente inquebrantable en la desgracia -una maceta infeliz y un viandante descuidado-, en el accidente -la sangre mezclada con gasolina que mana entre cristales y hierros retorcidos- e incluso en la tragedia: unos casquillos de escopeta junto a tres cuerpos inertes, quizá una familia. Sobre todo cuando desgracias, accidentes o tragedias son particulares y próximos, aunque ajenos. Más inusual es el morbo provocado por una tragedia de dimensiones apocalípticas: un meteorito de trayectoria perversa aproximándose a la tierra, que sea para nosotros azote y ajusticiamiento y muerte invernadera. Sin embargo, yo, que siempre me precié de ser un gran catastrofista, contemplo, no sin cierto interés, la posibilidad de que la vida en la tierra se esté acabando en estos mismos instantes, mientras lees esto, devorada por un agujero negro de creación autóctona o consumida por una materia extraña que convierta el planeta en una estrella de neutrones inerte: estas son dos de las posibilidades que baraja cierto sector de la física como respuesta al encendido del Gran Colisionador de Hadrones, o LHC, que tendrá lugar mañana miércoles, 10 de septiembre: quizá el último día de la Tierra.







El último día de la Tierra suena genial como título para una película de serie B, con bajo presupuesto y monstruos de goma movidos por poleas, con Rachel Welsz y Richard Burton en los papeles protagonistas, pero, al parecer, la posibilidad de que eso suceda es prácticamente nula. A mí, la verdad, no me vendría del todo mal un abrupto epílogo terrestre, pues en el anuario del instituto aseguraba que antes de los treinta habría escrito un par de novelas y tenido al menos un hijo: y a falta de tres semanas para alcanzar esa mágica cifra, sigo siendo un vulgar escritor de cuentos cortos y no tengo -que yo sepa- hijo alguno, ni posibilidad real de engendrarlo en veinte días (qué digo, ni en veinte meses). Me pregunto cuánto tiempo tardaría un agujero negro en comerse la tierra, si seríamos conscientes de la pitanza, cómo sería su probable digestión y si, una vez liquidado el globo terráqueo, se detendría ahí o seguiría zampando rumbo a Marte.






Sea como fuere me tienta la posibilidad de coger un billete para Suiza y plantarme delante del laboratorio del LHC, en Ginebra, con el grupo de sonados calvos con pancartas que se reunirán allí seguro para protestar contra el fin del mundo y otras desgracias bíblicas. Entre ellos quizá esté el científico español Luis Sancho, que denunció ante un juez de Hawaii (creo que la elección jurídica de su protesta no es la más adecuada para que te tomen en serio) al Centro Europeo de Investigaciones Nucleares, porque cree que la puesta en marcha del acelerador de partículas tiene un 75% de posibilidades de acabar con la vida en la tierra, lo que ellos llaman genocidio planetario. Así que es probable, querido lector, que no estés leyendo porque nos hayamos muerto. Si es así, solo una cosa: gracias por pasarte.










Y entonces esta sería la última reunión del grupo Qtal, en Covadonga, el pasado domingo: la última gran caminata. Os quise, hijos míos.



P (de verde, segunda fila) y Pedro, Andrés, Albert y Jorge: para todos vosotros.





Tuesday, September 02, 2008

Para Ninfa

Es cierto que había algo en su voz entre angelical y cristalino, como si al hablar vertiera litros de palabras sobre un lago transparente y azul, si la cosa fuera posible a la vez. Es cierto que el lógico toque rosado de su rostro tenía en ella tonalidades más bien verdosas, como un musgo apoderándose milimétricamente de una roca, aunque yo al principio lo atribuí a cualquier enfermedad de la piel, o a alguna ictericia enrevesada. Y también no es menos cierto que más de una vez me había fijado en sus extremidades largas y angulosas, de dedos finos y descarnados como ramas, y en su cabello enmarañado y oscuro, húmedo y profundo como raíces de un árbol cententario. Pero cuando me comentó, entre la segunda y la tercera cerveza, que era una Ninfa del Bosque, la verdad, no me lo creí. Me sorprendió, para qué nos vamos a engañar, aunque soy un tipo acostumbrado a salir con chicas raras, como aquella que se había tatuado en el cuello el nombre de su estilista favorito, o aquella otra que llevaba las orejas, la nariz, los labios y el ombligo perforados por decenas de pendientes, alfileres, lanzas e imperdibles. Al principio intenté tomármelo como algo normal, seguí llamándola para salir aunque le di a mi vestuario un giro más otoñal, con colores naturales y vívidos como verdura fresca sobre una manta de hojas secas, para estar en consonancia con sus preferencias selváticas. Me compré también un manual de botánica, una guía fácil de Esquejes y Vivisección y me hice socio numerario de la fundación de amigos del bonsái: quería estar preparado para cualquier contingencia que pudiera surgirme con mi nueva Ninfa.




Sin embargo, y pese a todas mis precauciones y proyectos, las cosas pronto empezaron a torcerse. A ella el invierno le sentaba muy mal y hablaba de migrar a algún sitio con luz, preferentemente en el hemisferio sur, aunque yo la viera incapaz de moverse a ninguna parte: era de carácter estático, abúlico y un poco vago. Aunque me moleste adoptar la metáfora en cuestión, lo cierto es que, por momentos, parecía marchitarse como una flor enterrada entre las páginas de un libro: lejos del agua y del sol y en pleno proceso de momificación. Como un último intento desesperado por salvarla, le regalé la edición en tres tomos del Señor de los Anillos, de Tolkien, una de esas novelas en las que el entorno natural más que rodear y ser contexto, interpreta su papel y se interrelaciona hasta el punto de convertirse en un personaje más, y en la que además abundan las ninfas, los elfos y los seres mitológicos en general. Pero se me fue el tiro por la culata: dejó mi regalo con desgana sobre la mesa y me dijo abiertamente que se iba, que lo nuestro no funcionaba, que no la regaba como era debido y que necesitaba un transplante urgente como plan último y desesperado.




Me quedé solo, en fin, y sin saber muy bien qué hacer me puse a leer el primer volumen de El señor de los Anillos. A las dos horas comprendí que había perdido una Ninfa pero había ganado un escritor. Sin embargo, hay noches en las que aún me despierto en mitad de la noche, empapado en savia elaborada, y sé que he soñado con la profundidad de sus ojos color verde clorofila y con la nervadura de sus labios ambarinos. Diríase que la añoro frutalmente.



A la fundación de amigos del bonsái sigo suscrito, porque nunca se sabe lo que puede pasar.



Ay, cómo es la vida...




Coldplay. Green Eyes.

Tuesday, August 12, 2008

El largo y cálido Serrano (nota musical)

A MArk Knopfler, en su 59 cumpleaños




Conocí a Mark Knopfler desde una cercana y muy calurosa primera fila, el 22 de agosto de 1992, en el Molinón, en el concierto que él y su banda dieron en Gijón aquel sábado veraniego y sofocante. Yo tenía trece años y desde siempre los discos de los Dire Straits habían sido la banda sonora recurrente de mi casa. Estábamos entrando a pasos agigantados, e indecisos, en la adolescencia, y en ese tiempo de revolución hormonal, mientras unos aspiraban a ser futbolistas, otros soñábamos con liderar una banda de rock (ya conocéis el tipo: muñequera, melena al viento, camiseta sudada, unos vaqueros desteñidos)




Cuando nos enteramos de que los Dire venían a Gijón, sentimos por primera vez aquello que Martín Romaña llamaba la horrible modernidad del dinero: teníamos tres o cuatro meses para reunir la pasta de la entrada, y el asalto, la prevaricación, el hurto con atenuantes y el tirón de bolso a ancianitas desvalidas en plena calle ezcurdia, estaban descartados. Solo restaba portarse muy bien, hacer la cama con constancia y bajar al supermercado cuantas veces fueran necesarias para poder sisar algo de las vueltas, además, claro está, de ir ahorrando a trancas y barrancas unos duros de la paga semanal ( daros cuenta de que en aquella época, el verano de primero de bup, empezábamos a tener nuestras primeras citas con chicas y la tarde de sábado con cine, bolera y besos furtivos era fundamental, así que ahorrar se convertía en una tarea difícil y sacrificada).




Sea como fuere, al final pudimos hacernos con el montante necesario: compramos nuestras entradas y esperamos paciente e histéricamente a que llegara el ansiado día. Lo único que me disgustó fue que, como era pleno verano, uno no podía llegar el lunes siguiente a clase fardando de haber visto a los Dire en concierto, con lo que eso le hubiera venido de bien a mi vida social. El resto fue espectacular. Supongo que el momento álgido de la noche fue cuando, ya de noche, el alumbrado artificial del estadio se apagó justo cuando empezaban a sonar los primeros acordes de Romeo y Julieta, mi canción favorita de entonces, cantada a coro por los 50.000 asistentes que abarrotábamos el molinón, bajo un ligero orbayu refrescante. Estoy convencido de que fue uno de los mejores momentos de mi vida, aunque luego los guardaespaldas nos detuvieran con malos modos al intentar colarnos en los camerinos subrepticiamente y termináramos la velada en el hospital, con varias fracturas y un recuerdo imborrable.




Monday, August 04, 2008

En el estanque un posado

Estaba completamente seguro de que antes o después conquistaría a Sonia: llevábamos varias semanas de flirteo adolescente cargado con miraditas, sonrisas a destiempo y piropos -por mi parte- exagerados, así que no me importó apostar con mis amigos al respecto, además iba con dos copas y el alcohol en dosis medianas suele conferirme una valentía absurda y por lo demás ficticia que normalmente no poseo. Si ganaba yo tenían que invitarme a una mariscada pantagruélica en La Zamorana, si ganaban ellos me tocaba bañarme desnudo a plena luz del día en el pequeño estanque (bueno, quizá estanque sea un sustantivo exagerado) que rodea la estatua de Pelayo, en la plaza del Marqués, en Gijón. La apuesta me obligaba a conquistar a Sonia antes de dos semanas, o de lo contrario me tocaba chapuzón en aguas estancadas, pero como creí que iba sobre seguro, aposté. Cuando al sábado siguiente nos tropezamos a Sonia en el garito de turno tocándole la campanilla con la lengua a un tipo que parecía recién sacado de la portada de un disco de hip-hop (gorra calada, camiseta de baloncesto seis tallas mayor, zapatillas de deporte enormes y desabrochadas, cadenas varias), se me vino el mundo encima, aunque no supe discernir si era mi corazón el que se quejaba por verla con otro o era mi orgullo por haber perdido la apuesta de la que, la verdad, creí que podría librarme confiando en la piedad de mis amigos y en la cara de idiota apático y tristón que se me había quedado. Pero no: mientras mis amigos me consolaban con palmadas en la espalda, la cita para el baño vergonzante se fijó para esta mañana, a las doce.










Una vez dentro, la verdad es que no se estaba tan mal: el agua fresquita ayudaba a combatir el excesivo calor así que, ya puestos, me puse a nadar unos largos y a rastrear el fondo del estanque por si encontraba algo de interés. Al incorporarme después del último buceo me sorprendió ver en la calle, rodeando la estatua, una turba ingente de periodistas y cámaras de televisón. Al principio pensé: ay va, la he cagado, pero luego vi que me sonreían y me aplaudían y me pedían que saludara y unos autógrafos, así que me dije que quizá estaban allí por mí, que al fin se reconocía mi verdadero valor, que el momento de hacerme famoso había llegado. Así hasta que un tipo trajeado con cara de pocos amigos alzó la voz sobre los flashes y el griterío y dijo: "que saquen de ahí a ese imbécil, está justo delante de las autoridades". Mientras me esposaban me fueron explicando que hoy, 5 de agosto, se celebraba el cumpleaños de la estatua en cuestión, inaugurada en 1891 y que había escogido el peor día y la peor hora para bañarme en pelotas en la fuente porque todo aquel que es algo en el Principado había venido hoy hasta la plaza del Marqués a rendirle tributo a Pelayo.







Y así me veía yo en el coche patrulla: pasando la en el cuartelillo y sin Sonia, hasta que uno de los guardaespaldas de una autoridad local se acercó al coche y le dijo al policía que me soltara, que le había caído simpático a su protegido y que querían que continuara con la comitiva para hacerme más fotos frente al Molinón, que al parecer también cumplía años hoy. Exultante le pedí a mis amigos que me devolvieran mi ropa y me preparé para disfrutar mis cinco minutos de gloria. Me encanta la fama.




























Sunday, August 03, 2008

Los trasvases son para el verano, las tortugas al parecer también

Dedicado a la memoria de A. Solzhenitsyn, fallecido hoy a los 89 años de edad, en gratitud por su Archipiélago Gulag



Desde que la NASA -Nariz, Ajenjo, Solipsismo, Ajenjo otra vez- ha filtrado (y aquí el verbo es intencionado) la esperada noticia de que, efectivamente, hay agua en Marte, repaso puntillosamente en el periódico las páginas sobre política estatal para ver cuál es la primera provincia que se atribuye el derecho de explotación y consumo del agua marciana descubierta, así como de su trasvase hasta nuestros áridos y sedientos campos patrios. Aunque desconozco la legalidad vigente, entiendo que sobre las aguas y los territorios del planeta vecino no existe aún derecho de propiedad alguno, así que quizá funcione la cosa como en el antiguo oeste: a correr y el primero que alce la malla se queda con el montante; si así fuera, aquí lo tendríamos complicado para llevarnos el agua al gato: no veo yo a nuestros avezados científicos ganando la carrera espacial hacia Marte, la verdad, aunque tal y como vamos en deportes últimamente, no sé, quién me dice. Como la noticia no especifica si el agua en cuestión es o no salada, ya me imagino a nuestro querido y odiado presidente social atando con cuerdas en la baca de la nave rojigualda una desaladora portátil por si hiciera falta manipular el líquido elemento antes de su transporte. Sea como fuere, casi que lo mejor sería perder dicha carrera no vaya a ser que una vez aquí el agua marciana, los de Zaragoza le echen en cara a los de Murcia un uso en exceso golfista de los litros, y que al final acabe todo como el rosario de la aurora. Ya que estamos en el tema: ¿será roja el agua de Marte?, ¿si bebemos agua roja sabrá a Tang?, ¿será mejor para el cutis bañarse con agua de colores?.


Diablos, la ciencia no es la solución a mis necesidades inquisitivas, y aún hay tantas preguntas sin respuesta: la penúltima, la de la sorprendente reproducción de Solitario Jorge, una tortuga de la Isla de Pinta, en cautividad desde 1971, que traía locos a un puñado de los más prestigios científicos quelónicos. Al parecer, y durante estos últimos treinta años, Jorge ha ido demostrando una actitud inapetente, primero, y arisca y hasta violenta, después, hacia todas las hembras que forzosa y orgiásticamente le han introducido en la jaula lenocita; como indiferente se mostró en su momento hacia las explicaciones prácticas de otra tortuga macho que los científicos soltaron por la jaula para ver si era capaz de mostrarle a Jorge el camino hacia la conservación de la especie. Pero ni machos, ni hembras, ni nada: Solitario Jorge siguió su vida apartada de eremita tortuguil hasta que, hace dos semanas, los guardaparques descubrieron nueve huevos de una hembra de las que convive con Jorge desde 1993 y con la que hasta ahora solo había tenido pequeños episodios de violencia territorial. Nadie en el mundo de la ciencia se explica el capricho del veleidoso y arisco Jorge, al que atribuyen a sus ciento dos años -por incomparecencia de cualquier rival- la paternidad de los nueve huevos, seis de los cuales se han malogrado, . Habrán de pasar aún tres meses hasta que se sepa si los huevos restantes son o no fértiles y si, al fin y después de 15 años de tensiones y magulladuras, Jorge y hembra107 (que así se llama la mamá) son padres de trillizos.

Quizá para cuando nazcan los retoños tortugueros (¿Jorgito, Jaimito y Juanito?) sepamos algo más del agua marciana, o de los hábitos sexuales del solitario Jorge, pero lo que está claro es que la ciencia está en pañales, por mucho que digan que avanza una barbaridad.



The Turtles, Happy together


La insoportable voluptuosidad del ketchup

Es que al salir dejé la cama sin hacer. No hubo nada de pereza en ello o de prisa, no había una chica morena con sombrero de ala ancha y guantes de cuero al lado del portal, apoyada en una farola, esperándome; ni siquiera fue por apatía o indiferencia: odio dormir con las sábanas revueltas y la funda del colchón asomando me provoca una intensa sensación de soledad que solo puedo paliar con tres o cuatro horas de insomnio y alguna película de los hermanos Marx. Simplemente no quería parecerme a uno de esos tipos solteros y metódicos que viven en una casa amplia y bien iluminada, hacen la colada dos veces por semana y pasan el aspirador sobre las alfombras de la casa con la impasible minuciosidad de un relojero suizo. Lo pensé esta mañana, mientras me duchaba, ¿sabes?, la idea de estar convirtiéndome en un adulto perfeccionista con la ropa interior impecable me deprime y me agobia, se me empieza a secar la garganta y no puedo respirar, me agobio, me agobio.


.- Sí, me imagino, pero ¿y a mí qué me cuentas?. Solo te he preguntado si querías ketchup para las patatas.


Sí, así se empieza, por el ketchup: te adecuas a todo, te alineas con todo, piensas que si lo hace tanta gente, malo no será, te adocenas, te aborregas, te desdibujas. Entras a formar parte, eres otro número, nada te diferencia de la chusma, del conjunto, del rebaño, te vuelves indistinguible. Haces la cama antes de salir y luego le pones ketchup a tus patatas a la hora de comer y enseguida estás en la oficina del apoderado de un banco firmando una hipoteca y pidiéndole a Sonia que se case contigo. Antes de que te quieras dar cuenta tienes dos hijos, un columpio en el jardín y una pequeña fuga de aceite en el retén del cigüeñal que te pide a gritos que cambies de coche, aunque con tu sueldo, claro, eso es impensable, te acostumbras a ir dejando la huella de tu presencia automóvil por el mundo, qué remedio, mientras las tensiones que eso -y la denegación de cualquier aumento de sueldo- genera, las descargas con tu mujer y con los niños, por las noches, durante los anuncios de Los hombres de Paco o de Gran Hermano catorce. De ahí a un régimen judicial de visitas o a una orden de alejamiento, hay un paso. Y si me quitan a los niños me muero, te lo juro.


.- No sabes cómo te entiendo. Me pasó algo parecido con mi mujer este invierno pasado. Volvíamos del cine y se empeñó en discutir lo de la cómoda, que todas sus amigas tenían una cómoda y que ella quería una y que había visto una preciosa en Ikea, colonial, de madera de castaño, con muchos cajones, perfecta para nuestro cuarto y solo por seiscientos euros. Yo le dije que quizá no era el momento, que era mejor esperar a que me estabilizara un poco en el trabajo, llevaba un par de meses currando aquí, imagínate, y no veas cómo se puso...


Ya, bueno, oye tampoco hace falta que me cuentes tu vida, además yo ni siquiera estoy casado ni tengo hijos, era un ejemplo, hombre. Tú dame las patatas y luego ya si eso me las como y me voy, sin acritud, ¿eh?, venga campeón, hasta luego.




Sunday, July 27, 2008

El desorden de mi nombre

Uno siempre se entera de las cosas más importantes de rebote, por terceros o espiando a sus padres tras la puerta del salón mientras hablan sobre ti porque creen que aún no has vuelto a casa del trabajo. La noticia de que, cuando yo nací, todos esperaban y querían una niña y que me iban a poner de nombre Lucía, me pilló desprevenido y me dejó medio atontado, sin capacidad de reacción. Las primeras semanas me costó asimilar que, desde cierto punto de vista, mi masculinidad había supuesto una decepción, un chasco, una contrariedad para mis padres que ya tenían un hijo y apostaban, en fin, porque yo completara la parejita. Me pasaba las noches en blanco, buscando en mis recuerdos momentos en los que mis padres hubieran sido injustos o despiadados conmigo, en los que me hubieran castigado sin pruebas o dejado sin postre: momentos, en fin, en los que me hubieran querido menos que a mis hermanos, como cuando me regalaron para mi cumpleaños unos patines pese a que yo hubiera insistido varios meses en una bici, porque todos mis amigos tenían una y mi vida social la necesitaba intensamente ya que estaban empezando a dejarme fuera de sus planes por falta de infraestructuras.

Con el tiempo, sin embargo, comprendí que pese a que yo había sido un fraude, una desilusión, quizá hasta una carga al principio, mis padres me habían querido igual y eso me llenó de rabia: me dolía no haber podido darles lo que ellos más deseaban, una niña. Durante largos meses medité cómo compensarlos por mi ausencia de ovarios y, al final, se me ocurrió algo, un plan. La cosa empezaría por intensificar mi lado femenino: me vería tres o cuatro veces los capítulos atrasados de Sexo en NY, me apuntaría a pilates, empezaría a usar cremas corporales y a llegar tarde a todas partes. Después, finalizada mi feminización, iría al registro civil y me cambiaría el nombre, pasaría a ser Lucía López. La cosa no tendría nada que ver con un cambio de sexo, ni me inyectaría estrógenos o cambiaría mis inclinaciones veniales, no: simplemente quería demostrarles a mis padres la gratitud que les tenía por todos estos años de cariño, pese a mi manifiesta incapacidad femenina, y enseñarles que, desde cierto punto de vista, sí que tenían la hija que siempre habían soñado y que esa niña, Lucía, vivía un poco dentro de mí.

Parecía un plan perfecto pero, ay, las cosas no siempre resultan fáciles cuando uno se enfrenta a la fría lógica de la sociedad conservadora. Al parecer, sin cambio de sexo yo no podía cambiarme de nombre: si me cortaba el pene, sí, pero yo por eso no iba a pasar: le tenía cierto aprecio a mi pene, después de treinta años de lujurias y azoteas. Contraté a varios abogados, hice ruido, mandé cartas a los más prestigiosos periódicos, conté mi caso en El diario de Patricia. (Patricia también me hubiera gustado como nombre, ya que estamos), pero la maquinaria legal del estado era infranqueable y la sensibilidad de los jueces encargados de dictar sentencia, ruinosa, así que al final tuve que desistir y seguir llamándome Pablo cuando hubiera querido llamarme Lucía. Ya había perdido toda esperanza cuando esta semana, sin embargo, he leído en los periódicos que se cumplían cincuenta años del cambio de nombre del estadio del Real Oviedo, que en su día fue Buenavista y ahora es Carlos Tartiere, y he vuelto a llamar a Legalitas para ver si ese caso podría sentar un precedente y ayudarme de alguna manera, porque no me cabe en la cabeza que un estadio pueda cambiarse de nombre y yo no. Ahora estoy preparando nuevos alegatos y he recuperado la ilusión: batallaré hasta el fin por regalarles a mis padres una Lucía.





Wednesday, July 23, 2008

Love is inditex, lalalalalalalá

Llevo todo el mes de julio queriendo ser el hombre del pantalón de chándal rojo, aunque no me pregunten las causas porque las ignoro profusamente: me desperté un martes deseando con holgura un pantalón de chándal, rojo, de algodón, de esos de fruitoftheloom de toda la vida, con su pelusilla interior gris, sus tobillos anchos y su torpeza a la hora de disimular muslamen, y así llevo desde entonces: vivo sin vivir en ti y no muero sin haberme embutido antes en un par de esos pantalones en cuestión. Como quiera que la vida es un aire suave de pausados giros, fui dándoles oportunidad a las típicas tiendas de deportes y saldos en general, a los puestos de mercadillo y a los africanos de manta ambulante y paquete de cedés, mas ninguno portaba consigo mi ansiado trofeo.

Cansado hasta el desmayo, a punto estuve de dar carpetazo al asunto y pasar capítulo, ya que soy uno de esos tipos acostumbrado a dejar que sus sueños giren libres y desaparezcan por el desagüe con tal de no afrontar el esfuerzo que supone coger el tapón del lavabo y usarlo. Pero hete aquí que una tarde sabatina con necesidad de macflurry de turrón, vi mi reflejo -demasiado ampliamente, duplicado casi- cuchara en mano en los escaparates de Zara de la calle Corrida y me dije: bah, por probar, si total, el no ya lo tienes, si son dos pipas, quién te dice, entrar y listo, un vistazo y para casa. Como comprenderán, mi mente debatía furiosamente consigo misma y mientras tanto me iba llenando la laringe de frases vacías de significado mientras yo le llenaba la boca a ella con trocitos de turrón y helado de nata. Al final, casi obligado por una turba de adolescentes pelipuntiagudos que me arrollaron sin piedad, y sin verme, acabé subiendo las escaleras de Zara hasta la sección de caballeros.

Y allí, loado sea Amancio Ortega, silencioso y libre de polvo, estaba mi pantalón de chándal rojo: tenía un toque neohippie, algo como entre arábigo y barroco, unos detalles sinuosos que se extendían por el lateral de la pernera como una mala enfermedad o una buena enredadera, pero no pude detenerme en algo tan nimio que seguro que se iría al tercer baño de lejía detergente: era mío, lo tenía, mis venas se hincharon con afán de posesión, con pose fanática, con vigoroso alicatado en grasas polimegasupersaturadas. Tampoco reparé en dineros: no era cosa de mirarle el tarjeteado al caballo rojo de algodón y, además, gastos más supérfluos habremos hecho, P, me dije también, como aquella vez que me compré la colección completa de Introducción al punto de cruz, de RBA editores, a la quiosquera de la esquina porque adoraba su mirada triste tan tierna (sí, habéis acertado, yo soy mucho de ir diciéndome cosas por la calle, y de narrar mis movimientos sin importancia como si estuviera viviendo la novela de mi vida, dijo él mientras terminaba el párrafo con un coqueto acabado parentético)


Pero, ay, con la tarjeta obvié también la talla, al menos hasta que la dependienta de turno me lo hizo notar con una delicadeza que me obligó a enamorarme de ella: "¿Qué son para tu hermanito?". En efecto, en mi mano llevaba unos pantalones que difícilmente me podrían haber servido en 1986, cuando Eloy falló el penalty que nos dejó sin las semifinales del mundial de México. Seguro que había más tallas, ahí atrás, en la pila de pantalones de chándal rojos, pero la chica me gustaba y no quería reconocer mi torpeza o mi incapacidad visual manifiesta, así que mentí con lo primero que me vino a la cabeza: "No, son para mi hijo, el pequeño". De golpe y porrazo, y 23 euros después, estaba yo contándole en las escaleras de Zara mi vida y sus desperfectos falsos a Sofía, que resultó ser una historiadora en paro con necesidad de pagar una hipoteca y la letra del coche. No me dejé nada en el tintero: los celos, las dudas, la infidelidad, el divorcio, los dos fines de semana al mes. Aunque hacía rato que me había dado su número, yo no podía parar de mentir. Al final, quedamos para tomar un café el próximo sábado, ya que los niños estarán con Marga (Marga es mi ex, al parecer, un poco casquivana pero muy fértil): como esta relación fructifique, no sé de dónde voy a sacar a dos niños que se me parezcan, sobre todo teniendo en cuenta lo que me costó encontrar un pantalón de chándal rojo y el precio que estoy pagando por haberlo encontrado, 23 euros al margen, aunque si lo pienso bien, y ahondando en la imagen que de Marga tiene Sofía, quizá fuera comprensible que los niños no se me parezcan en absoluto. Seguiremos informando.




Thursday, July 17, 2008

Efemerízame VII: manchas de Carmín en la memoria






Somos muchos los que pensamos que el Carmín de pola es el epicentro del verano, su momento álgido, su punto de inflexión; y que la vida tiene menos sentido sin ir a trabajar el día siguiente con ojeras, con la boca pastosa, con un toque de vaporoso etanol en el aliento y con menos horas de sueño que un médico interino de guardia. Bueno, en realidad no somos tantos los que pensamos así: 27 hasta la fecha; pero formamos una asociación vocinglera y muy marchosa, llena de exalcohólicos arrepentidos y de jóvenes promesas, la peña No puedo vivir sin ti, Carmín, ni lo intento.

Lo que al principio parecía una moda pasajera, como quien se viste con bombachos pensando que van a ser la sensación de la temporada otoño-invierno, acabó convirtiéndose en una tradición veraniega, del estilo del primer baño en la playa de san lorenzo, del primer helado de verdú o del primer beso a contrapelo en los chiringuitos de la semana negra. Con el tiempo fuimos perfeccionando nuestra juerga campestre: todos los años serigrafiamos camisetas con nuestros nombres y números de socio dentro de la peña, llevamos tortillas y empanadas caseras y, en el autobús que nos lleva hasta pola de siero, dejamos mochilas con ropa para cambiarnos después de bajar por las calles del pueblo pidiendo a gritos a los vecinos que nos tiren calderos de agua. Diablos, es una fiesta inigualable.

Cuando esta mañana mi jefe entró en la oficina y me dijo que no podía darme el lunes por la tarde libre, que teníamos que cenar con los belgas, que ya el año que viene podría ir al Carmín, casi me da un soponcio. Pensé en suicidios, en asesinatos, en matanzas laborales, pensé en aquel verano, hoy hace 92 años, en el que el Carmín tuvo que suspenderse por culpa de una huelga general. Supe cómo debió sentirse la gente aquel día, compartí su misma rabia, repetí su desolación. Mientras leía el periódico, justo antes de comer, me enteré de que también hoy se celebraba la efemérides de la primera patente de la nitroglicerina, realizada por Alfred Nobel en 1864. La noticia me dio un par de ideas y espero que esta semana pueda llevarlas a cabo: cualquier cosa antes que quedarme sin la mejor fiesta del verano. Si no vuelven a saber de mí, quizá lean algo en el periódico

Monday, July 07, 2008

De corbatas y pringles

Desde que nos enteramos de que las Pringles no son patatas fritas, la realidad ha empezado a desdibujarse preocupantemente y ahora los límites entre las cosas no son los mismos que los de primera hora del día, con el consecuente caos circulatorio y pérdida de expresividad en general. Con esa desmotivación, a punto estuve de cancelar mi vuelo de esta mañana a Londres, desde donde tenía previsto viajar a Crowborough, un pequeño pueblecito en el condado de East Sussex donde se encuentra la casa en la que murió Conan Doyle, hoy hace 78 años. Bien conocida mi pasión doylita, la editorial para la que trabajo me había emplazado a impartir una clase magistral sobre la repercusión geográficotemporal en las novelas de Sherlock Holmes, en la inaguración de las jornadas que sobre el ecritor, su obra y su tiempo se desarrollan esta semana en susodicho pueblecito inglés.

Con dudas, ya digo, de última hora, decidí al fin viajar y para ello me atavié con mis mejores galas sherlockholmitas: traje de cuadros, gorra con doble visera, pipa ad hoc y estuche de violín (la jeringuilla no la llevaba, claro, no fueran a pensar los del avión que yo). Los problemas empezaron apenas despegamos: como unas ocho filas hacia la delantera del avión, había un grupúsculo de seguidores de Agatha Christie hablando y señalándome. Al cabo, uno de ellos, una chica, vestida con un impecable traje negro, con bombín y falso bigote engominado, se acercó a mí y me increpó, me preguntó que cómo tenía arrestos para subir al avión de esa guisa, que qué me creía, y me despreció diciéndome que era como todos los doylitas: un heroinómano, un melifluo y un misógino hijo de puta y, al final, me pidió que me levantara para poder darme mi merecido. Dicho lo cual, y sin previo aviso, me soltó un paraguazo en toda la cabeza que me dejó tonto un buen rato.

Cuando pude reaccionar, y usando el violín como escudo arrojadizo, me lancé, invocando a los Baskerville y llamando a mis agresores gabachos aceitosos, contra las hordas agathachrísticas que celebraban su victoria en mitad del avión con un benjamín de espumoso leridano que iba pasando de bigotito en bigotito. A partir de aquí recuerdo solo retazos: sé que desde la cabina se anunció un ligero cambio de ruta y que se acordó obligarnos a descender a la chica vestida de Poirot y a mí en una zona indeterminada de la República Checa, donde las autoridades se harían cargo de nosotros. Debieron sedarnos porque cuando me quise dar cuenta estaba aquí tirado, en una celda austera y monocroma y sin lugar a dudas centroeuropea. Me han dejado en calzoncillos y, a mi lado, la chica-Poirot lee un periódico local. Fuera se escuchan salvas, petardos, ruido de fanfarria: al parecer están celebrando el 148 aniversario del nacimiento de Gustav Mahler, oriundo de estos parajes bohemios. Me he embarcado en un enaltecimiento furibundo de la figura de Mahler, pero la chica-Poirot me ha cortado diciendo que no tengo remedio: al parecer ella es wagneriana y, como tal, odia a muerte a los mahléricos. Así que ahora no sé si mantener mis principios o darle un poco la razón: me gusta Mahler pero creo que me gusta más ella: el bigotito le sienta fenomenal, y el traje no digamos: ¿por qué me enamoraré siempre de chicas con corbata?


Mahler




Y Holmes


Sunday, July 06, 2008

Hago clip y aparezco a tu lado?¿

Yo soy de los que le hace caso en todo al imperdible de word. He llegado, incluso, a tirar a la papelera de windows un par de novelas mediadas, bajo su influjo ocular intenso. En ocasiones, mientras escribía uno de esos cuentos de tres cuerpos que tanto me gustan, aparecía como por arte de magia en mitad de la pantalla para comentarme que, más que un relato, parecía estar escribiendo una carta y que, si ese fuera el caso, me prestaba su ayuda desinteresada para llevarla a buen puerto. No siempre he necesitado ayuda para escribir cartas, aunque en el verano del 98 me hubiera venido genial cuando me declaré a P (que también puede ser L) en tres folios abigarrados color azul turquesa, cavando con ellos la fosa sentimental en la que sigo naufragando desde entonces. Pero, en aquella prehistoria de amor, no había en nuestras vidas cyranos imperdibles y todo iba a pulso, en modo autógrafo y sin vuelta atrás una vez que la tapa del buzón de correos chirriaba de regreso como un gong decisorio.

De esa época tengo una carpeta llena de archivos que empezaban siendo relatos para terminar más bien cartas. Y, si los releo, me llena la sensación de que la frontera entre un cuento y una carta es similar a la que existe entre un zueco y una sandalia: a veces puede ser muy difusa. Aunque fue una etapa de transición, claro. Como quiera que me ganaba la vida escribiendo pequeños relatos por encargo para revistas y periódicos, tuve que adaptar mi modus vivendi a las necesidades de mi asistente de word: empecé a trabajar en Filatelia y Reembolso, una publicación mensual de corte tradicionalista cuya razón de ser era el apoyo manifiesto al correo manuscrito frente a la vanguardia cibernética del mailto. Lo malo de ser yo es que siempre fui incapaz de mantenerme fiel a un género y, en ocasiones, me descubría -para estupor de mis lectores y tirón de orejas de mi imperdible- firmando relatos en tercera persona sin destinatario ni acuse de recibo.

Para hacer manos, le escribía cartas ficticias a gente real cuyas señas encontraba al abrir la guía telefónica al azar. Al inventarle un vida (y en al menos una ocasión también una muerte) a esa gente de la guía, satisfacía mis necesidades de ficción aunque aquello no dejara de ser un juego ya que al terminar la carta la imprimía, la doblaba y la metía en un sobre que guardaba en el último cajón de mi mesa de ordenador, lista para ser enviada con su dirección, sus sellos y su remitente. Y todo iba muy bien hasta que, hace un par de semanas, mi madre descubrió el cajón de las cartas y, siguiendo sabe dios qué impulso maternal, las echó todas al correo. Esta mañana me han llegado dos respuestas y no sé qué hacer: si continuar con el juego y abrirlas y tal vez contestarlas, o romperlas sin más y dar por finalizada esta etapa epistolar. Le preguntaría a mi asistente de word, pero hace cinco días que no aparece ni para decir este clip es mío: temo que esté detrás de todo esto, que lo haya orquestado y que ahora disfrute de su victoria peregrina en la sombra de mi escritorio, bajo los acumulados de polvo en las esquinas de la pantalla, en el reino de escribirás y no volverás.


Thursday, July 03, 2008

Efemerízame VI: Jim redivivo

A Mrs P, contra el mal de altura lírica (o de amores)




Antes de mudarme por culpa de un altercado con los vecinos acerca del horario de basuras, yo vivía en oviedo, en la calle velázquez, y juro que mi vecino del cuarto era jim morrison, el cantante de The doors. Había envejecido, claro: llevaba el pelo canoso y recortado, pero la nariz, los pómulos, los ángulos de su cara, esa mirada entre vidriosa y desatenta..., todo, todo indicaba que era él. Iba de un lado para otro con una funda de guitarra y un sombrero de fieltro gris, siempre vestía de negro y tenía un innegable acento californiano que lo delataba. Cuando traía invitados a casa, por mi cumpleaños y a veces en navidad, siempre acabábamos en el rellano del cuarto piso, al otro lado de su puerta, escuchándolo ensayar. Era condenadamente bueno, tanto que no cabía en cabeza humana pensar que llevara muerto casi cuarenta años.






Lo habían encontrado en la bañera de su casa, la mañana del 3 de julio de 1971, víctima de un paro cardíaco. Al parecer, su tumba en el cementerio Père-Lachaise, en París, es la cuarta atracción turística más visitada de la ciudad. Su epitafio, escrito en griego, tiene dos traducciones posibles: "Al espíritu divino que llevaba en su interior" o bien, el que a mí más me gusta: "Cada uno es dueño de los demonios que lleva dentro". Cuanto más investigaba sobre quién había sido Jim Morrison hasta su muerte, más me atraía el Jim que vivía dos pisos por encima, así que monté un dispositivo de vigilancia y seguimiento, me fui haciendo el encontradizo en la pescadería, en el ascensor, en los bancos del parque de Santullano, hasta que una especie de amistad fue surgiendo entre nosotros. Se notaba a la legua que necesitaba intimidad, un par de orejas que escucharan sus andanzas por la vida. Y así, de golpe y porrazo, me fui enterando de todo: del infarto fingido, del exilio africano, de su época tibetana. En una de tantas conversaciones me contó cómo una vez había vuelto a París a visitar su propia tumba y me habló del dolor que sintió al ver las tonterías que iban dejando allí sus fans. "Pablo", me dijo entonces, "así es imposible descansar en paz. No me extraña que Elvis no quiera regresar a Tennessee".





Tenía en mis manos la noticia musical del milenio: Jim morrison no había muerto y vivía en oviedo. Durante varias semanas me mantuve firme y no sucumbí a la tentación; luego, el olor del dinero fue demasiado poderoso: llamé a Rolling Stone y les vendí la exclusiva por un par de millones de euros. el resto es historia, ha salido en la prensa, les sonará: en estados unidos se le reclamaba por unas deudas fiscales, por prevaricación y por el uso indebido de su propia muerte: se enfrenta a penas de diez años de cárcel y yo a cierta aprensión inculpatoria que no me deja dormir bien por las noches, o quizá sean los mosquitos: desde que vivo en el caribe no distingo bien entre la conciencia y la malaria.



Wednesday, July 02, 2008

Efemerízame V: once años sin James



Para M, que me dio la pista (sirva como aliento opositor)








Tuve una época, pasados los veinte, en la que todos los años, por carnaval, me disfrazaba de James Stewart, que era mi actor favorito en aquel entonces. Aunque, en realidad, de lo que me disfrazaba era de alguno de los personajes que interpretó en la gran pantalla. Empecé en 1998, algo después de su muerte, casi como en broma pero, al poco, aquello terminó convirtiéndose en un rito, en una tradición que requería mucho esfuerzo, toneladas de valentía y miles de huevos cuyas claras ingería, a razón de tres docenas diarias, ya desde principios de enero para agudizar mi habitual voz de barítono trasnochado y asimilar así mi voz a la del viejo Jimmy o, en realidad, a la del tipo que lo dobla en las versiones españolas, el actor Fernando Ulloa.





Recuerdo con especial agrado el año en el que escogí ser L.B. Jeffries, el fotógrafo en silla de ruedas al que Stewart da vida en La ventana indiscreta: en lugar de fabricarme una escayola falsa con papel higiénico y cartón, lo cual hubiera supuesto vulnerar el espíritu del disfraz, me lancé desde la ventana del primer piso de mi casa un par de veces hasta que conseguí fracturarme la pierna derecha por cuatro sitios, no sin antes birlar una silla de ruedas en la recepción de urgencias del hospital de Cabueñes y alquilar una Grace Kelly de plástico en el sexshop del barrio. Por traer otro ejemplo querido, para los personajes de El hombre que mató a Liberty Valance o La conquista del Oeste, me apunté a clases de tiro y le compré un rifle winchester a un búlgaro babeante en el mercado negro de internet. Fue una etapa genial en la que me movía un poco a contracorriente: mientras todo el mundo esperaba con anhelo la llegada del verano, yo solo tenía ojos para el carnaval: de entonces me viene mi afición al invierno, a las castañas y al travestismo en general.







Me molestaba un poco que la gente que me encontraba pensara que mi disfraz era de vaquero, de payaso o de detective privado, pero aún así yo nunca les sacaba del error: me divertía y me emocionaba ser el único que conocía la verdad, que yo iba de homenaje póstumo a James Stewart. Lo malo fue que en 2001, cuando me puse a preparar el personaje de Connor, el periodista enamoradizo de Historias de Filadelfia, me metí tanto en el personaje que acabé trabajando a media jornada en una revista de cotilleos y dedico el resto del día a intentar convertirme en un novelista de éxito, así que no tengo demasiado tiempo para disfraces. Aún así, hay noches en las que me despierto de madrugada y sé que he soñado con el viejo James. Y todos los años, por carnaval, hago una maratón casera de palomitas y sus mejores pelis. Hoy se cumplen once años de su muerte y quería dedicarle estas líneas.




Monday, June 16, 2008

Breve crónica de un ascenso afónico

A Torkildsson, a Minibro y a Albert que lo vieron.



Diez años sirven para hacerse mayor. Para conocer la felicidad. Y la tristeza. Aunque las lágrimas de ayer estaban justificadas y apenas tenían sal, eran lágrimas como goles, gotas de puro cuero acumuladas durante diez años de travesía, interminables, sí, pero conclusos. Poco después de las ocho de la tarde Gijón era una fiesta. Globos, banderas, voladores. El ascenso sonaba a cláxon y olía a mar cantábrico, que ayer parecía aderezar con risas de rojo su habitual blanco espuma. Hoy hablo desde la víscera, sin tiempo para el reposo, ni para el análisis, sin casi voz, aún temblando. Y eso que el partido fue cómodo, demasiado. Lo hablábamos en el descanso, parapetados detrás de la enésima cerveza: nadie se creía que no fuéramos a sufir, porque el guionista de esta historia no entendía de infartos y los finales ante el Córdoba y el Granada presagiaban nervios y sudores hasta el último minuto. Y sin embargo todos, desde el árbitro hasta la Real Sociedad, se mostraron dóciles y permisivos.Hasta el primer gol, incertidumbre; luego fiesta. No habían pasado cinco minutos desde el pitido final cuando salimos a la calle por primera vez, después de diez años en segunda. Los coches eran violines, música de fondo, entre los aplausos de la gente que pasaba. Y los abrazos, y los besos y las felicitaciones telefónicas. Nos miramos a la cara, incrédulos aún, sin saber muy bien cómo reaccionar, ni qué decir, ni cómo se comporta uno en primera división.


Cuando fuimos a Ferrol a ver al equipo, hace un par de meses, llevábamos la bufanda al viento e intacta la esperanza. Por el camino, atravesando lentamente la deliciosa y curva Asturias, íbamos adelantando coches y autobuses plagados de banderas y de sueños, creyendo un poco en que quizá este año sí era posible. Y ni siquiera ganamos, aquella tarde de sábado ferrolana. Bueno, ganó Gijón, ganó Asturias: miles de sportinguistas reunidos lejos de casa, abrazados a una ilusión, sin la euforia contenida que dicta el sentido común. Notas la patria cuando miras a los ojos de esta gente, anoche lo pensaba de vuelta a casa mientras charlaba con el taxista sobre la vida y otras cosas del montón. Te emociona ser asturiano cuando estás fuera y ves el azul cielo de la bandera, la cruz, la risa. Ayer Asturias fue rojiblanca. Porque también sufrimos cuando el Oviedo se quedó a las puertas: esa rivalidad es absurda y televisiva. Dentro de unos días, a finales de semana tal vez, empezará la reflexión, habrá que mirar fijamente al futuro y darse cuenta que las victorias del ayer solo duran un segundo. Aunque no, esta vez no: lo de ayer durará al menos una temporada, unaño entero, poco importa lo que suceda mañana: hemos vuelto, la sangre me dice que hemos vuelto mientras mi cabeza aún no se lo explica. Anoche se demostró que sí, que diez años eran suficientes. Diez años de alegrías, de felicidad, de tristezas, de rabias: nos hemos hecho mayores pero aún sabemos llorar como niños, lo demostramos ayer. ¿Llorar por algo tan banal?: no, no era por el fútbol, era la vida.



Friday, June 13, 2008

Efemerízame IV: Cambio Cousteau por vaquero fortachón

Del 11 de Junio de 2008


Tenía trece años cuando una marea inoportuna quiso tragárseme una oscura mañana de junio en la playa san lorenzo. En el último momento, con los pulmones encharcados ya y las fuerzas ausentes, apareció de la nada una zodiac enorme y gris, y un vigilante me privó del dudoso placer de morir ahogado. Desde aquel día no he vuelto a meter un pie en el mar y odio profundamente el olor a salitre, las gaviotas, la merluza del pincho y la gente en bañador, lo cual es paradójico si se piensa que, desde que tengo uso de razón, siempre he querido convertirme en Jacques Cousteau, el fantástico explorador marino francés. Ni recuerdo la cantidad de veces que me habré colado en el baño de mis padres y, llenando la bañera de agua con sal, me he sumergido con mis tiburones de plástico y mis geyperman buceadores, imaginando que viajaba a bordo del Calypso en alguna expedición al mar de los sargazos. Luego, con los ojos irritados y la piel arrugada, me iba la cama a soñar con monstruos marinos, con sirenas de inevitable canto y con veinte mil leguas de viaje subneuronal. Por eso, cuando me llegó la hora de la universidad, y desoyendo mis traumas playeros y mis necesidades literarias, me empeñé en ser biólogo.


Pero para llegar a biólogo y convertirme en Cousteau, tenía que volver al mar, así que consulté con un expecialista, a ver si podía ayudarme con mi miedo patológico hacia todo lo oceánico, y este me aconsejó que la mejor manera de vencer ese terror era coger el toro por los cuernos, olvidarme de las arritmias, los sudores fríos y las visiones borrosas, coger un flotador y tirarme al agua. Muy animado, salí de la clínica y me fui a una tienda de especialistas en buceo y allí me compré un equipo con todo, desde manguitos hasta bombona de oxígeno, pasando por un bote de remos hinchable y una cámara acuática nikon. Pero, a la hora de la inmersión, fui incapaz de meterme dentro. El mar cantábrico parecía infinitamente denso, oscuro, peligroso, abismal; sus aguas frías, despiadas, traicioneras. Paralizado por el miedo, le pedí al patrón que pusiera la proa al puerto deportivo y que me devolviera a tierra firme cuanto antes. Al llegar a casa tiré a la basura todos los enseres que había comprado, excepto las gafas de bucear: al tocarlas me daban una sensación inexplicable de tranquilidad, de calma, de sosiego; quizá era por la goma naranja que las rodeaba, o por la cinta elástica, o por los cristales tintados. Adoraba tocar aquellas gafas, así que me acostumbré a salir de casa llevándolas siempre en el abrigo, al alcance de la mano, pues el frío tacto del cristal aliviaba de un modo inmediato mis neuras, ayudándome a respirar. A veces, incluso, me las ponía para dormir, por si el sueño me llevaba a la fosa de las marianas o al atolón de las bikini. Hasta que un día, haciendo limpieza general, mi madre se deshizo de ellas pensando que eran parte de algún viejo disfraz incompleto.




Desde entonces han pasado seis meses y me encuentro fatal. Aunque he comprado un montón de pares de gafas para bucear del mismo estilo que aquellas, ninguna funciona igual. Y tampoco me atrevo a dormir, por si el mar me aborda en sueños y me hace cosas malas. Sin embargo, hoy he visto algo en internet que puede funcionar. Al parecer, este once de junio no solo es famoso por ser el cumpleaños de Cousteau: hoy hace 29 años de la muerte de John Wayne. Así que he pensado que quizá lo mejor sería cambiar de ídolo. A partir de ahora ya no intentaré convertirme en un experto submarinista con nariz aguileña y acento francés: voy a ser un vaquero duro, aguardentoso y medio irlandés. Ya lo tengo todo pensado: iré al mercadillo del fontán, me compraré un sombrero de ala ancha, un chaleco con muchos bolsillos y un revólver de pega, y me apuntaré a clases de equitación. No es que eche de menos dormir, pero ahora que llega el veranito me apetecía volver a darme un chapuzón en san lorenzo, la verdad.






Hoy, viernes y trece, se producirá mi estresante y esperado debut en la radio local. Yahooo! Aún no conozco la hora exacta pero se calcula que será en algún momento entre las diez y las once de la noche. Si no salgo vivo de todo esto me apetece decirte una cosa, lector: te quiero.

Saturday, June 07, 2008

Por un cuenco de sopa

A Sara, que se divirtió escuchándome


La idea me la dio un tipo al que conocí en el foro-gijón de amigos de Charles Dickens, hará unos cuatro meses. Se hacía llamar Pequeño_Timmy y enseguida congeniamos: nos pasábamos las noches de invierno, al abrigo del ordenador, hablando sobre tal o cual escena de David Copperfield o sobre la intervención de la culpabilidad como personaje en Tiempos difíciles. Según él, uno no se convertía en un auténtico dickensiano hasta que realizaba un viaje, entre iniciático y ritual, al Londres de sus novelas, hasta que palpaba en sus huesos el frío húmedo de la niebla británica. Seducido por la posibilidad de misteriosos carruajes despendolados atravesando el pavimento desigual de estrechas calles mal iluminadas, metí un par de camisetas y una muda en la mochila y cogí el primer vuelo barato que me llevara desde Ranón hasta Stanstead.

Sorprendido, comprobé que dos siglos de evolución y cambio climático habían hecho de Londres una ciudad soleada, sin pavés, sin carruajes y sin niebla en la que brillaban por su ausencia la buena educación y los sombreros de copa. Sobre la marcha, tracé un plan de choque para impedir que mi viaje iniciático se fuera por el sumidero. Como no tenía donde dormir, pasé los quince días siguientes vagando por las calles, sin lavarme, sin comer apenas, intentando convertirme en un mendigo londinense más. Cuando mi aspecto era ya lo suficientemente malo, fui hasta Old Street y me aposté ante la entrada de uno de tantos edificios de negocios. Mi idea era localizar a un empresario de aspecto tiránico, despótico, avaro y despiadado y suplicarle una limosna. Él, claro, me la negaría con desdén, humillándome, tachándome de vago, de maleante, de parásito, escupiéndome incluso, como Mr Scrooge en Cuento de Navidad, y con esa inyección de desprecio humano podría yo recuperar algo del espíritu dickensiano de esta ciudad, que parece muerto desde hace cien años.

Atardecía cuando creí encontrar, al fin, a la víctima apropiada. Tenía unos cincuenta, era delgado, alto, pelo canoso engominado, bigote. Parecía altivo y austero y nada magnánimo, así que le perseguí calle abajo hasta la estación de metro, contándole una truculenta historia ficticia llena de divorcios, accidentes trágicos, desastres naturales y depresiones varias. Sin embargo, mi escrutinio a primera vista resultó ser una porquería, ya que el tipo resultó ser un bendito, se conmovió al oír mi historia y me llevó a su casa. Me presentó a su mujer, Mildred, y entre los dos me preocuraron ropa limpia, un cuenco de sopa y un catre donde dormir. A la mañana siguiente no dejaron que me fuera, me obligaron a quedarme unos días alegando que estaba muy débil, que tenía que recuperar fuerzas. Incluso, pasada una semana, me llevaron a conocer a Silvy, su única hija, una exitosa abogada que vivía en un loft en el Soho. Cada vez se me hacía más difícil salir de allí, para ellos era como una especie de hijo pródigo y me atendían a cuerpo de rey. Ahora llevo más de dos meses aquí metido y no sé bien qué contarle a mi mujer, en Gijón, cuando la llame para decirle que todavía no voy a poder volver y que me han prometido en matrimonio a Silvy. De Dickens ni me acuerdo, claro.






(Este texto quizá sea la efemérides del próximo lunes, 9 de junio, 138 aniversario de la muerte de Dickens)

Thursday, June 05, 2008

Efemerízame III (en antena el 5 de Junio hacia las 23.20 horas)

Acababa de cumplir los treinta y las cosas me iban más o menos bien. Tenía un trabajo decente, media docena de amigos solteros, una hipoteca y un principio de úlcera que me visitaba sobre todo las mañanas de domingo con resaca. Era feliz, aunque en realidad no lo era: mi lado sentimental estaba perdido en un bache, que más bien parecía un abismo, desde hacía ya demasiado tiempo.

No es que estuviera impedido para el amor, no, al contrario: sufría de enamoramientos súbitos y salvajes, pero me duraban un par de semanas, como mucho, y luego se iban a la misma velocidad a la que venían. Ni siquiera era capaz a serle fiel a mis amores platónicos. En mi descargo diré que en cada chica que me hacía perder la cabeza yo veía a la mujer de mi vida, a la perfecta, a la definitiva, a la madre de todos mis cachorros; y que en cada desengaño, mi corazón sufría y se quebraba y se retorcía de dolor, hasta que un par de horas después conocía a otra en la cola del autobús y el proceso empezaba de nuevo.

No negaré que echaba de menos a aquel adolescente tímido, huraño y retraído que sudaba tinta china cada vez que tenía que acercarse a una chica y que, cuando reunía el valor necesario, era incapaz de articular dos frases sin tartamudear. De un tiempo a esta parte, sin embargo, me había crecido un desparpajo insólito, me había vuelto atrevido y descarado y decidido y un poco arrogante. Y estos cambios sintomáticos en mi personalidad me tenían bastante preocupado, así que pedí hora con mi médico de cabecera, la doctora Baelo.

En cuanto le expuse el caso, la doctora me diagnosticó sin parpadear, aunque quiso asegurarse pidiéndome hora para hacerme infinidad de análisis y pruebas. Al cabo de tres semanas me llamó a su consulta a por los resultados. Al parecer, era víctima de un mal genético poco común, debido a una leve deformación del cromosoma 27, y que se llamaba la enfermedad de Casanova. Solía darse en varones jóvenes, y era normal que los síntomas se empezaran a notar concluida la adolescencia, a partir de los 25 más o menos. La mala noticia es que era una dolencia sin cura, sin tratamiento, sin posología. La buena, que esa enfermedad había hecho de mí un seductor.

Total, que últimamente no salgo mucho de casa: mi reloj biológico me anda pidiendo a gritos un poco de descendencia, pero mi cromosoma 27 prefiere ser Casanova.



Tuesday, June 03, 2008

Efemerízame II

(28 de mayo de 1953, en algún lugar cerca de la cima del Everest)


Tensing: ¿Queda mucho, jefe?

Hillary: No sé, ¿cómo quieres que yo lo sepa?. Deja ya de preguntarme una y otra vez lo mismo. Hay que atravesar ese bloque de hielo de ahí y luego ya veremos.


(seis horas más tarde y diez metros más arriba)

Tesing: Jefe, tengo hambre.

Hillary: Sí, la verdad es que yo también. Creo que es la hora del té, y a la hora del té siempre me entra hambre.

Tensing: Pero si aquí no hay hora del té, aquí nunca son las cinco, con esta luz vivimos en una eterna madrugada. Además, usted no es inglés, no sabía que tomara el té.

Hillary: Yo soy lo que me da la gana, inglés o lo que quiera, y si digo que es la hora del té, lo es. Así que venga, vete cogiendo un par de bloques de hielo y me los fundes bien, que yo iré montando el Campo Nueve. Anímate, Tensing, creo que mañana llegaremos a la cima.

Tensing: Pero, Jefe, apenas nos queda combustible en el camping gas, luego cómo vamos a calentar la comida, no se olvide de que aún queda la bajada.

Hillary: No oigo gotear ese hielo, Tensing.

(Mientras tanto, en su casa de Nueva Zelanda, la señora Hillary espera ansiosa noticias desde la cima del mundo)



Voz de hombre: ¿Estás segura de que tu marido no va a venir esta noche?

Sra Hillary: Que no, ya te lo he dicho mil veces, está de viaje. Bésame y cállate, anda.



(A la mañana siguiente, 29 de mayo de 1953, a 8053 metros de altitud Hillary y Tensing salen del campo IX a las 6.30 en dirección a la cima, a donde llegan a las 11.30 de la mañana)


Hillary: Hemos llegado, por fin. Tensing, toma, hazme una foto, que se vean bien esas nubes de tormenta. Y la bandera, saca también la bandera. Hoy es un día grandioso para la humanidad, el mundo entero se extiende a nuestros pies.

Tensing: Oh, no, jefe, me he dejado los carretes en el campamento base, qué pena porque hubiera quedado genial una foto de los dos con estas vistas.

Hillary: Pues mira, ya que bajas a por ellos sube también el gramófono que esto está como seco, apagado, hay que ponerle algo de música a este momento.

Tensing: Claaaro, claaaaro, jefe, usted espere sentado en ese risco de ahí que yo estoy de vuelta en dos o tres semanas.




Monday, June 02, 2008

Sister, can you spare a quarter?

A mi hermana, Henar: 25 impar y pasa.

Desde que descubrí que el cumpleaños de mi hermana coincidía con el de la edición de la primera parte del Quijote, soy presa de una suerte de celos literarios que me tienen embutido en un incómodo traje inquieto que no para de generar arrugas e inestabilidad ficcional. Me siento vícitima de una injusticia poética de tamaño jurásico, más que nada si tenemos en cuenta que ella tiende más a Harry Potter que a cualquier otro hijo del blanco sobre negro. Y el victimismo me conduce a un tenebroso pozo de depresión del que solo soy capaz de salir si decido que, este año, no deberé comprarle nada, que bastante regalo tiene con haber nacido un dos de junio. Como ya estoy en parqueprin y tengo pasta fresca en el bolsillo, entro en la Fnac y me atiborro de libros (La crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Murakami, es la joya de la corona de este último pillaje). Además es sábado y el sol se está poniendo, por lo que el momento es ideal para acercarse hasta el Mac's y saltarme la dieta a base de cuartos de libra. No llevo ni cinco minutos-y el flurryhelado me está mirando al otro lado de la mesa, más allá de las servilletas de papel- cuando me invade la aprensión y la culpabilidad y la sensación de haber sido insensato, egoísta y un poco capullo. Dejo la merienda-cena a la mitad, me levanto y me voy corriendo al coche.






Mientras conduzco a la deriva por el centro de Asturias pensando en un regalo significativo e ingenioso para mi hermana, voy escuchando la banda sonora de Mary Poppins. Mi tema favorito, It's a Jolly Hollyday, lo cantan Mary y Bert justo después de saltar dentro de un cuadro, mientras los niños se dirigen a la feria que hay al final del camino empedrado. Cada vez que termina vuelvo a ponerlo como si en alguna parte de esa canción se escondiera la respuesta al problema que me circunscribe y arruga. Fijándome en el paisaje, caigo en la cuenta de que conduzco al ritmo de la música, en círculos y con ocasionales invitados de fábula. Y mientras tarareo pienso que, cuando llegué, los 25 no fueron para mí el fin de todas las ferias, que todavía me quedaron ganas de subirme a los caballitos en marcha, que aún me venían grandes los pantalones largos. Eso, la feria y los caballitos y la madurez y un control de alcoholemia deciden desviarme hacia toisarús y, por tanto, mi regalo de este año: un enorme caballo de felpa marrón, con la crin amarillenta y salvaje y los ojos del tamaño de una pelota de pingpong al que llamaremos, claro, Rocinante (ya me imagino a Rocinante a los pies de mi excama, pastando alfombra y sesteando a la vera de los visillos y los armarios empotrados).





Aunque no, estoy mintiendo o he llevado demasiado lejos esta historia que es ficticia o falsa desde el momento en el que decliné coger el coche y seguí rumiando mis desdichas frente a google, sin salir de casa, sin fnac ni merienda-cena ni nada. Así, en mi cuarto, averigüé que, mientras mi hermana celebra con su nacimiento reiterado la primera parte del ingenioso hidalgo, yo podré recordar místicamente la muerte de Allan Poe con el mío; y fue eso, y no una canción de Mary Poppins en mitad de ninguna parte, lo que me hizo considerar que, tal vez, mi hermana sí mereciera un regalo este año al fin y al cabo; que aunque un cuervo no hace quijote, los crímenes de la calle Morgue bien valen un parto. Lo de Rocinante es, aunque aún no, totalmente cierto.

Thursday, May 29, 2008

En la espesa realidad de mi tocador

La cascada era un chorro intermitente de agua templada que caía desde el salto del grifo sobre las formaciones esponjosas que vagaban a la deriva, al capricho de las corrientes jabonosas y los flujos pedestres. Desde la orilla de loza esmaltada, la expedición comandada por el Geyperman hombre-rana se detuvo admirando el espectáculo antinatural que se extendía ante sus ojos, sobreponiéndose a las brumas de vapor y a los ojos enrojecidos por la glicerina. Caía la noche y apenas habían comenzado a parapetarse, aún no habían colocado los sensores de movimiento ni reforzado los puntos estratégicamente más endebles con trampas explosivas; hombre-rana suponía que los gemelos playmobil estarían empezando a inquietarse, que quizá montaran el campamento antes de que volvieran, activando los escudos de fuerza, dejando fuera toda la noche al equipo de reconocimiento. Pero algo en aquel paraje invitaba al deleite, a la contemplación, a la mesura; algo entre los bosques de Wella y Herbal Essences, algo sobre los dispositivos acuíferos de latón, algo. Como movido por un impulso le pidió a Pitufo Poeta, que hacía las veces de mascota y de bufón del grupo, que se subiera a alguno de los riscos esponjosos flotantes y sacara unas fotos. Mientras decidían cuál era el mejor enfoque fotográfico posible, cayó efectivamente la noche. Chewbacca gruñó un par de veces, haciendo notar que ya les había advertido y preocupado por lo que pudiera pasar. Se enfrentaban a una larga noche a la intemperie, lejos de la calentita comodidad del campamento-cama, en mitad de nadie sabía muy bien dónde. Sonó un grito lejano: los animales nocturnos se disponían a pasar a la mesa al otro lado de los portones de madera, más allá de la laguna Bañera.

A la estrecha luz de la luna tocador, contemplaron a los visitantes midiendo sus fuerzas, decidiendo los mejores flancos, planeando los rescates y las torturas. A una señal de Gargamel, una docena de tropas de asalto se internaron en el camino baldosil en formación de a dos, seguidos por Sophie y Sultán que consultaban en su agenda electrónica la posición de los cepos explosivos que rodeaban el campamento improvisado de los visitantes que, confiados y aturdidos por la emulsión Johnson's de colonias frescas que Gargamel había ordenado lanzar desde los hidroaviones, no habían dejado más vigía y, ahora, pagarían por ello. Se trataba de conducir a los prisioneros hasta las cuevas del bidet, al otro lado de la laguna Bañera, donde se encontraba el centro de mando gargamelita. Los maniataron, los amordazaron y los llevaron vendados hasta el camino principal. Allí esperaban los camiones de Cobra, calentando motores. Apenas habían recorrido unos metros cuando se oyó un estruendo en el cielo que hizo temblar árboles, camiones y fluidos en general. Desde los cielos, tronó la voz del dios-mamá, acusadora:

-¿Ya estás otra vez jugando con tus viejos muñecos?. P, hijo, que tienes veintinueve años, por el amor de dios, ¿es que no pretendes madurar nunca?. ¿No piensas dejar atrás los ochenta de una vez?. La cena está lista, acaba ya.

La aventura, largamente planeada en tediosas tardes laborales, se disipaba como el agua burbujeante por el desagüe, mientras Gargamel, Pitufo Poeta, Sophie, Chewbacca y todas las tropas de asalto disponibles, se juntaban en el arcón de los juguetes, a la espera de una mejor ocasión, acechantes, planeando.