Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Tuesday, October 30, 2007





Buttercup: We'll never succeed. We may as well die here.






Wesley: No, no. [still gasping] We have already succeeded. I mean, what are the three terrors of the fire-swamp? One, the flame spurt - no problem - there's a popping sound preceding each. We can avoid that. Two, the lightning sand which you were clever enough to discover what that looks like, so in the future we can avoid that too.






Buttercup: Wesley, what about the R.O.U.S.'s?






Wesley: Rodents Of Unusual Size? I don't think they exist.






No me parezco al gemelo que me devuelve el espejo y que veo y remiro y al que constantemente saco defectos y taras y nuevas canas: no me siento parecido a ese que me mira y cuya diestra debiera ser idéntica a mi mano izquierda. A veces, rayuélicamente, toco en el espejo bultos e inferioridades que no encuentro en mi propio cuerpo y me pregunto -acercándome acaso a Borges así- si no seré yo la ficción de ese hombre (y el sustantivo es exagerado) que atentamente me mira y estudia, o será él la mía, el protagonista de la novela de mi vida (y al que, por tanto, espera una muerte segura en el transcurso de esa novela, o en su final: no tengo pensado morirme a no ser que lo haga en un libro) No soy yo el del espejo: es más bien mi exageración, mi remedo, mi marioneta, tal vez mi trasunto, pero definitivamente no yo. Quizá sea la resultante de la elongación excesiva de mis defectos y virtudes -si hubiere-, mi presentación maniquea. Todo esto pensé al encontrarme con Tim Robbins el viernes pasado por la tarde, al salir del DIA con la compra semanal: aunque no era exactamente Tim Robbins: un poquito más gordo y algo más bajo, vestía un mono blanco de pintor de brocha gorda con monotirante, sobre jersey de lana y botas rockeras: no era Robbins, en fin, pero quizá sí su doble o su caracterización para emular a un pintor en su próxima película: el pelo y los ojos son inconfundiblemente suyos, no hay error.










Esto, ya digo, sucedió la otra tarde y desde entonces le estoy dando vueltas a la cuestión de los dobles, tan manida en la historia de la literatura universal. Creo que fue Unamuno el que mejor -y más tediosamente- reflejó esa esencia duplicada que todos tenemos, las dos caras de la moneda, Caín y Abel bajo la misma máscara, bondad y traición. Lo del espejo, hay que reconocerlo, es un recurso facilón, aunque muy útil para provocar ciertos desdobles. Y no ha sido hasta hoy que he encontrado el aglutinante perfecto para poder hablar de estas cosas sin sentirme un perfecto estúpido: esta mañana, al abrir el portón del almacén para inaugurar otra jornada más en la granja de pin y pon, me he encontrado con la megarata que lleva dos semanas dándonos esquinazo y usando las trampas para jugar a la petanca, y el veneno para sazonar comidas. Era el único que aún no la había visto y a fe que es del tamaño de un diplodocus: enseguida pensé en los ROUS's , claro, en los Rodents Of Unusual Size, los RAG de la versión en castellano de The Princess Bride, los roedores de aspecto gigantesco. Fue entonces cuando volví a sentirme duplicado, como el viernes frente al espejo: podría contarle a los demás que había visto por fin a T-Rat pero a nadie podría decirle que me sentí un poco como Weasley en el Pantano de Fuego y es que, desde que Albert se largó de Prekol para vender enciclopedias, soy dos personas: el que trabaja y el que cuenta.




Y a mis inseguridades, una más: el otro día un peugeot 206, alocadamente pilotado por una señora de mediana edad, se empotró de lleno contra los matorrales que rodean el patio prekoliano, con el subsiguiente revuelo de guardiaciviles, ambulancias y morbosos viandantes. Al día siguiente vi una foto del siniestro en las páginas interiores de La Nueva España: en la esquina superior izquierda, testigo mudo, aparece la parte trasera de mi coche aparcado. La indignación fue total: mi coche salía en los papeles y yo no. Llevo unos días padeciendo el síndrome Conan-Doyle, o el Agatha-Christie: ambos tuvieron que ver cómo sus criaturas alcanzaban mayor fama que ellos mismos. La relación entre criatura y creador no es más que otro caso de duplicación especular que eleva mi Yaris a la altura de un Sherlock Holmes o un Hercule Poirot: no sé qué tal se le dará a mi coche resolver crímenes pasionales o robos furtivos aunque, eso sí, no tengo intención de acabar con su fama matándolo, ni siquiera por celos, es más mono...












Sunday, October 21, 2007

Hoy he estrenado la estufita para pies de aire caliente que usamos, como chocolate para sexo, a modo de calefacción en Velázquez seis. Como al final ninguno de los planes de mudanza y expansión han llegado a buen puerto, nos disponemos a atravesar otro invierno de penurias y congeles, sumamente cigarras: cero recolección, despensas telarañas y unos guantes raídos. Inaugurada, en fin, la temporada otoño/invierno 2007/2008, entiendo que en otros lugares la gente andará empaquetando monokinis y camisetas de tirantes y desempaquetando anoraks y jerseis de cuello vuelto. Nosotros, que no somos como los demás, disponemos de un armario monofondo repleto de ropa de entretiempo (calculamos que el mundo comenzará a darnos la razón cuando el cambio climático convierta la vida en un otoño perenne con ventiscas y mala leche), así que ahorramos en cajas para ropa lo que nos dejamos en kilowatios/hora, qué derroche compensatorio. Sea como fuere, la sociedad Baxter&Cortázar adora este tiempo de castañas que comienza con octubre y que durará, si Thor permite, hasta que a Albert le dé por alcanzar al fin la treintena y todo huela a turrón, a bombillas de colores y a felicidad ficticia.









Creo que ya he hablado en otra parte de mi prematura llegada al mundo, de cómo, cuenta mi madre, ni siquiera le había dado tiempo de llegar hasta las escaleras del sanatorio Begoña, apenas siete meses y medio después de comenzada mi gestación, y ya me iba deslizando pierna abajo en busca de mi primera bocanada. Hoy, veintinueve años y catorce días después, sigo disfrutando del pequeño placer de respirar mientras ese otoño lo va invadiendo todo con sus heladas matutinas y sus hojas como alfombras. Largos días han durado los festejos conmemorativos de mi vigésimo-noveno aniversario y uno se siente un poco como Bilbo Baggins cuando, poco antes de comenzar su tan esperada fiesta de cumpleaños, le confiesa a Gandalf -o quizá es que se lo advierta o solo se lo asegure-: This will be a night to remember. A fe que lo ha sido: estoy celebrativamente agotado, necesito darme al pause, regenerar energías.









Entre tanta celebración nos ha ido dando tiempo a perfilar el fin de año más esperado de los últimos lustros: el club qtal al completo -menos andrés, que se quedará para vestir santos y negociar hipotecas, venga- coge las maletas para recibir el 2008 en Trafalgar Square: matasuegras, descocadas y ambarinas londinenes, puede que nieve. Para Velázquez seis será, el esperado regreso a Howard's End, la culminación de un año sorprendentemente móvil (no me llaméis tanto, que se saturan las líneas) que actuará como prólogo del planeado y transoceánico y anheladísimo viaje del año próximo: NY, échate a temblar.

Thursday, October 11, 2007


Antaño, cuando el mundo era más civilizado y aún se podían comprar garrafas de medio galón de whiskey en la trastienda de la taberna de Peacock, había un camino empedrado que iba desde la estación hasta Main Street: todavía recuerdo el revuelo que provocó en el pueblo la llegada de los camiones rojos de Transfer Ltd. y cómo los chiquillos se agolpaban en el andén para ver trabajar con la pala y el azadón a Bob Armsfield y a los muchachos del aserradero, repartiendo la grava que descargaban los camiones. En aquel entonces todavía llegaban dos trenes a Stovington: el de las doce, impuntual como una dama irlandesa (si ello fuera posible), y el de las cinco, el mercancías. Si la epidemia de gripe noruega del 67 no se lo hubiera llevado consigo primero, al pobre Bill Fivepence, el casero de la estación, lo habría matado el disgusto de ver cómo la maleza ha ido creciendo por sobre los rebordes del viejo camino empedrado y cómo la civilización lo ha convertido en una jungla de latas de cerveza, preservativos y envoltorios de donuts.
Ahora apenas quedan rescoldos de aquella vida de estación en la que el tren era el progreso, el cordón umbilical con el que Stovington se alimentaba de la gran ciudad. Los bancos de madera -hinchados por la humedad, envejecidos, carcomidos, pintarrajeados-, la casa de las herramientas y la estafeta de correos aún permanecen en pie, al igual que la farola en la que Ethel Nithtingale rechazó al pequeño de los Winmasour delante de medio pueblo. Largos años se habló de aquel desplante, de cómo el joven Raphael se había alistado al día siguiente, de las cartas que aún le mandaba desde el frente y que Ethel guardaba sin abrir en una caja de sombrero parisino, de las exequias y la bandera a media asta y el luto oficial que duró una semana, aunque Miss Nightingale se lo pasara por el forro de sus enaguas largándose de juerga a la ciudad con Nick Cavel y sus amigotes. Sí, hay cosas que siguen en pie pero no son ni siquiera sombras de lo que fueron entonces: no conservan su vitalidad, ni su empaque, ni su magia. Yo sigo aquí, como antaño, más viejo y agraviado, más sucio, con las letras apagadas y ya inservible: no quedan trenes a los que dar la bienvenida a Stovington: hace años que no se detiene ninguno ante este cartel de estación.
La primera -y mucho mejor- versión de este relato se encuentra en el blog de mi bro www.tommybaxter.blogspot.com (si escribiera más, ay). Ambos están confeccionados a partir de una foto del menor de la saga, www.fotolog.com/editorialaljor