Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, December 23, 2013

Constante amor

Querida Silvia:

Te escribo porque a veces me parece que no era coña aquello de darnos un tiempo. Podría llamarte pero sé que a estas horas no cogerás el teléfono, como nunca lo haces en horario de oficina, mientras despachas facturas y asientos contables. Además, estoy en la consulta del dentista -no es nada grave, no te preocupes, apenas una revisión- y no me parece el sitio ideal para quererte en voz alta: hay algo entre el sabor del anestésico local y el ruido del torno que es la aniquilación del romanticismo. Así que te escribo y como no tengo papel ni boli lo hago directamente en el bloc de notas del teléfono móvil. Quizá luego, cuando llegue a casa, pase a limpio la carta y te la mande: me parece importante compartir contigo unos cuantos destellos de cariño y homenaje, supongo que estas pequeñas cosas son lo que otros llaman quererse: ya sabes que nunca he sido muy bueno para las definiciones. Hay una señora dos sillas incómodas más allá que no para de mirarme. Tiene la mano envuelta en un pañuelo y el pañuelo apoyado en un espantoso flemón que le supura y le palpita. Me mira y me censura, creo que es una de esas mujeronas de vida pavorosa que odia la tecnología y la felicidad. Le llora un ojo pero es incapaz de cualquier melancolía. Sé que está deseando introducirme el móvil sin pomadas por vía rectal, lo veo en sus cejas retorcidas y en su frente sin novedad. Me está poniendo nervioso y no me deja adorarte como es debido, no paro de pensar en adjetivos turbulentos y rellenos de cianuro y supongo que es otra explicación, pero esta vez odontológica, a la ausencia de fluidez normativa que siempre ha habido entre tú y yo. Nosotros es un intrincado sendero pedregoso lleno de obstáculos y de actores secundarios, una angosta carrera de ciento diez kilómetros vallas sin depilar y sin dorsal. Y ahora que lo escribo me está sentando de cine esta asunción alambicada, si no detestara a los griegos diría que escribirte es catártico y euclídeo, aunque de esto último no estoy muy seguro. Por lo tanto, te propongo que cuando la recibas -si al final llego a casa y la reviso, la considero digna y te la mando- me contestes a vuelta de correo y experimentes los efectos purificadores que tienen los besos por escrito. Porque después de tus últimas frases creo que nos merecemos una tarde noche de reconciliación, confidencias y largos besos. Estoy seguro de que no pensabas en serio eso del tiempo, que era un toque de atención, una manera de advertirme que tenga cuidado en lo sucesivo, que mi inacción, mi pereza, mi desgana y mis rarezas podrían estar fracturando el amor que con tanto tacto nos tenemos. O nos profesamos, no sé si el amor se tiene o se profesa, lo que sí estoy seguro es de que se transpira, se oxigena y se marchita, sobre todo cuando no lo riegas con paciencia y atenciones. Bueno, y si estás muy ocupada y no me puedes contestar de tu puño y letra, dame un toque al teléfono o pásate por casa y lo charlamos: nuestras diferencias son tonterías frugales de solución sencilla. Escoge el medio que prefieras pero dime algo pronto que han pasado ya tres años desde que te fuiste de casa y no quiero pero empiezo a pensar que lo decías en serio. 

Te quiere, 

José Luis. 

Friday, December 06, 2013

Cuento con moraleja -taller literario III-


      Un Palacio en la moraleja




      Acuciado por las prisas busqué refugio en la prensa local. Por culpa de mi ética relajada, o por total ausencia de interés, los cuentos con moraleja siempre me habían parecido absurdos o superfluos así que era incapaz de escribir ninguno y pensé que quizá alguna noticia del periódico pudiera darme una idea. Como es habitual desde que estoy en el paro, me puse a leerlo de dentro afuera, dejando para el final las noticias de política internacional, la televisión y el tarot, y empezando por los avisos personales y las ofertas de trabajo. Enseguida un anuncio captó mi atención: “Se requiere consejero real para monarca venido a menos“. Adjuntaba un número de teléfono y un nombre de contacto, un tal Luis Gonzaga. El asunto me parecía divertido, e interesante, así que prioricé el patético estado de mi cuente corriente sobre mis profundas convicciones republicanas y llamé a Gonzaga, que me citó en palacio al día siguiente. 

      Aunque de palacio tenía poco: era más bien un piso coqueto, exterior, todo de parqué, de unos 120 metros y situado en un bloque de viviendas al final de la calle Ezcurdia, casi llegando al Molinón. El propio Gonzaga me recibió, me enseñó las diversas estancias -salón de música no había, biblioteca sí- y me contó por encima en qué consistía el trabajo. El monarca, me dijo, o su majestad, no es un rey real, con posesiones y rancio abolengo, es un joven alegre y decidido que sufre la enfermedad de hubris, o de Aquiles, un mal poco común que le mantiene recluido en casa padeciendo insoportables e inconstantes delirios de grandeza. De ahí que se crea real. La suerte de haber nacido en el seno de una familia con posibles le permite rodearse de una corte de ayudantes valiosos y, para él, fundamentales: sin nosotros no podría vivir. Yo soy el ujier y estoy interno, al igual que el chambelán y la doncella. Otros ayudantes, como el senescal, el maestro de capilla o los condestables -no pregunte para qué necesita su majestad condestables si no hay caballerizas y mucho menos caballos-, esos,  van y vienen. Su último consejero lo dejó el mes pasado aquejado de unas fiebres reumáticas y aquí es donde entra usted: sus deberes son vagos y cambiantes, dependen del humor y las necesidades del monarca, que le irá pidiendo, a cada paso, consejo sobre asuntos de la más diversa índole. Si le interesa el puesto, empezaría mañana. 
      He trabajado en sitios peores así que acepté, aunque la soldada no fuera digna de todo un consejero del rey. La verdad es que el curro era sencillo y su majestad bastante fácil de llevar. Desde el principio congeniamos: charlábamos constantemente sobre historia o astronomía o fútbol sala, mientras yo le aconsejaba prudencia en el color de los calcetines y si era mejor té o café después de una comida poco calórica. Podía haberse convertido en el trabajo de mi vida, pero entonces apareció ella. Judith era la dama de compañía y venía a palacio todos los miércoles a pasar la tarde con su majestad, al que ella -y solo ella- llamaba Jorge. Caer en sus redes de intensos abrazos y furtivos besos fue cuestión de semanas, aunque yo me hubiera lanzado sobre su estela el primer día, en cuanto la vi deslizarse por la alfombra del pasillo embutida en un traje dieciochesco y con la cabeza plagada de tirabuzones y ambrosía. Hubo promesas, se habló de huir juntos a algún reino muy muy lejano, de robar un caballo y empezar de cero en cualquier parte, pero el destino tenía preparado para nosotros otro final más trágico. Incautos, como solo pueden ser los enamorados, dimos en yacer en la cocina a la hora de la siesta y un inesperado  bocadillo con jamón de media tarde nos pilló con las enaguas al viento y los pudores coleando. Se armó un revuelo de mil demonios y, después de un corto juicio sin muchas preguntas, a ella la condenaron al destierro y a mí a morir decapitado. Verdugo que yo sepa no tenemos pero mientras tanto y no aquí estoy, encarcelado en una celda que es más bien una despensa, mantenido a pan y agua y esperando que todo esto se resuelva pronto porque la tensión me está matando. A Judith no he vuelto a verla.