Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Wednesday, January 30, 2008

Cartamor (proyecto para concurso)



No sé si es adecuado pensar en ti cuando aún estás ahí, al otro lado del cristal, agitando la mano y fingiendo pucheros, como si esto fuera una estación de verdad y el autobús interurbano en el que me acabo de subir fuera a cruzar el mundo, a llevarme lejos. Yo imito a Hannibal Lecter pegando la cara contra el cristal, sacando la lengua, simulando estar preso, y mis ademanes carcelarios te provocan media sonrisa. Pienso que por esa sonrisa sería capaz de empeñar un riñón, de inventar la cura contra alguna enfermedad mortal, de conquistar un imperio o de capitular un fuerte. Pienso también que, por muy alejado que estuviera ese otro lado del mundo, al que figuradamente este bus planea llevarme, ninguno está tan lejos como para separarme de ti, de tu sonrisa mediada, de tus pucheros de estación. Pienso, en fin, que si en lugar de escribirte mentalmente esta carta mientras aún estás ahí, al otro lado del cristal, del mundo, me bajara ahora que aún no arrancamos porque una señora sigue rebuscando en el fondo de su bolso unos céntimos para pagarse el billete, y en la calle todavía hay gente esperando para subir, si tuviera uno de esos impulsos que el amor provoca -¿o es el deseo?- y bajara de un salto y me echara en tus brazos. Pero no, seguro que no me daría tiempo, con mi suerte la puerta se cerraría seccionándome media pierna, o al bajar descubriría lo que en el fondo ya sé o quizá solo sospecho, que todo es diferente en la calle, del otro lado del bus, de la realidad. Se me ocurre una metáfora tonta y es que yo aquí, sentado, en mi silla de plástico rojo, adocenado, encajonado, numerario, calidad de bulto, uno más del rebaño, intentando verbalizar la calidad de nuestra relación y su terminología y su destino; y tú, ahí fuera, pañuelo al viento que remueve tu pelo y te semioculta, salvaje y hermética, peregrina, arbitraria, inexpugnable, como si desde el principio, desde los primeros besos erráticos y finisemanales, hubiera habido cristal entre nosotros, cristal maleable, con cierta permisividad hacia el contacto fugaz, delirio de reo ante un vis a vis inocente, sin derecho a bis ni a bis, pero cristal al fin y al cabo. Y separación y distancia y diferencia y duda.



Y bastará con que el autobús arranque para que empiece un juego tácito entre nosotros, una manera de tantearse vía móvil. Apenas quede atrás la parada de Los Mártires ya mis dedos buscarán teléfono y mis neuronas verbos con los que definirte e impactarte y tal vez abrazarte -todavía es pronto para quererte por escrito, creo-. Escudado detrás del teléfono me atreveré, quizá, a decirte cosas que mis brazos ya gritan pero que mis labios se niegan a reproducir porque hay en ti gestos a veces, maneras de mirar al cielo con mohín, frases entrecortadas y silencios inoperantes que invitan a la cautela, a no decir más que lo justo, a quererte en silencio y a esperar que toda precaución sea injustificada y que de pronto sea a mí a quien ves cuando me miras. Sí, el escudo, la palabra con acuse de recibo que es un arma de doble filo, los extensos dobles mensajes que raras veces contestas con otra cosa que no sean evasivas o cambios de tercio. Pero actúo guiado por una fuerza mayor de origen desconocido -o cardiaco- y aunque sé que no me beneficia en nada escribirte, que si pudiera ignorarte todo me iría mucho mejor, (la vida, la ansiedad, la caída del pelo), te escribo con fruición y alopecia, te hago partícipe de lo que me sucede cuando me siento en cada autobús que me lleva al otro lado de la ciudad, de mí mismo, ese lado en el que tú me esperas con una sonrisa y en el que los pucheros de no verme no son nunca ficticios, ni los besos erráticos y con sabor a tequila. Escudos, mensajes, distancias, cristales y ansiedad: a mi alrededor todo se va como enfangando, llenando de tropezones, de aristas ariscas, de manchurrones, y tu imagen en la calle se difumina, se distorsiona, se emborrona. Y cuando me decido a no perderte, a saltar a la calle, a dejar de escribir cartas mentales de amor, alguien le ha prestado un euro a la anciana del bolso y se oyen ruidos de motores y las calles, las casas y tú empezáis a distanciaros. Antes de llegar al Parchís ya te he mandado dos mensajes: una de dos, o me gustas mucho o soy imbécil.

Tuesday, January 29, 2008

Los finales posibles -a novel-


Lo pienso ahora, confrontando las fechas en el periódico, y el mío tuvo que ser uno de los primeros casos de Pevarelo, cuando la lingüisticología estaba aún en pañales o era un proyecto o ni siquiera eso, cuando todavía Pevarelo recibía en su consulta de Ezcurdia 124 y las tardes las pasaba con sus amigos de la peña Barrio de la Arena jugando al mus y bebiendo carajillos, cuando ninguno de los dos éramos famosos (aunque yo no llegué a serlo del todo nunca: es cierto que mi segunda novela se vendió bien, que incluyeron mi nombre entre los precursores del hipermodernismo literario, o hipernismo, pero pronto mis libros empezaron a ser más curiosidad de librería de segunda mano que otra cosa y dejaron de invitarme a tertulias radiofónicas sobre el futuro de la novela en lengua castellana o a charlas en centros de día en las que, como excusa, principiaba disertando sobre poesía renacentista, mi viejo tema de tesis, para terminar ayudando a los asistentes con alguna carta de amor o con la lista de la compra)

Su teléfono me lo consiguió Sergio Agra, un amigo común, habitual de las timbas de los martes y poeta menor en la intimidad. Quizá pueda ayudarte, me dijo cuando le expuse el caso, ya ha tratado con cosas así antes. Más incrédulo que escéptico -y un poco chafado: creí que mi incapacidad era única, que nadie habría padecido algo así primero, que le darían mi nombre a la enfermedad- concerté una cita con su secretaria soltando como de pasada el nombre de Agra y fingiendo una ronquera intermitente. Mientras me preguntaba vaguedades sobre la calidad vitamínica de mi dieta, Pevarelo me pareció atento, cordial, afable y a la vez enérgico, vivaracho, puede que algo travieso. Después de veinte minutos de lugares conocidos, amigos comunes y estrenos cinematográficos, me obligó a ir al grano. Había estado, le expliqué, escribiendo toda la tarde y en mi habitación algo olía a estancado y como a coliflor. Decidí abrir las ventanas, parar un rato y bajar a la taberna de Julián a tomar un mosto y a leer la prensa deportiva. Así que dejé al teniente Matellán, con la reglamentaria desenfundada, en la esquina de Velázquez con Martínez de Castro, esperando. Aunque llovía, seguí contándole a Pevarelo, me preocupaba que el lector ocasional pudiera malentender que yo era uno de esos escritores torpes que se valen de las circunstancias climatológicas para crear ambientes oscurecidos, tenebrosos, admonitorios y no exentos de peligro (si llovía, en fin, era para poder introducir en escena el paraguas que habría de salvarle la vida a Maite en el capítulo noveno: Maite no era, según la había ideado, una de esas mujeres previsoras que llevan el paraguas en el coche por si acaso, porque han dicho en la tele que hay riesgo de precipitaciones y marejada, fuerte marejada, con posibilidad de mar gruesa). Y sin embargo Maite no aparecía. Inconscientemente retardaba el encuentro entre la chica y Matellán, lo había ido llenando todo de frases subjuntivas e incisos parentéticos como los de las descripciones peregrinas de alguno de los casos más sonados del teniente (así mencionaba, verbigracia, el misterioso asesinato del vicerrector de la universidad de Écija o el caso del secuestro de los gemelos Berenguela Díaz y cómo Matellán logró detener al vecino del tercero, fulano algo sonámbulo, bipolar y con tendencia al morapio de tetrabrick): inconscientemente, ya digo, postergaba el inevitable encuentro no fuera a ser que también Matellán terminara enamorándose de Maite y mi novela se volviera impracticable por decimonónica. Al volver de lo de Julián, con las ideas y el aire renovado, quise ponerme a trabajar en unas cuestiones de estilo del capítulo cuarto y enseguida me di cuenta de que algo no iba bien: cada vez que pretendía entrar en detalles me mostraba incapaz de usar los adjetivos necesarios para la ocasión -aunque pudiera pensarlos y también verbalizarlos-, daba absurdos rodeos perifrásticos para evitar escribir verde o cuadrado o aun brutal o maravilloso. Y así estoy: sustantivo mi novela, sí, pero son solo nombres sin apellidos ni personalidad, vagos, obtusos, generalistas, abstractos, difusos, neblinosos. Ya me oye, doctor, yo no sé describir nada sin adjetivos: ayúdeme, se lo suplico.


Pevarelo me tranquilizó con unas palmaditas en la espalda y un café con leche, asegurándome que mi incapacidad no tenía nada de frenopático y que él prefería pensar que se debía a un exceso de atributación copulativa en mis textos -o de fósforo en mi alimentación-. Me instó a leer más a Joyce y a comer menos pescado, prometiéndome que en unos meses los síntomas irían remitiendo. De mala manera, logré que mi editor postergara el plazo de entrega del primer manuscrito, empecé a comer más carne roja y a leer Dublineses. En seis semanas el asunto era historia. Como agradecimiento, le dediqué a Pevarelo la novela de Maite y Matellán, que se publicó con el nombre de Los finales posibles. Hoy ya no escribo, trabajo como cajero en un banco y no he vuelto a ver a Pevarelo desde el día en el que salí de su consulta. Me he acordado de él porque han dicho en la radio que salió ayer de la cárcel: me alegro, es un buen tipo.

Monday, January 21, 2008

El hombre estacional (confieso que he bebido)







Sí, enemigos y demás vecinos, así tengo calculado que se vaya a llamar la biografía novelada de mis sobresaltos por la vida, esa en la que incurriré invariablemente dentro de, digamos, cincuenta años -conexión digital con madera ad hoc-, y en la que contaré con pelos y señales mi relación con el mundo, con el alcohol, con vosotros y con el tipo estrábico que vive en el tercero B. En un plagio no muy disimulado de la de Neruda, pero a la manera de García Márquez, contendrá unos sesenta años de lo mejor de mí mismo así que, hijos míos, estad dispuestos a ser famosos hacia el 2057, plus-minus (eso si no lo habéis conseguido ser antes por méritos propios) Tengo, incluso, preparado ya el primer párrafo del capítulo que dedicaré a Velázquez seis:


[Al llegar a casa me senté en el suelo del pasillo, a medio camino entre la que solía ser habitación de Albert y la mía, en el breve espacio que separa la cocina del salón (el aumentativo es exagerado, era más bien sala de estar o salita), apoyé la espalda en la pared, cerré los ojos y pensé en todos nosotros. Pensé también: morirá una pequeña parte de mí cuando cierre la puerta de Velázquez seis por última vez, se quedará atrás con los fantasmas que siguen poblando los pasillos de recuerdos, con las marcas indelebles de lejía que sobreimpresionan los lugares en los que Berli acostumbraba a más infinitivo, con la pata desencajada de la cama de invitados, con la campana ennegrecida desde el día en que casi se me flambean las cejas intentando un arroz tres delicias, con dos años y medio de conversaciones y risas y llantos y siempre una botella de ron en la alacena. Y eso que debería estar acostumbrado, me he pasado media vida cambiando de casa y de desodorante y de personalidad.]



Entiendo que lo del helicóptero tenía un poco del deus ex machina grecolatino y otro poco de aquello que decía Billy Wilder sobre cómo atrapar al espectador: si Cary Grant entra en una casa por la puerta, al comienzo de la película, el tema no pasa de anecdótico, ahora si empiezas esa peli con Cary Grant entrando en la misma casa pero por la ventana -y torpemente- obligarás al espectador a preguntarse las razones que habrían llevado a nuncaherotounplato Grant a allanar así la morada de alguien, qué avatares le habrían conducido al pobre a comportarse con semejante actitud delictiva, de quién sería la culpa de...: el espectador, entonces, será tuyo. Así que los avezados publicistas ochenteros hacían bajar a aquel tipo trajeado, que tenía cierto aire a Torrebruno, de un helicóptero con un micrófono en una mano y una tarrina de tulipán en la otra, en medio de una explanada, quizá la salida de un colegio en hora punta, repletita de madres y polluelos con mochilas y bocatas. Puede que fuera la mente sucia que va asociada a la adolescencia fervorosa y hormonal, pero siempre creí que aquel tipo miraba con lascivia a una de las madres, que yo recuerdo cuarentona, con falda lisa azul marino, camisa blanca de seda imitación, collar de perlas y peinado bucle voluminoso; la miraba, ya digo, comiéndosela con los ojos y -a los míos- en lugar de ofertarle untar de margarina el bocadillo de su hijo, le enseñaba burdamente el micrófono, tentándola con símbolos fálicos y lubricantes cien por cien vegetales.


El caso es que (y a eso viene lo del hombre estacional), de igual modo que la primavera me abisma sentimentalmente y el otoño me mustia, por el lado de la clorofila, el invierno tiene poderes hormonantes sobre mí, me provoca constantes deseos carnales y pruritos sexuales que me alinean con el tipo del helicóptero del tulipán y su mirada sucia y su micro insinuante. Poco me falta, en fin, para restregarme bovinamente contra todo tipo de postes y farolas. Es como una interminable luna llena sin balas de plata ni desfogue posible. Por eso suelo recluirme estos meses del año en mi celda velazquiana, para salir en cuanto el deshielo empiece a gotear sobre los alféizares. Ni siquiera Don Carnal consigue que me ponga un antifaz -yo, el más firme defensor de la máscara y la ficción- y salga a la calle con ánimo rozante y perfume llamativo.


Viva el onanismo, en fin

Saturday, January 19, 2008

Le encantaba aquella palabra, tableta, la repetía una y otra vez mientras hundía la minipimer en la masa verdeazulada (a simple vista parecía un túmulo de algas cianofíceas, y también un cúmulo) que el agua estaba convirtiendo en un barro espumoso con tropezones. Los huevos, (y la sal y el perejil), estaban sobre la encimera, reunidos en sus dosis necesarias dentro de un bol gris de los de Ikea, esperando su turno, su turno-tableta. También le gustaba gragea pero ésta era más gutural, más salvaje, más visceral, más atávica si se quiere, no tenía la elegancia, el porte, la sencilla naturalidad de tableta, tableta, ni su líquida resistencia. ¿No sería que los efluvios, las partículas en suspensión surgidas del troceo indiscriminado de las pastillas con la batidora, eran ya lo suficientemente nocivas como para? A qué si no ir pensando estas tonterías en un momento así, ahora que el sentido de la vida, la desasosegante necesidad de un dios y la obligación estética de una muda limpia debería ser lo único preocupante -y ni siquiera-.

Fue al salón a encargarse de los últimos detalles -la mesa preparada, el butacón junto a la ventana, el Protos a 15.2 grados, Sarah Brightman cantando ya Think of me en su insuperable versión de El fantasma de la ópera- mientras se calentaba el aceite en la sartén. Al volver a la cocina le impresionó que la niebla pastillera aún no se hubiera disipado: sintió frío y empezó a temblar, como sorprendido por una inesperada corriente de aire. Es curioso, se dijo, cómo el cuerpo -el cerebro, la mentetableta- reacciona ante ciertos estímulos: ve niebla y responde con frío; ¿o me habré dejado abierta la puerta de la terraza? Pese a sus temores previos, la tortilla resultó lo más sencillo: el huevo se fue coagulando por sobre el barro verdoso, dándole a la resultante un aspecto nada apetitoso, de detritus, de algo orgánico en descomposición. Odiaba la tortilla francesa y eso le daba al asunto un toque mórbido y otro de superación que estuvo paladeando mientras la ponía en un plato, cogía algo de pan y llevaba la bandeja al salón. En el tocadiscos, los muchachos del fantasma estaban a punto de carnaval y tras la ventana se preveía la noche.

El primer mordisco fue el más complicado: no estaba convencido ni del sabor, ni de las consecuencias de lo que iba a hacer. La tortilla de fenobarbital estaba templada y sabía a lata, como si lamiera un tapacubos oxidado. Era difícil de tragar, pero el vino lo fue poniendo todo en su sitio: incluso le animó a mojar pan en la salsa viscosa. Al terminar, retiró la bandeja y, un poco mareado, (será el vino, aún es pronto), se levantó para ir hasta la ventana. Luego, se acomodó en el butacón para ver caer la noche. Esperando otra niebla, tembló un poco más y se abandonó a pensamientos estrafalarios, ajenos e incriminatorios. A ti sola, pensó, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya. Ausencia y muerte veo en la partida, pensó, si no me has de escribir te doy por muda y si no has de volver te doy por muerta. Este es el epílogo, pensó ya casi al final mientras en el salón sonaba la parte en que Christine y Raoul se prometen amor eterno -All I ask of you-, la noche en llamas, la tableta neblinosa, la postrera gragea. Me voy, me voy, pero me quedo, pero me voy (...) adiós, amor, adiós hasta la muerte.
No me gusta hacer fotos ni posar para ellas (menos aún salir de rebote, esquinado, como si fuera un mero comparsa, apenas un extra), detesto dejar constancia en sepia de las cosas que veo y visito, de las que me suceden, de las que me interrumpen y me abordan, de las inesperadas, o las queridas, o las buscadas. Nada más estéril que una tarde de café y ceniceros, sentado al borde de un sofá de cuero chocolate, visitando álbumes y escuchando historias ajenas por las que nunca consigo interesarme demasiado -peor sería si tuviera que ser yo la voz contante- y, mira, aquí está otra vez ese niño tunecino que nos seguía a todas partes pidiéndonos bombons, caramelos. Y pareciera que hay un toque de sorpresa en su voz, como si de verdad no hubieran reparado primero en que ahí está, efectivamente y de nuevo, el niño tunecino (y es cierto que hay algo suplicante en su rostro, o petitorio, en la mueca que la cámara ha recogido y que dirige a Rebeca que, sin embargo, le ignora y posa frente a un edificio puede que gubernamental) y sería extraño pues deben haber repasado esas fotos (luna de miel norteafricana, así llaman a este corpus peregrino que más bien parece un book de pareja con fondo arenisco) unas mil veces antes de ahora: yo siempre el último en pasar por su casa, el último en ser invitado, me conocen bien. Y tendría que forzar una sonrisa y quizá alguna valoración sobre lo visto, oh, qué bonito desierto, es como muy, no sé, intenso ¿y dices que esto era en Marrakech?, mientras Luis guarda el primer volumen (¿primero?, me pregunto horrorizado, ¿es que hay más?) y Rebeca vuelve de la cocina con un bizcocho de yogur de aspecto siniestro y extraña forma trapezoidal. Es tarde y quiero irme, empiezo a ser esquemático, a llenarlo todo de interjecciones y monosílabos, a bostezar; pero Luis está cogiendo una barcaza para adentrarse en el Nilo y Rebeca, en plena rinitis aguda, no puede dormir y sube a cubierta a pasar la noche bajo las estrellas. Ah, digo, pero puaj, pienso, cómo se puede ser tan telefílmico.

Aunque en realidad lo que no me gusta son las instantáneas vacacionales, la historia contada a golpe de polaroid: se me da bien odiar a la gente que se inmortaliza sosteniendo en sus manos la torre de Pisa, adocenados violadores del daguerrotipo original, o delante de las estatuas más emblemáticas, o en los parques más conocidos. Yo sé que estuve en Piazza dei Miracoli y no necesito que ninguna foto casposa me lo recuerde.

Fingí un malestar intestinal difuso y me fui al baño a refrescarme la cara. Mientras ensayaba frases disculpatorias frente al espejo, Luis me carraspeó desde el otro lado de la puerta con ganas de saber si me encontraba bien y de que me fuera. Tal vez se te ha hecho tarde, dijo primero. Pareces cansado, dijo luego. Como no te quieras quedar a cenar, dijo al fin y, aquí, me imaginé la cara de túeresgilipollas de Rebeca fulminándolo desde el umbral de la cocina. A punto estuve de aceptar su oferta, más por molestar que por verdadera necesidad, pero era cierto que estaba cansado: vivía fatigado aquellos días, como anémico, un poco apático, ciertamente abúlico y unos cuantos esdrújulos desganados más, y la fatiga me había llevado al médico incluso: después de unos análisis nada reveladores, la doctora Bodelón me había recetado un complejo vitamínico que me provocaba somnolencia vespertina y erecciones inoportunas. Bostecé de nuevo pero nada se movía en la entrepierna, así que salí del baño. Sumamente hospitalarios me hicieron prometer que volvería, con más tiempo y ánimos y muchas preguntas y quizá algo de vino.