Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, December 23, 2013

Constante amor

Querida Silvia:

Te escribo porque a veces me parece que no era coña aquello de darnos un tiempo. Podría llamarte pero sé que a estas horas no cogerás el teléfono, como nunca lo haces en horario de oficina, mientras despachas facturas y asientos contables. Además, estoy en la consulta del dentista -no es nada grave, no te preocupes, apenas una revisión- y no me parece el sitio ideal para quererte en voz alta: hay algo entre el sabor del anestésico local y el ruido del torno que es la aniquilación del romanticismo. Así que te escribo y como no tengo papel ni boli lo hago directamente en el bloc de notas del teléfono móvil. Quizá luego, cuando llegue a casa, pase a limpio la carta y te la mande: me parece importante compartir contigo unos cuantos destellos de cariño y homenaje, supongo que estas pequeñas cosas son lo que otros llaman quererse: ya sabes que nunca he sido muy bueno para las definiciones. Hay una señora dos sillas incómodas más allá que no para de mirarme. Tiene la mano envuelta en un pañuelo y el pañuelo apoyado en un espantoso flemón que le supura y le palpita. Me mira y me censura, creo que es una de esas mujeronas de vida pavorosa que odia la tecnología y la felicidad. Le llora un ojo pero es incapaz de cualquier melancolía. Sé que está deseando introducirme el móvil sin pomadas por vía rectal, lo veo en sus cejas retorcidas y en su frente sin novedad. Me está poniendo nervioso y no me deja adorarte como es debido, no paro de pensar en adjetivos turbulentos y rellenos de cianuro y supongo que es otra explicación, pero esta vez odontológica, a la ausencia de fluidez normativa que siempre ha habido entre tú y yo. Nosotros es un intrincado sendero pedregoso lleno de obstáculos y de actores secundarios, una angosta carrera de ciento diez kilómetros vallas sin depilar y sin dorsal. Y ahora que lo escribo me está sentando de cine esta asunción alambicada, si no detestara a los griegos diría que escribirte es catártico y euclídeo, aunque de esto último no estoy muy seguro. Por lo tanto, te propongo que cuando la recibas -si al final llego a casa y la reviso, la considero digna y te la mando- me contestes a vuelta de correo y experimentes los efectos purificadores que tienen los besos por escrito. Porque después de tus últimas frases creo que nos merecemos una tarde noche de reconciliación, confidencias y largos besos. Estoy seguro de que no pensabas en serio eso del tiempo, que era un toque de atención, una manera de advertirme que tenga cuidado en lo sucesivo, que mi inacción, mi pereza, mi desgana y mis rarezas podrían estar fracturando el amor que con tanto tacto nos tenemos. O nos profesamos, no sé si el amor se tiene o se profesa, lo que sí estoy seguro es de que se transpira, se oxigena y se marchita, sobre todo cuando no lo riegas con paciencia y atenciones. Bueno, y si estás muy ocupada y no me puedes contestar de tu puño y letra, dame un toque al teléfono o pásate por casa y lo charlamos: nuestras diferencias son tonterías frugales de solución sencilla. Escoge el medio que prefieras pero dime algo pronto que han pasado ya tres años desde que te fuiste de casa y no quiero pero empiezo a pensar que lo decías en serio. 

Te quiere, 

José Luis. 

Friday, December 06, 2013

Cuento con moraleja -taller literario III-


      Un Palacio en la moraleja




      Acuciado por las prisas busqué refugio en la prensa local. Por culpa de mi ética relajada, o por total ausencia de interés, los cuentos con moraleja siempre me habían parecido absurdos o superfluos así que era incapaz de escribir ninguno y pensé que quizá alguna noticia del periódico pudiera darme una idea. Como es habitual desde que estoy en el paro, me puse a leerlo de dentro afuera, dejando para el final las noticias de política internacional, la televisión y el tarot, y empezando por los avisos personales y las ofertas de trabajo. Enseguida un anuncio captó mi atención: “Se requiere consejero real para monarca venido a menos“. Adjuntaba un número de teléfono y un nombre de contacto, un tal Luis Gonzaga. El asunto me parecía divertido, e interesante, así que prioricé el patético estado de mi cuente corriente sobre mis profundas convicciones republicanas y llamé a Gonzaga, que me citó en palacio al día siguiente. 

      Aunque de palacio tenía poco: era más bien un piso coqueto, exterior, todo de parqué, de unos 120 metros y situado en un bloque de viviendas al final de la calle Ezcurdia, casi llegando al Molinón. El propio Gonzaga me recibió, me enseñó las diversas estancias -salón de música no había, biblioteca sí- y me contó por encima en qué consistía el trabajo. El monarca, me dijo, o su majestad, no es un rey real, con posesiones y rancio abolengo, es un joven alegre y decidido que sufre la enfermedad de hubris, o de Aquiles, un mal poco común que le mantiene recluido en casa padeciendo insoportables e inconstantes delirios de grandeza. De ahí que se crea real. La suerte de haber nacido en el seno de una familia con posibles le permite rodearse de una corte de ayudantes valiosos y, para él, fundamentales: sin nosotros no podría vivir. Yo soy el ujier y estoy interno, al igual que el chambelán y la doncella. Otros ayudantes, como el senescal, el maestro de capilla o los condestables -no pregunte para qué necesita su majestad condestables si no hay caballerizas y mucho menos caballos-, esos,  van y vienen. Su último consejero lo dejó el mes pasado aquejado de unas fiebres reumáticas y aquí es donde entra usted: sus deberes son vagos y cambiantes, dependen del humor y las necesidades del monarca, que le irá pidiendo, a cada paso, consejo sobre asuntos de la más diversa índole. Si le interesa el puesto, empezaría mañana. 
      He trabajado en sitios peores así que acepté, aunque la soldada no fuera digna de todo un consejero del rey. La verdad es que el curro era sencillo y su majestad bastante fácil de llevar. Desde el principio congeniamos: charlábamos constantemente sobre historia o astronomía o fútbol sala, mientras yo le aconsejaba prudencia en el color de los calcetines y si era mejor té o café después de una comida poco calórica. Podía haberse convertido en el trabajo de mi vida, pero entonces apareció ella. Judith era la dama de compañía y venía a palacio todos los miércoles a pasar la tarde con su majestad, al que ella -y solo ella- llamaba Jorge. Caer en sus redes de intensos abrazos y furtivos besos fue cuestión de semanas, aunque yo me hubiera lanzado sobre su estela el primer día, en cuanto la vi deslizarse por la alfombra del pasillo embutida en un traje dieciochesco y con la cabeza plagada de tirabuzones y ambrosía. Hubo promesas, se habló de huir juntos a algún reino muy muy lejano, de robar un caballo y empezar de cero en cualquier parte, pero el destino tenía preparado para nosotros otro final más trágico. Incautos, como solo pueden ser los enamorados, dimos en yacer en la cocina a la hora de la siesta y un inesperado  bocadillo con jamón de media tarde nos pilló con las enaguas al viento y los pudores coleando. Se armó un revuelo de mil demonios y, después de un corto juicio sin muchas preguntas, a ella la condenaron al destierro y a mí a morir decapitado. Verdugo que yo sepa no tenemos pero mientras tanto y no aquí estoy, encarcelado en una celda que es más bien una despensa, mantenido a pan y agua y esperando que todo esto se resuelva pronto porque la tensión me está matando. A Judith no he vuelto a verla. 

Wednesday, November 20, 2013

Vivir del cuento: historia del mendigo -taller literario II-




Hay diecisiete pasos de mármol desde las puertas batientes hasta el ascensor. En él caben seis personas adultas y tarda veintinueve segundos en subir desde el vestíbulo hasta el piso número siete, donde yo solía trabajar. Cuando empezaron los recortes éramos ochenta y cuatro trabajadores en plantilla. Ayer se bajaron en la séptima planta cincuenta y dos. Todavía no he contado en casa que me han despedido, no sé bien cómo hacerlo ni creo que haya llegado el momento de confesar así que mantengo el despertador a las seis y media todas las mañanas, me pongo el traje y salgo de casa. La única diferencia es que en vez de papeles ahora en mi maletín de cuero llevo un disfraz de mendigo y que me bajo del autobús dos paradas antes de lo que lo hacía. Y, en ese tránsito de 814 metros hasta el edificio de oficinas, me desvío un poco de mi camino, me oculto detrás de unos contenedores en un callejón apartado y me cambio un traje por otro, un disfraz por otro. Guardo el maletín en una bolsa de plástico de la que saco un arrugado sombrero de fieltro, escondo la bolsa debajo de los contenedores, me revuelvo un poco el pelo y camino durante cuatro minutos y doce segundos hasta la esquina donde ahora trabajo. 

Todos mis excompañeros pasan por delante de mí cada mañana y voy repitiendo sus nombres como una especie de oración matutina, como un conjuro de buena suerte. Aunque los conocía a todos y sabía cómo se llamaban, nunca me había percatado de que teníamos cuatro Josés y tres Eduardos, cinco Marías, dos Rebecas, seis Elenas y una Margarita, un Delfín, un Arturo y una Sonia. Ninguno de ellos repara en mí ni me reconoce, me ignoran al pasar envueltos en sus conversaciones banales, no se fijan en el mendigo desaliñado que pide limosna al pié de las puertas batientes de su oficina, aunque no me importaría que una de las Elenas, una Rebeca y al menos dos de las Marías cayeran en la cuenta y me miraran, me supieran allí y se pararan a charlar: jamás le seré infiel a mi mujer pero tengo mi corazoncito. Una vez  que todos han entrado ya en el edificio me pongo a trabajar. Como nunca llegué a mileurista he calculado que necesito ganar cuarenta y cinco euros diarios para  mantener mis balanzas y que en casa nadie note que me han despedido. Con el finiquito, en su momento, me compré una pizarra, tres paquetes de tizas blancas y una antología con los mil mejores poemas en lengua castellana y, cada mañana, personalizo mi pizarra  con la fecha y un poema de la antología que escojo al azar o según sea mi estado de ánimo o la climatología preponderante -he notado que Benedetti es mucho más lluvioso que Neruda y que éste no soporta el granizo mientras que Miguel Hernández sí-. 

Pizarra en mano, asalto a los viandantes y les dejo leer el poema escogido por el escueto precio de un euro (a decir verdad ahora ya no necesito asaltar a nadie, son ellos los que me piden su ración matinal de lágrimas y tristeza o risas y anhelos y amores eternos) Es una calle muy ajetreada así que a la hora pasan una media de quinientas diecisiete personas: basta con atraer la atención de ocho viandantes cada hora para tener cubierta mi necesidad diaria hacia las tres. Cuando eso sucede dedico la tarde a pasear por el parque, a leer la antología en cualquier banco amable esperando la hora de volver al traje, a las mentiras y al hogar. Cuando no, si por ejemplo llueve y la gente no tiene ganas de poesía y los paraguas lo llenan todo con sus fríos tentáculos avinagrados, invado la marquesina del autobús ayudando a subir al que lo necesite y brindando los buenos días con alguna flor amarilla robada para la ocasión en cualquier aburrida rotonda. De momento me va genial y estoy pensando hacer horas extra alguna noche de viernes para sacarme cuatrocientos o quinientos euros de más y poder llevar a la familia a eurodisney en agosto. 

Hay diecisiete pasos de mármol desde el ascensor hasta las puertas batientes del edificio de oficinas en el que antes trabajaba y ante el cual ahora trabajo. Hoy se bajaron cincuenta y dos personas en la séptima planta pero solo volvieron a salir cincuenta y una. Al parecer sigue habiendo recortes y despidos y no todo el mundo se lo toma con filosofía. He podido calcular que se tardan tres segundos y medio en caer desde la ventana del séptimo piso hasta el suelo delante de mi sombrero. Y en morirse. El suicidio es una salida fácil que yo nunca tomaré porque me importan demasiado las tres personas que me esperan en casa al caer la noche, así que de momento seguiré vendiendo poemas a un euro mientras me dejen, alguien me ha avisado de que la SGAE planea al acecho. 

Saturday, November 02, 2013

Madera Precoz -taller literario I-


La noche de casi verano en la que mi prima Verónica me llamó para contarme que Pinocho acababa de mudarse al segundo B, yo había ido de cena con unos amigos. Al principio no quise creerla -y no solo por el historial de ficciones y medias verdades de mi prima-: me parecía imposible que una celebridad como él fuera a acabar sus días en un pueblecito recóndito en mitad de ninguna parte, Asturias. Estaba claro que Verónica lo había confundido con otro. Luego, entre el vino del Bierzo, el ron Barceló y mi espíritu soñador me convencieron de que tal vez, quién sabe, fuera posible qué, cosas más raras se habían visto y por echarle un vistazo no se perdía nada. Le dije al camarero que me envolviera para llevar un trozo de tarta de queso casera y me presenté, zigzagueante y eufórico (controles de alcoholemia al margen) en casa de mi prima. Entre los dos, y en un periquete, pergeñamos un plan de ataque que incluía una cálida bienvenida vecinal y una generosa porción de escote -todo el mundo sabía de qué pie cojeaba Pinocho-. Nunca sabré si fue  gracias a la tarta, a la sinuosa insinuación bajo el exiguo jersey de angora de Verónica o a que el viejo muñeco tenía ganas de charlar, pero enseguida nos hicimos fuertes en el salón del segundo B, parapetados detrás de unos chupitos de orujo de hierbas, tuteando a uno de los personajes más singulares del siglo XX.

Como casi siempre en mí, primero habló el alcohol. Surqué vertiginosamente los alrededores de su mudanza, los cómo tú por aquí que a priori parecían lo más chocante del asunto -trasteando con el google earth me pareció un barrio tranquilo, respondió con pesadumbre o puede que fuera nostalgia-, y pasé pronto a temas más controvertidos, más antiguos, más sin respuesta. Yo había sido uno de esos niños pinochistas convencidos que habían bebido los vientos por aquellos ojos turbios y aquel mentón afilado y leñoso, y que se habían sentido traicionados  el 17 de marzo de 1984, el día en el que Pinocho fue acusado formalmente de la muerte de su padre. Aunque luego pareció demostrarse que no, que las causas de la muerte de Gepetto eran todas naturales, que el presunto parricida no había tenido nada que ver (y por lo tanto fue absuelto), en la calle existía el rumor de un acuerdo bajo cuerda entre el abogado defensor y la acusación estatal para salvaguardar la imagen de quien tanto suponía para tantísimos niños. Pinocho salió, pues, indemne pero muchos -entre los que siempre estuve yo- le consideramos culpable de la muerte de Gepetto y nunca volvimos a quererle igual. Así que, por todos aquellos niños, por mí mismo, aproveché que volvía de la cocina con más orujo y algo para picar para preguntarle a bocajarro: ¿fuiste tú? ¿tú mataste a Gepetto? Para nuestra sorpresa, y después de un silencio de casi 20 años, comenzó a hablar.

-No le guardo rencor, ¿sabéis? A mi padre. No le odio, aunque podría, nos dijo. Después de todo lo que me hizo. Yo era un niño feliz, de movilidad escasa y lágrimas complicadas, sí, pero feliz. Disfrutaba por las noches con mis baños de barniz o de resinas sintéticas, lo pasaba fenomenal con mis amigos en el colegio e incluso me habían dado el papel de silla decimonónica en la función teatral de fin de curso. No podía mentir pero, qué demonios, las mentiras están sobrevaloradas. Todo iba de maravilla, pero para Gepetto ese todo era poco. No le valía con que de un par de troncos astillados un hada azul hubiera dado vida a un muñeco contrahecho y jorobado, no. Tenía que seguir insistiendo, quería más, quería un niño de carne y hueso, con lo que duele la carne. Y rezó y rogó hasta que sus súplicas fueron atendidas y un buen día me desperté sin bulbos y sin clorofila. Podéis imaginar mi estupor, mi contrariedad, mi aprensión, mi soledad. (La verdad es que no podíamos, pero no se lo dijimos). Todo en lo que había creído, todo lo que era y lo que había sido, de pronto no existía. Aquella noche infecta, al volver del cole -sin amigos y sin sitio en la función del colegio: al parecer un ser humano no daba bien para el papel de silla-, intenté olvidarme de todo por un rato con un relajante baño: las resinas me provocaron quemaduras en el 30 por ciento de mi cuerpo, nadie me había explicado que los niños normales no se bañan con barniz, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre. Nunca había tenido una gripe o una depresión y de la noche a la mañana descubrí el dolor, el hambre y la miseria, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre. Años más tarde, cuando intenté llevarme a la cama a mi novia de entonces, me encontré con que había partes de mi cuerpo que aún participaban de la inercia propia de las maderas (según creo en el mundo de las hadas azules el tema del sexo carece de importancia), o quizá se habían ido al garete esa noche iniciática de resinas y quemaduras, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre, podría, pues la lista de reproches es interminable, pero no le odio. 

-La pregunta era si le mataste tú, no si le odias.

-Pues claro que sí, dijo, yo maté a ese cabrón, y volvería a hacerlo.

Mientras se lo llevaban esposado, pensé en cuán a menudo los cuentos de hadas salen mal.  

Sunday, August 04, 2013

Y cómo se llamaba la otra pata

Creo que he cambiado de escena favorita de Mary Poppins y me resulta raro no haberme dado cuenta mucho antes y pienso que quizá es porque de un tiempo a esta parte -no vienen al caso los motivos- no paro de verla (entera o fragmentada, sobre todo sus momentos más musicales) y he reparado en cosas que antaño no veía o daba por pueriles o simplemente ignoraba. Mientras que en ese remoto pasado, cuando me tocó verla las primeras veces, adoraba el Jolly Holiday y su coro de granja y su anything for you Mary Poppins, hoy prefiero un momento más gris, más triste, más intimista y mucho más real -acaso es que con los años he perdido fantasía-. Casi ya al final, cuando George Banks lleva de la mano a su familia a volar cometas al parque y cantan el Let`s go fly a kite y se encuentran allí con su jefe del banco y con Bert repartiendo globos, Mary les observa desde un ventanuco de la casa deliberadamente oscuro, hace una mueca a medio camino entre la risa y el llanto y parece que se alegra por el deber cumplido pero a la vez le da pena partir. Ahora está sola en esa casa porque los niños ya no la necesitan y pronto cogerá su paraguas y se irá con el viento a otro lugar pero mientras les ve irse por la acera y reunirse en el parque donde flotan las cometas, y se ríe y se canta, durante un agónico segundo de mueca y suspiro dan ganas de llorar. 


El año que viene se cumplen 50 años del estreno de Mary Poppins y es inevitable pensar en lo viejos que nos hemos hecho. Aún le dará tiempo a Julie Andrews, a la que el cine  ha ido olvidando, a celebrar esa fecha como celebró en 2005 el 40 aniversario de The Sound of music, aunque desde hace dos años seguro que ya no tiene muchas ganas de celebrar nada, desde que se fue Blake Edwards al que seguro recuerda con tristeza todos los días, después de 40 de matrimonio. Supongo que el tiempo solo pasa despacio en Sildavia y que a todos se nos van viendo ya las costuras, como a una película vieja. Incluso a mí, que empecé estas letras hace casi ya 7 años sin saber muy  bien a dónde ir, desvalido y a punto de los treinta, y ahora tengo una familia que me vela y me desvela. Para todos pasa, ese tiempo, pero principalmente para Harrison Ford.


Lo supusimos al ver aquellas imágenes de quinceañero despistado con pendiente diamantino y una Calista esquelética al brazo, pero ahora ya es oficial: Han Solo está muy mayor. Hemos visto 42 esta semana, la última película de baseball y sentimientos, ese género tan accidentado, que nos llega de Hollywood. Poco que decir al margen de que cuenta la historia del primer jugador negro en militar en un equipo de las grandes ligas, los Dodgers de Brooklyn, cuyo innovador y achacoso presidente es Harrison. El emotivo resto ya os lo podéis imaginar pero, si he de quebrar una lanza, diré que podría caer en el melodrama facilón, empantanándose, y no lo hace: si acaso es un poquito larga. Un 6.5 bien resuelto. Mis ídolos se van llenando de polvo. Ni siquiera imagino cómo será su -confirmada- presencia en lo nuevo de Star Wars que cocina la Disney bajo el padrinazgo de J J Abrahams (bendito tu Fringe sobre todas las series), lo que tengo bastante claro es que los días de Han Solo de lanzarse por terraplenes y pilotar naves han quedado ya muy atrás, si acaso lo veo en el papel de hipotético holograma, dando consejos a la joven generación Jedi desde un dispositivo usb. Entre tanto y no, desde aquí optamos por conservarnos en alcohol, a la espera de lo que pasar pueda. 

Monday, July 29, 2013

Gone Girl contra Greyfinger

Aunque mis letras están a veces plagadas de sexo nunca he disfrutado con la literatura erótica, no me gusta leerla ni soy capaz de escribirla, jamás podría empezar ninguno de mis cortos cuentos con un y entonces le arranqué las bragas, literalmente me cuesta un mundo soplar nucas y no tengo amplitud de miras para morder almohadas: un tipo poco sensible soy, vaya. Creo que es por la sobredosis de adjetivos: me agobia que en esos libros todo sea de una manera determinada: los brazos hercúleos, el torso rocoso, la cadera delicada y los montes jugosos, como fruta madura. A mí, cuando estoy en el cutre, si me asaltan los adjetivos suelen ser flácidos, endebles, exiguos y apagados; estoy más preocupado en mantener cualquier incipiente erección alentadora que en componer detalladas listas de sinónimos tersos y metáforas de alivio. Y en la cama me pasa igual. La realidad es ir al trabajo en autobús un 7 de noviembre, que llueva, haga frío y estés pillando una gripe de cojones, nada de una cabañita en el filo de un lago plácido con un misterioso lord inglés versado en sadismo superficial y en caldos provenzales. Y yo, de lo que no sé no escribo nunca, y apenas leo nada, para no descentrarme.


Así que cuando voy a buscar libros me incomoda encontrarme con ciertas portadas subidas de trono, intento evitar esas secciones en concreto pero pareciera que lo carnal lo invade hoy día todo -de poesía griega a dramaturgia francesa- en un avance directamente proporcional a la disminución del largo de los pantalones cortos de las niñas de 16 años.  Así, digo, no puedo evitar lanzarme en brazos de cualquier estupidez editorial con tal de prevenir otras lecturas más venéreas. Es el motivo por el que he leído estos días dos novelas que funcionan entre sí como contrapunto de lo que llamo la pretensión del escriba. Por un lado digerí con dificultad la primera novela de J K Rowling después del espantoso final de Harry Potter. Aburrida, con algún momento de nulo interés, intenta navegar en aguas dickensianas con herramientas nada dickensianas y se hunde en el Támesis de la mediocridad a pesar de que, por aquello de no confundirse en los momentos de pasión, su nuevo protagonista -aunque muerto- sea Barry, y no Harry. Lo único que hace aceptable Una vacante inusual es la esperanza, disminuida según se avanza penosamente, de que aparezca Longbottom en cualquier momento y haya alguien que se ponga a jugar al Quidditch. Un pestiño, en fin, de alguien que intenta escribir un buen libro y no puede. Los que lo consiguen una y otra vez con aparente facilidad son Preston y Child, o quizá es que escriben siempre el mismo libro y cambian, a veces, los nombres de los protagonistas. El cadáver, segunda novela del nuevo Pendergast, Gideon Crew, se defiende a sí misma con un ritmo rápido y una sucesión de persecuciones tibias y amenazas nucleares que, igual que como sucedía con los casos del viejo Aloisius, termina más o menos bien con un volveremos pronto. Se deja leer.


Y sucede de pronto que, aún con el cadáver de Harry -Querbert- templándose en las estanterías menos ruidosas, el nuevo bombazo editorial sacude las entrañas del mundillo literario. Gone Girl, tercera novela de la escritora americana Gillian Flynn. Incorporaba recomendación de Stephen King en  la contraportada, así que no pude devolverla a su estante y no me arrepiento. Quizá sea el libro del año. Muy bien escrita, divertida a ratos, inquietante siempre, consigue que te pases 500 páginas odiándolos a todos sin tener muy claro quién es el bueno en esta historia de matrimonio que se rompe pero que no pero porqué. Es un libro tan complicado de dominar que justo cuando crees que estás surcando una de Sophie Kinsella o de Marian Keyes, te salta con algo de Tarantino o de Patricia Kornwell. Pasarás un rato estupendo averiguando qué coño ha pasado con Amy Dunne. Excelente y además también salen pollas y violaciones en botella, para los amantes de Grey lo digo.


Sunday, July 21, 2013

It´s a trap -Admiral Adback said.

Tengo medio calculada una tesis pectoral de ancho calado sobre la trampa como catalizador en las películas de acción americanas de los últimos veinte años. Es un proyecto ambicioso por lo que, probablemente, nunca lo lleve a buen puerto: me aburre profundizar, siempre he sido más de pasar un poco la mopa por encima y ya. Además, cada día surgen dos o tres nuevas pelis que se adscriben perfectamente en los parámetros de mi hipotética tesis, así que en cuanto se publicara estaría ya desfasada. Un martirio, con lo que odio estar pasado de molde. Sin ir más lejos, esta semana me he tragado con Nestea una que perfectamente podría engrosar el capítulo catorce de mi estudio: G.I.Joe Retaliaton, una verdadera venganza en asuntos cinematográficos. Mala a rabiar, con su habitual dosis de tiros y puñaladas, que solo repunta milimétricamente durante la breve aparición de Bruce Willis como General Joe, o quizá era Coronel. Otras dos horas tiradas a la basura, como si sobraran.


Un lugar común en todas estas producciones -rebosantes de efectos especiales, vacías de dignidad- es la tenebrosa figura gubernamental que se esconde siempre detrás del engaño. Y es que en el cine, como en la vida, los políticos han superado ya niveles de aceptación pública solo al alcance de los violadores, los pederastas y los banqueros. Si yo dirigiera un grupo paramilitar de élite y alguien del gobierno intentara contratarme, le pegaría cuatro tiros e iría corriendo a esconderme a una cabaña perdida en las montañas rocosas. Desafortunadamente nunca he sido un gran tirador, como he demostrado con creces en ferias y romerías a lo largo y ancho de los últimos veinte años. Tampoco he visto nunca de cerca un arma, y por eso soy incapaz de escribir novela negra. Como no hay una sin tres, también he visto Objetivo la Casa Blanca, que no aporta nada nuevo a las miles de películas en las que quieren cargarse al presidente -ya ven que no soy el único que finjo matar políticos- y, al fin, ya que Bruce Willis dominaba la semana, Jungla de Cristal 5: un buen día para morir, de la que se puede decir sin temor a equivocarse que un buen día para morir habría sido si me hubiera alcanzado la muerte antes de verla.



En qué te has convertido, John McClaine, ídolo de juventud, icono de la dureza irónica, quintaesencia de lo guarro atractivo (siendo lo guarro feo algo más parecido a Mourinho). Entiendo que a los sesenta años uno no pueda arrastrarse por el hueco del ascensor con el mismo estilo. Comprendo que la camiseta blanca de tirantes manchada de grasa, sudor y sangre empieza a no sentar tan bien. Soy capaz de asimilar que ni siquiera queden malos malísimos de altura -Alan Rickman, William Sadler, Jeremy Irons, incluso Timothy Olyphant y su cara de asco glacial, si se quiere uno pillar los dedos-. Pero desnudar a McClaine, quitarle los chistes buenos, las frases lacerantes, las salidas perfectas. Engendrar un apestoso guión a base de respuestas cortas sin mucho sentido, destrozar el centro de Moscú en una persecución de casi veinticinco minutos después de la cual uno se olvida porqué se persiguen con tanto afán. Matar la saga de cristal, digo, es un crimen que debiera condenar a los guionistas en cuestión al mismo infierno que a nuestros queridos políticos. Al menos antes también te robaban pero podías ir  a ver una buena peli. Ahora, ahora el cine ha muerto y quizá nos queden las performance o MasterChef. 

Sunday, July 07, 2013

El mal francés

   Nunca he ocultado, aunque tampoco hago hincapié, que me faltan dos asignaturas para terminar la carrera. Embargado por el idealismo narrativo, creía que todo buen filólogo debía manejar con cierta soltura la lengua francesa, para leer a Proust en su idioma original y esas cosas absurdas de relumbrón. El problema es que yo odiaba el francés así que nunca me puse en serio a preparar los exámenes de junio. Como mi sagrado deber filológico no me permitía cambiar de optativa -y tan sencillo hubiera sido agarrarme al italiano, al ruso o al mandarín- y  la náusea transpirenaica no me dejaba presentarme,  inserto en ese bucle imbécil han pasado diez años. No es que esa ausencia haya sido  para mí una afrenta o una obsesión, más bien todo cayó un poco en el olvido, sepultadas mis ansias novelescas de los veintitantos por un cúmulo amorfo de responsabilidades laborales, alcohólicas y, más recientemente, paternomaritales. Simplemente lo dejé correr y no ha sido hasta esta semana que me he arrepentido a fondo de no saber francés. Me explico. 


   Ha caído en mis manos como escupido el penúltimo estallido editorial que planea convertirse en la repanocha veraniega para playas y praderas. A saber, La verdad sobre el caso Harry Querbert del joven -celos- escritor suizo Joel Dicker. Desde Twin Peaks hasta Lolita, de la trilogía Millenium a John Grisham, la crítica ha bendecido esta novela acelerada de intrigas literarias y policiales, colmándola de apellidos, referentes, veneros y deudores hasta la extenuación. Pese a que, ya confieso, no soy un completo filólogo y solo puedo leer a Dicker en su traducción al castellano, me atrevo a dejar mi granito de arena sobre el caso Querbert por si a alguien le interesara: así, a bote pronto, le sobran unas doscientas páginas de las más de setecientas que conforman al angelito. Es cierto que el meollo, el centro de la trama, la investigación del asesinato de Nola Kellergan, está escrito con acierto, mantiene muy bien el clímax y es bastante entretenido. Y si se dejara de interruptus abúlicos de tres al cuarto, de adolescentes enamorados del amor con un léxico similar al de una zapatilla vieja, le iría mucho mejor. Pero comete Dicker el error de gustarse demasiado, y en ese error naufraga ciertamente su novela.


   Por resaltar uno de los momentos flacos, más allá de los personajes toscos y predecibles, y de los diálogos juveniles, el personaje central de la novela es otra novela, la del escritor Harry Querbert, de la que constantemente se nos dice que es una de las obras cumbre de la literatura americana del siglo XX. Y si se contentara Dicker en decirlo, los lectores podríamos creer que Querbert es un hacha al aparato, o no, pero como necesita mostrarlo todo los breves fragmentos que de esta obra se incorporan en aquella se parecen más a la incontinencia verbal de una niña de doce años que le confiesa a su diario el intenso amor que le tiene a su profesor de matemáticas, que una de las cimas americanas de la literatura contemporánea. Se exhibe, Dicker, y fracasa. Si apenas se hubiera centrado en lo importante y hubiera dejado atrás esos subterfugios de apagados y escasos sinónimos, habría dado a la imprenta una manera estupenda de pasar el verano en la playa. Como no, soy incapaz de recomendarla aunque, eso sí, se lee igual que está escrita: rápidamente y sin reposo, para devoradores de vulgaridad. 


   Como el sabor de boca Dickeriano amenazaba con dejarme triste una temporada -siempre lo hacen los escritores jóvenes que alcanzan la fama escribiendo novelas sobre escritores jóvenes que alcanzan la fama- me eché al coleto  una novelita pizpireta llamada Joyland que rezuma profesionalidad por todas partes. Bien escrita, bien mostrada, con pocos pero intensos personajes, es una gozada leerla y evidencia que su autor sí que es uno de los mejores escritores americanos de los últimos cuarenta años. Será la experiencia, pero Stephen King arrolla a Dicker en solo tres asaltos. Y los lectores constantes seguimos agradecidos.