Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Wednesday, November 20, 2013

Vivir del cuento: historia del mendigo -taller literario II-




Hay diecisiete pasos de mármol desde las puertas batientes hasta el ascensor. En él caben seis personas adultas y tarda veintinueve segundos en subir desde el vestíbulo hasta el piso número siete, donde yo solía trabajar. Cuando empezaron los recortes éramos ochenta y cuatro trabajadores en plantilla. Ayer se bajaron en la séptima planta cincuenta y dos. Todavía no he contado en casa que me han despedido, no sé bien cómo hacerlo ni creo que haya llegado el momento de confesar así que mantengo el despertador a las seis y media todas las mañanas, me pongo el traje y salgo de casa. La única diferencia es que en vez de papeles ahora en mi maletín de cuero llevo un disfraz de mendigo y que me bajo del autobús dos paradas antes de lo que lo hacía. Y, en ese tránsito de 814 metros hasta el edificio de oficinas, me desvío un poco de mi camino, me oculto detrás de unos contenedores en un callejón apartado y me cambio un traje por otro, un disfraz por otro. Guardo el maletín en una bolsa de plástico de la que saco un arrugado sombrero de fieltro, escondo la bolsa debajo de los contenedores, me revuelvo un poco el pelo y camino durante cuatro minutos y doce segundos hasta la esquina donde ahora trabajo. 

Todos mis excompañeros pasan por delante de mí cada mañana y voy repitiendo sus nombres como una especie de oración matutina, como un conjuro de buena suerte. Aunque los conocía a todos y sabía cómo se llamaban, nunca me había percatado de que teníamos cuatro Josés y tres Eduardos, cinco Marías, dos Rebecas, seis Elenas y una Margarita, un Delfín, un Arturo y una Sonia. Ninguno de ellos repara en mí ni me reconoce, me ignoran al pasar envueltos en sus conversaciones banales, no se fijan en el mendigo desaliñado que pide limosna al pié de las puertas batientes de su oficina, aunque no me importaría que una de las Elenas, una Rebeca y al menos dos de las Marías cayeran en la cuenta y me miraran, me supieran allí y se pararan a charlar: jamás le seré infiel a mi mujer pero tengo mi corazoncito. Una vez  que todos han entrado ya en el edificio me pongo a trabajar. Como nunca llegué a mileurista he calculado que necesito ganar cuarenta y cinco euros diarios para  mantener mis balanzas y que en casa nadie note que me han despedido. Con el finiquito, en su momento, me compré una pizarra, tres paquetes de tizas blancas y una antología con los mil mejores poemas en lengua castellana y, cada mañana, personalizo mi pizarra  con la fecha y un poema de la antología que escojo al azar o según sea mi estado de ánimo o la climatología preponderante -he notado que Benedetti es mucho más lluvioso que Neruda y que éste no soporta el granizo mientras que Miguel Hernández sí-. 

Pizarra en mano, asalto a los viandantes y les dejo leer el poema escogido por el escueto precio de un euro (a decir verdad ahora ya no necesito asaltar a nadie, son ellos los que me piden su ración matinal de lágrimas y tristeza o risas y anhelos y amores eternos) Es una calle muy ajetreada así que a la hora pasan una media de quinientas diecisiete personas: basta con atraer la atención de ocho viandantes cada hora para tener cubierta mi necesidad diaria hacia las tres. Cuando eso sucede dedico la tarde a pasear por el parque, a leer la antología en cualquier banco amable esperando la hora de volver al traje, a las mentiras y al hogar. Cuando no, si por ejemplo llueve y la gente no tiene ganas de poesía y los paraguas lo llenan todo con sus fríos tentáculos avinagrados, invado la marquesina del autobús ayudando a subir al que lo necesite y brindando los buenos días con alguna flor amarilla robada para la ocasión en cualquier aburrida rotonda. De momento me va genial y estoy pensando hacer horas extra alguna noche de viernes para sacarme cuatrocientos o quinientos euros de más y poder llevar a la familia a eurodisney en agosto. 

Hay diecisiete pasos de mármol desde el ascensor hasta las puertas batientes del edificio de oficinas en el que antes trabajaba y ante el cual ahora trabajo. Hoy se bajaron cincuenta y dos personas en la séptima planta pero solo volvieron a salir cincuenta y una. Al parecer sigue habiendo recortes y despidos y no todo el mundo se lo toma con filosofía. He podido calcular que se tardan tres segundos y medio en caer desde la ventana del séptimo piso hasta el suelo delante de mi sombrero. Y en morirse. El suicidio es una salida fácil que yo nunca tomaré porque me importan demasiado las tres personas que me esperan en casa al caer la noche, así que de momento seguiré vendiendo poemas a un euro mientras me dejen, alguien me ha avisado de que la SGAE planea al acecho. 

Saturday, November 02, 2013

Madera Precoz -taller literario I-


La noche de casi verano en la que mi prima Verónica me llamó para contarme que Pinocho acababa de mudarse al segundo B, yo había ido de cena con unos amigos. Al principio no quise creerla -y no solo por el historial de ficciones y medias verdades de mi prima-: me parecía imposible que una celebridad como él fuera a acabar sus días en un pueblecito recóndito en mitad de ninguna parte, Asturias. Estaba claro que Verónica lo había confundido con otro. Luego, entre el vino del Bierzo, el ron Barceló y mi espíritu soñador me convencieron de que tal vez, quién sabe, fuera posible qué, cosas más raras se habían visto y por echarle un vistazo no se perdía nada. Le dije al camarero que me envolviera para llevar un trozo de tarta de queso casera y me presenté, zigzagueante y eufórico (controles de alcoholemia al margen) en casa de mi prima. Entre los dos, y en un periquete, pergeñamos un plan de ataque que incluía una cálida bienvenida vecinal y una generosa porción de escote -todo el mundo sabía de qué pie cojeaba Pinocho-. Nunca sabré si fue  gracias a la tarta, a la sinuosa insinuación bajo el exiguo jersey de angora de Verónica o a que el viejo muñeco tenía ganas de charlar, pero enseguida nos hicimos fuertes en el salón del segundo B, parapetados detrás de unos chupitos de orujo de hierbas, tuteando a uno de los personajes más singulares del siglo XX.

Como casi siempre en mí, primero habló el alcohol. Surqué vertiginosamente los alrededores de su mudanza, los cómo tú por aquí que a priori parecían lo más chocante del asunto -trasteando con el google earth me pareció un barrio tranquilo, respondió con pesadumbre o puede que fuera nostalgia-, y pasé pronto a temas más controvertidos, más antiguos, más sin respuesta. Yo había sido uno de esos niños pinochistas convencidos que habían bebido los vientos por aquellos ojos turbios y aquel mentón afilado y leñoso, y que se habían sentido traicionados  el 17 de marzo de 1984, el día en el que Pinocho fue acusado formalmente de la muerte de su padre. Aunque luego pareció demostrarse que no, que las causas de la muerte de Gepetto eran todas naturales, que el presunto parricida no había tenido nada que ver (y por lo tanto fue absuelto), en la calle existía el rumor de un acuerdo bajo cuerda entre el abogado defensor y la acusación estatal para salvaguardar la imagen de quien tanto suponía para tantísimos niños. Pinocho salió, pues, indemne pero muchos -entre los que siempre estuve yo- le consideramos culpable de la muerte de Gepetto y nunca volvimos a quererle igual. Así que, por todos aquellos niños, por mí mismo, aproveché que volvía de la cocina con más orujo y algo para picar para preguntarle a bocajarro: ¿fuiste tú? ¿tú mataste a Gepetto? Para nuestra sorpresa, y después de un silencio de casi 20 años, comenzó a hablar.

-No le guardo rencor, ¿sabéis? A mi padre. No le odio, aunque podría, nos dijo. Después de todo lo que me hizo. Yo era un niño feliz, de movilidad escasa y lágrimas complicadas, sí, pero feliz. Disfrutaba por las noches con mis baños de barniz o de resinas sintéticas, lo pasaba fenomenal con mis amigos en el colegio e incluso me habían dado el papel de silla decimonónica en la función teatral de fin de curso. No podía mentir pero, qué demonios, las mentiras están sobrevaloradas. Todo iba de maravilla, pero para Gepetto ese todo era poco. No le valía con que de un par de troncos astillados un hada azul hubiera dado vida a un muñeco contrahecho y jorobado, no. Tenía que seguir insistiendo, quería más, quería un niño de carne y hueso, con lo que duele la carne. Y rezó y rogó hasta que sus súplicas fueron atendidas y un buen día me desperté sin bulbos y sin clorofila. Podéis imaginar mi estupor, mi contrariedad, mi aprensión, mi soledad. (La verdad es que no podíamos, pero no se lo dijimos). Todo en lo que había creído, todo lo que era y lo que había sido, de pronto no existía. Aquella noche infecta, al volver del cole -sin amigos y sin sitio en la función del colegio: al parecer un ser humano no daba bien para el papel de silla-, intenté olvidarme de todo por un rato con un relajante baño: las resinas me provocaron quemaduras en el 30 por ciento de mi cuerpo, nadie me había explicado que los niños normales no se bañan con barniz, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre. Nunca había tenido una gripe o una depresión y de la noche a la mañana descubrí el dolor, el hambre y la miseria, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre. Años más tarde, cuando intenté llevarme a la cama a mi novia de entonces, me encontré con que había partes de mi cuerpo que aún participaban de la inercia propia de las maderas (según creo en el mundo de las hadas azules el tema del sexo carece de importancia), o quizá se habían ido al garete esa noche iniciática de resinas y quemaduras, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre, podría, pues la lista de reproches es interminable, pero no le odio. 

-La pregunta era si le mataste tú, no si le odias.

-Pues claro que sí, dijo, yo maté a ese cabrón, y volvería a hacerlo.

Mientras se lo llevaban esposado, pensé en cuán a menudo los cuentos de hadas salen mal.