Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Sunday, August 21, 2011

¡Qué verde era mi talle! (2)

Lo de las fotos se me ocurrió porque mi noviazgo con Natalie Imbruglia no acababa de arrancar, sobre todo por razones físicas -era lógico que, si ella vivía en Australia y yo no, nuestros cuerpos más que confluir, divergieran, y sin confluencias no merece la pena quererse y la pasión es un poco pérdida de tiempo-. Aunque yo estaba muy enamorado, a ella le faltaban aún esos pequeños detalles que vertebran siempre la vida en pareja (seguía sin contestar, por ejemplo,  a ninguna de las 714 cartas de amor que le había mandado a su apartado de correos para fans, en Melbourne, y eso me tocaba un poco las pelotas ya que me estaba dejando una pasta en sellos y en tinta para la pluma). Estuve cierto tiempo dándole vueltas y llegué a la conclusión de que esas carencias, que yo achacaba más a la falta de tiempo que al desinterés o a la animadversión,  tal vez se debieran a que, pese a que yo me había descrito por escrito un montón  de veces,  en realidad ella no me había visto nunca -mientras que yo tenía la habitación empapelada con sus fotos-. Claro, deduje, tal vez se piensa que soy uno de esos tíos feos sin vida social que se recluyen en casa y se obsesionan con una tía de la tele. Nada más lejos. Y para demostrarle a Natalie Imbruglia lo equivocada que estaba respecto a mí, me haría un book favorecedor frente al espejo del baño con la cámara del teléfono móvil y le mandaría la exultante resultante por internet dejando, así, vistos para sentencia los cimientos de nuestro futuro y apasionado amor. 


Nunca estuve muy versado en leyes, pero lo de mandarle a una tía unas fotos íntimas no reclamadas por internet podía resbalar perezosamente por la frontera del acoso sexual, así que para cubrirme las espaldas me compré un par de cursos de fotografía para principiantes avalados por Annie Leibovitz, con el fin de maquillar las posibles imperfecciones y eliminar cualquier invasión de lo chusco o lo inmoral y así convertir las fotos de un depravado frente al espejo del baño en un corpus de autorretratos no exentos de cierta calidad artística. Fue así como, repasando las texturas con el photoshop, descubrí el cinturón verdoso y estriado que me atraviesa el bajo vientre alrededor de toda la cintura y que se parece a un trozo de queso manchego que lleva en la nevera demasiado tiempo. No me asusté de inmediato, pensando que sería la marca que la goma del bañador habría ido dejando de tanto estar sentado en la silla de la cocina escribiéndole a Natalie que la quería. Luego, con posteriores estudios y toqueteos varios, descubrí que se movía, o palpitaba, y que cambiaba de color según le diera o no directamente la luz del sol. Ahí sí ya me acojoné y pedí cita en mi médico de cabecera, que estaba de vacaciones, así que me asignaron a otro, un tal Paco Pevarelo, que al parecer era foniatra.


Y un lince, porque al segundo vistazo ya me había diagnosticado. Podrías convertirte en una celebridad, si quisieras, Pablo, me dijo Pevarelo. Frente a lo que yo creía no padecía ningún mal, genético o bacteriano, sino que el mío era uno de los apenas veinte casos en todo del mundo de simbiosis entre liquen y humano. En realidad eres un alga, me dijo también. Tal vez por exceso de vida sedentaria, por falta de vitamina C, o por desamor, quién sabe, este liquen se ha adosado a tu exterior pensando que eres un alga y se alimenta frugalmente de ti. Como en toda simbiosis, claro,  también sacas provecho de esta sociedad verdosa tan variopinta. Tu misión, ahora, es descubrir qué le sacas tú al liquen, qué te da él que no te den otros, me dijo el doctor Pevarelo finalmente, mientras me mandaba para casa con una piruleta y una tabla de ejercicios. Así que aquí estoy, en mi cuarto, mirándome, tratando de averiguar qué tipo de simbiosis es la mía, o más bien la nuestra, y dejando de pensar poco a poco en Natalie Imbruglia, ya que no sabría cómo contarle todo esto, ni qué le parecería compartirme con un liquen. Bien mirado, casi mejor, no creo que saliera nada bueno de ese morboso trío extraño, quizá hasta fuera botánicofilia y todo. 


Todavía no le he puesto nombre, al liquen. Se admiten propuestas. 

Sunday, August 14, 2011

Yo con el volcán (cuento)

No es que desdeñara sus motivaciones o que tergiversara sus propósitos, pero cuando alguien de la diputación provincial de Almería me llamó para que documentara el asunto, al principio me negué, incurriendo en vagas excusas de compromisos previos y mencionando probables dificultades técnicas que ni siquiera había valorado. Luego, cuando lo pensé mejor -o cuando se derrumbaron esas inexistentes obligaciones-, creí ver en el fondo del asunto una epopeya juliovernesca y, aun a pesar de mi proverbial manía a la literatura decimonónica, acepté. Reuní a mi equipo de casi siempre y partimos en seguida con una injustificada prisa que nos condujo, tortuosa y lenta y transbordalmente, España abajo hasta Almería y de ahí, en helicóptero, hasta la isla de Alborán. En la isla nos esperaban un puñado de autoridades almerienses de reconocido prestigio local y un par estrellas puntuales que apadrinaban el proyecto con, inferí, menos intensidad de la necesaria en casos de tanta enjundia y tanto compromiso -Bisbal no estaba-. 

En la visita guiada por la isla, de unos siete minutos y medio de duración, las explicaciones corrieron a cargo del jefe de biólogos del acuario de Almería quien, al parecer, los viernes por la tarde ejercía de consejero medioambiental en las reuniones gubernamentales políticamente correctas y ecológicamente sostenidas que tienen lugar en los consistorios de este nuestro país de un tiempo a esta parte. El tipo, un poco calvo y un poco pedante, me explicó que el islote, de apenas 7 hectáreas de superficie y origen volcánico,  constituía la parte emergida de una cordillera submarina que se extiende unos 150 kilómetros en dirección NE-SE, y que era uno de los lugares más prolijos de Europa en avistamiento de cetáceos. Aunque no estaba seguro de que prolijo significara lo que él creía que significaba, no dije nada, y seguí atendiendo a sus explicaciones con falso interés un poco disimulado.  La misión (así llamada por ellos mismos con cierta pompa y trazo aventurero), explicada para analfabetos funcionales en asuntos tectónicos, o sea para mí, consistía en buscar el volcán que habría originado la isla, despertarlo de su letargo y obligarlo, literalmente, a escupir unos doscientas o trescientas hectáreas de lava más, lo justo para poder construir sobre el nuevo territorio alboraní un sofisticado promontorio con parapeto y catalejos, y así mejor disfrutar del paseo natatorio de ballenas y delfines, y un hotel último modelo con el que recuperar la inversión rápidamente y, en un periodo de tiempo no superior a tres años, empezar a ganar una pasta gansa.


Como no había mucho que hacer en aquella isla de 600 metros de largo, me pasaba las tardes apoyado en la valla del cementerio, viendo pasar a la gente con máquinas estrafalarias y batas al vuelo, y fue así como me enteré de que de las tres tumbas que abarrotaban el camposanto de Alborán, solo dos llevaban nombre -y eran de la suegra y  la esposa de dos antiguos fareros, fallecidas en 1910 y 1920, un oficio peligroso ser mujer en esta isla a principios del siglo XX-. La otra, más romántica o misteriosa, se cree que contenía los restos de un aviador alemán abatido durante la segunda guerra mundial, que llegó junto con lo que quedaba de su aparato, arrastrado por la corriente. (Pensé que cuando terminara aquel trabajo podría intentar escribir un guión con la historia de aquel aviador desafortunado que tenía el dudoso  privilegio de ser el único hombre enterrado en la isla de Alborán, y que imaginaba como un dramón de 130 minutos a caballo entre El paciente inglés y Tobruk. Sin embargo aún no he podido ponerme, creo que le falta chicha o yo no sé extraerle el juguillo)


El método de localización y el procedimiento despertador, de impensable invención española, constituían un avance tal que los expertos, que iban y venían por la isla con brújulas y lo que parecían bastones de esquí, vaticinaban una nueva revolución científica a partir de aquel día y una retahíla incierta de premios Nobel y subvenciones suculentas. Ni que decir tiene que todo lo que nuestras cámaras, submarinas y no, pudieron captar del momento revolucionario, fue un enorme eructo burbujeante que, surgiendo de las profundidades mediterráneas, se tragó media isla de un plumazo llevándose al fondo del mar el estrambótico cementerio local, la mitad de mi equipo técnico y a dos operarios senegaleses que trataron de salvar sin éxito el aparatoso instrumental que tantos millones de euros había costado y que tan mal flotaron aquella mañana nublada del 17 de junio. La explicación que se dio fue que en vez de al volcán, lo que provocaron fue un desplazamiento diagonal de la placa africana sobre la euroasiática y el consiguiente terremoto de 7.4 grados en la escala Richter que se sintió en toda la península y que convirtió la breve isla de Alcorán en un pedrusco rojizo que hoy por hoy flota a la deriva por las aguas internacionales del estrecho.


Si tienen algo de suerte, quizá puedan encontrárselo.