Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, November 09, 2009

Un prólogo erecto y una onza de almíbar

Entusiasmado por una inesperada reedición de la jornada de piernas abiertas en casa de Rebeca Griñón, sita en el portal 114 de la calle Ezcurdia, que hasta la tarde anterior había dado por imposible, Jorge Soto salió de la cama haciendo planes para el resto de su vida, y antes del desayuno lo había decidido casi todo, excepto quizá la presencia o no de ribetes en las invitaciones de boda en tono pastel, y algún que otro detalle horticultor sin importancia (y por supuesto que los niños, pareja mejor que trío, tendrían unos columpios en la parte de atrás de un dúplex apañado en las afueras). Pensó en llamar a su madre para anticiparle alguna de las noticias que volcarían el mundo las próximas fechas, pensó en cambiar su estado sentimental en facebook, pensó en comprar flores alegres para decorar la terraza, pensó que, en Rebeca, la distancia entre el lóbulo de la oreja y el hombro desnudo era directamente proporcional a la felicidad, y chorradas así. Y como todas las canciones de Kiss Fm hablaban sobre la noche de autos, decidió pasar el resto del día escuchando música, sonriéndole al techo y repitiéndose las mejores jugadas de un encuentro que, esta vez sí, pasaría a la historia.


Y eso que no daba un duro por sus posibilidades. Diecinueve días después del ya te llamo yo, Jorge empezaba a sospechar que Rebeca no tenía intención de llamarle. Y no la culpaba: tras cuatro meses de inactividad por incomparecencia del rival, había estado asustadizo e intermitente sobre el terreno de jugos. Si bien era cierto que había sumado un par de incorporaciones digitales por la banda muy apreciadas por el respetable; pero a la hora de la verdad el balón se había convertido en una onza de chocolate mordida imposible de manejar: tembloroso, y a la espera de las repercusiones lógicas dada su incapacidad manifiesta para vulnerar esas mallas, se había dedicado a nadar vagamente guardando la ropa, mientras Rebeca lo miraba con una mezcla de extraño afecto compasivo, igual que se mira a un hermano, a un juguete viejo, a una señora octogenaria buscando unos céntimos para pagar con lo justo en la pescadería. Y también lo era -cierto- que su comportamiento oral había sido intachable, practicando primero con prudencia y contra el muslamen derecho, y cargando luego todo el peso de la caballería ligera, en una acción invasiva y envolvente y un poco torbellina, hacia la plena zona clitorioidea, pena: ahí yacía la esperanza. Tal vez, se dijo Jorge con la mirada fija en los manchurrones de humedad que lo sobrevolaban a golpe de yeso, Rebeca sea, como yo soy, más de prólogos que de desarrollos, una chica primitiva y primaria y primordial que le concede más importancia al escaparate que al relleno, al fin una mujer por mí plenamente satisfacible, un hueco confortable, espero, en el que olvidar las habituales pesadillas de tocata y fuga, de precocidad y arrebol.


Y pese a que dos golondrinas no hacen verano -aunque pueden quedar muy bien en un pasiaje colorista-, lo normal es que, conociéndolo, Jorge Soto hubiera hasta concertado cita con el cura de la parroquia de San Julián después de que a Rebeca, más por aburrimiento y falta de efectivos que por querencia o necesidad, le diera por volver a llamarle dicienueve días más tarde, cuando ninguno de los dos esperaba ya que eso sucediera, sobre todo tenida en cuenta la insoportable brevedad del sexo que Jorgito le brindó aquella noche inicática. Evidentemente, cuando la bandeja de entrada del móvil de Rebeca se llenó de mensajes absurdos e innecesariamente cariñosos en los que era imposible no ver un preludio de declaración de amor en toda regla, la muchacha dio por concluida su relación espermática con aquel chico que, si bien mono, se notaba a la legua que buscaba un culo de buen asiento sobre el que construir una casa empezando por la chimenea. Rebeca Griñón, versada en Física y en el Kamasutra, no tuvo más remedio que borrar el número -y el rostro- de Jorge Soto con un chasquido de contrariedad como quien dice: qué lástima de comedor. El pobre Jorgito, incapaz de acoger en casa todos los centros de flores que había comprado por internet, con vistas al feliz enlace, y de pagarlos, se lanzó con decisión, con gallardía, pasional y faltalmente, como lo había hecho todo en su vida, debajo de un camión de Emulsa que pasaba, para poner fin al oprobio, a la vergüenza floral y a la cita con el cura párroco de San Julián que no sabía cómo cancelar. Creo que en la misa de este domingo rezaron un responso por su almibarada alma.

Monday, October 19, 2009

I'm back

P en versión cinematoráfica disponible desde hoy en:

http://porunpdepelis.blogspot.com/

Ténganme paciencia que aún estoy empezando y no domino del todo la terminología.

Tuesday, June 16, 2009

Ecología del lenguaje (una historia vegetal)

Fue Araceli quien, aún con restos de lecitina de soja entre los dientes, le puso al gato el cascabel vegetariano al comentar, como de pasada, que ya había encargado el menú de la boda y que ni se le ocurriera pensar en sangrientos solomillos de buey y perfumados caldos del país: se casaba con una naturista convencida y en el convite reinarían el brócoli, las ensaladas y los purés de zanahoria. Aunque por dentro se temía lo peor, y se veía atrapado entre la lechuga y la pared, la reacción de Ricardo Carnicero Arias -para quien la vida era eso que sucede más allá de la ventana mientras te comes un filete poco hecho con patatas- fue más blanda de lo esperado (apenas unos gruñidos protestantes y un mohín con carrilleras), quizá porque confiaba en que al final su futura entrara en razón y permitiera unos medallones de ternera en salsa de grosella o confit de pato a la emulsión de módena. Sea como fuere, la tormenta se mantuvo en sus comienzos -cielo gris tubería, bochorno, algún rayo pasajero- hasta que, impresas ya las invitaciones, Ricardo lo vio todo verde con ribetes dorados, volutas y algo de gasa, y quiso montar en cólera. Pero al enfrentar la desafiante mirada de Araceli se echó un poco hacia atrás, se lo pensó mejor y convino en que esa guerra podría tal vez empatarla (en el matrimonio no hay victorias, le había prevenido su padre siempre) desde la lágrima suplicante y arrodillada. Haré, le prometió Ricardo a Araceli, cualquier cosa que me pidas, lo que sea; y con ello condenó, sin saberlo, su alma y la del pobre Trilero, que pastaba a ochocientos kilómetros de allí ajeno a toda esa contienda ecológica, aunque sobre la del bicho ya pesaban inciertos futuros de verónica y media.


Animados por el sorprendente resultado electoral del Pacma en las últimas europeas, la pequeña congregación local, agreste e insípida, aunque violenta, a la que Araceli pertenecía, los ECDLL -Enemigos Contumaces De la Lidia, nada que ver con el grupo musical de las casi mismas siglas-, había decidido pasar a la acción y, arropada por los miles de votos cosechados, demostrar a toda esa gente que no habían depositado en ellos su esperanza en balde: en ese marco de situación, la súplica de Ricardo Carnicero a su prometida le puso en el disparadero del partido y en una envidiable (por alguno de los miembros más radicales) posición para ser cabeza de lanza en las primeras misiones, planeadas en las largas reuniones ácimas de los martes por la tarde. Enamorado hasta el tuétano, hasta la raíz, de Araceli y de lo cárnico, Ricardo decidió que unas tiernas brochetas bien valían el esfuerzo y dijo que sí a todo lo que le plantearon, actitud un tanto suicida si se observa a posteriori, pero romántica que te mueres en todo caso, y ahí es donde el zagal merece todos mis respetos y por eso es que relato su historia pudiendo contar la de tantos otros. Total, que con la boda firmemente asentada y con los terneros ya colgando bocabajo como vulgares remedos de San Pedro, Ricardo Carnicero Arias cogió un alsa provincial e interminable hasta Sevilla y se personó en la Maestranza en plena corrida de la feria de abril, con la sana intención de secuestrar a punta de astado al diestro Gonzalo "Chicuelón" Tiznaja y, por teléfono y con falsete, presentar sus reivindicaciones -cuya premisa mayor pasaba por la creación de un estado laicista, antitaurino y vegetariano- de cuyo cumplimiento dependía directamente el que los familiares de Chicuelón pudieran volver a verlo con vida.


Como en la facultad había leído a Konrad Lorenz, y dado que la ECDLL le había dejado libertad de movimientos a la hora de ejecutar el plan, se le ocurrió que podía soltar uno de los toros, charlar con él amigablemente, montarlo a lo Aníbal, y presentarse en el vestuario de Chicuelón espada en mano, amenazante. La cosa salió mal desde el principio -si no fuera por la evidencia de las formas aquí cabría decir que el plan era ridículo y descabellado-: el bóvido seleccionado, de nombre Trilero, era manso como uno de esos charcos absurdos que se forman en mitad de la playa San Lorenzo cuando baja la marea, si bien no olía a nitratos, además de estrábico y patizambo, por lo que en vez de cojear hasta los vestuarios se equivocó de camino y prefirió la calle (aunque aquí acaso influyeran sus improbables ansias de libertad: cansino, el animal, no parecía tener querencias ni arrebatos). A la salida de la plaza, y perseguidos por un guardia de seguridad que se había percatado de la jugada, Trilero se puso nervioso, metió la pezuña donde no debía y acabó con su jinete de cabeza en el empedrado. La resultante -una fractura inconveniente de cuello, para Ricardo, y una vuelta al coso para ser largamente lidiado y despedazado, para Trilero- no satisfizo al respetable, que regresó a casa comentando lo aburrida que se estaba volviendo la fiesta nacional. A Araceli el disgusto le duró un par de meses, lo que tardó en apañarse con un gurú dietético que se anunciaba en internet y que se avino rápidamente al menú vegetal de la boda dispuesta. Su traje, sin embargo, hubo que ensancharlo un poco.

Monday, June 08, 2009

A costa de los phoskitos

Como me gustaba vivir mis asociaciones sicopáticas en la más rabiosa intimidad, prefirí no consultar al jefe de reponedores y, haciendo un poco de tripas corazón, saqué el número 57 en la pescadería y me puse a pensar que quizá la cosa no fuera más que otro vulgar truco de marketing para momentos de penalidad y angostura, aunque tenía su gracia que la fecha de caducidad de las alitas de pollo y la pasta de dientes con extra de mentol coincidieran. No obstante lo anterior, aquello que en sus inicios no pasó de ser un entremés, una bagatela, un tropezón entre contingente y jocoso, devino en clamor metabólico cuando, al repasar la lista entera de los productos de mi carro, descubrí que todos, hasta los phoskitos, prescribían el 12 de diciembre de 2009, doce del doce para supersticiosos y cabalistas. Enseguida sospeché una trama hilada en la sombra por los poderes fácticos que habitualmente marionetan el bacalao, una orquestación para promover el fin del mundo o para dar salida a algún lote antiguo de sardinas en escabeche: como no podía decidirme entre lo planetario y lo tangencial, y tenida en cuenta mi habitual incapacidad para hablar con extraños, dejé pasar ante mí la ocasión de, avisando a los de Gente o al Diario de Patricia -y si estuviera Patricia, ay, y no esa suplente atiplada e insípida- obtener mis cinco minutos de fama denunciando tejemanejes tabernarios en el colmado de mi barrio; y, como quien dice: si total qué más da, pedí otro gallo extra por si acaso a Rifas le sobrevenía un antojo de madrugada.





Pero mis silencios pronto se volvieron amarguras: todos en el súper sabían que sabía y, como consecuencia, los pasillos se llenaron de miradas capciosas, delictivas y culpables entre las que era capaz de localizar una película de nerviosa intranquilidad recubriendo pomelos y cajeras, un comportamiento desagradable y accidentado en la manera de sisarme unos céntimos en las vueltas, un conspicuo caos de papel higiénico en oferta y gel de baño en marcas blancas sobrevolándolo todo; y un juego constante de miraditas, de cuchicheos y de guiños bajocaja me confirmó que también muchos clientes estaban al tanto de lo que allí se cocinaba, si es que eran clientes y no se trataba de meros actores, figurinistas contratados para dar color, ambiente y fondo a aquella patraña infecta de repugnantes manipulación e intriga. Una mañana de agosto en la que soportarlo no pude más, le abrí mi corazón, a golpe de herrumboso abrelatas, a Flor-Amable García Ruiz, la segunda ayudante de frutería, porque siempre me había gustado que fuera al trabajo peinada con coletas y quería ver en sus pequeños ojos casi orientales un velo de complicidad y ternura y unas ganas horribles de llevarme al catre. Así que mientras imaginaba el delantal de Flor, aliñado con tatuajes de picotas y aroma de limones a granel, en el suelo de mi dormitorio, a merced de la corriente y de Rifas, y a ella misma ofreciéndome dulcemente su pistilo en una oblación exquisita sobre las sábanas de raso, la llamé a un proscénico aparte , en el que fingí interesarse por la madurez de una caja de fresón de Huelva, y le hice partícipe de mis sospechas más fundadas, pidiéndole comprensión y consejo a una cada vez más horrorizada Flor.





Según entendí más tarde, ya con las mangas de mi nueva camisa blanca abrazándome en un nudo inasequible, la reacción de la frutera (desencajada, mustia y un poco temblorosa, sí, pero a primera vista sonriente) fue la de dejarse medio dedo apretando con disimulo el botón rojo de alarma de pensamiento independiente, oculto bajo el mostrador de los tomates y los pepinos, pidiendo ayuda a gritos sordos al encargado del pasillo siete quien, quiéralo dios, vería la llamada en su garita y en forma de luz parpadeante y aviesa, y acudiría de inmediato a sofocarme sin llamar mucho la atención, que hay clientas mirando, haz el favor, Julio. Ni la policía, ni el médico de guardia, ni el chico encargado de quitar y poner los electrodos me hicieron mucho caso mientras me extendía en razonables explicaciones, bien sazonadas con retortijones, alaridos y espumarajos, prometiendo portarme de maravilla si relajaban el nudo marinero que me mantenía inmóvil, aunque de lo único que tuviera ganas es de partirle a alguien la cabeza en dos con una silla. Los primeros meses, en fin, pensaba que si me hubiera llevado a Rifas aquella mañana al súper, él me habría comentado lo de la alarma silenciosa y juntos podríamos haber puesto pies en polvorosa; ahora, en cambio, me alegro de haber venido a vivir aquí: la comida es bastante buena, las paredes son de gomaespuma y a veces los miércoles por la tarde nos dejan jugar al parchís. Añoro a Rifas, sí, pero sé que sabrá arreglárselas sin mí: para ser un gato de peluche es bastante imaginativo, la verdad.

Wednesday, June 03, 2009

La cebolla es escarcha, cerrada y pobre







La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.



Mollar aprendiz de Marco Polo, siempre que cruzo la frontera y estoy lejos se me ocurren ideas peregrinas para viajes venideros de las que me desprendo fácilmente, sí, -inconstante, yo, como la luna- pero que dejan un poso fatal en mis adentros o tal vez es una mella, una rozadura, un recuerdo. Así, mientras capeaba con desigual fortuna el caluroso temporal de mercachifles vietnamitas, se me ocurrió -pero puede que solo estuviera recordando y que ya Bringas lo hubiera pensado por mí- que este verano quería tostarme al sol de medianoche más allá del círculo polar ártico, en la torrencial Noruega de expertos balleneros y arenques en vinagre. Y como en los aviones de Vietnam Airlines te conceden múltiples horas de oscuro fuselaje -sin luz, ni música, ni entretenimientos varios: solos tú, tu celda con reposabrazos y un océano de asias- para solaz y regocijo de filósofos y rumiadores, fui madurando mentalmente un plan de calado nórdico y repercusión veraniega que habría de ser dulce praliné para propios y envidiosa hiel para el extraño resto. Plan que, bien es cierto, fue acogido con júbilo por mi compañera de sábanas quien, sin pudor, lo hizo suyo ipso facto y lo modeló, a su imagen y semejanza, concretándolo mediante una retafila sinuosa de aeropuertos, albergues y teleféricos.









Tan dichosos estábamos, henchidos de puro fiordo, que nos quisimos morir, anoche, cuando acudimos imprudentemente después de la llamada de Noche tras Noche (vid rpa) al preestreno asturiano de "La escarcha", o "The Frost", coproducción hispano-noruega, basada en una pieza teatral de Henrik Ibsen -dios mío y aún así fuimos- y ópera prima (y esperamos que última) de Ferrán o quizá Ferran Audí, cortometrajista catalán curtido en las excelentes y tenebrosas tablas noruegas, guionista él mismo de la cinta prima y a cuyo bautizo astur asistió entre las bambalinas del teatro de la Laboral -rediez, cuántas veces no habrá sido capaz el andoba de tragarse su propia criatura, de cabo a rabo, como un indolente Víctor Frankestein- acompañado, bien regia en el porte y trémula sonrisa al saludo, de la actriz principal, mi musa de juventud Aitana Sánchez Gijón. Si la Noruega de Ibsen_Ferrán es la que nos espera, Mery, si ese cuajo de personajes frenopáticos y verborreicos y ojerosos y prozaicos representan al nórdico común, si ese cartonaje con armario ikea y televisión de plasma sobre fondo blanco palpitante es el escenograma plano habitual escandinavo yo, qué quieres, me quedo en Atocha, id est, jamás mi sombra pretenderá oscurecer su umbral. Me has jodido Noruega, Ferrán, tío.









Temporalidad difusa, montaje azaroso, color telefunken con el verde fundido, metafóricamente reprobable e improbable e imposible, sosa, lenta y chillona -mención al margen merecería el genio del diseño musical, el Sr Viento, y sus gritos pianísticos desagradables-. Los personajes, poco creíbles en un mundo nada interesante y de paisaje mutilado, no dejan de hablar de sí mismos, de mostrar sus sentimientos, de darle vuelta al calcetín empático en un torpe intento por atrapar al espectador (a quien ya las costillas han empezado a dolerle por culpa del mal asiento y del peor doblaje) sensibilizándolo con sus problemas que a nuestros ojos asoman vulgares y carentes de cualquier interés. Al final, cuando los dos puñados de espectadores abandonábamos boquiacontecidos el recinto laboral, alguien se arrancó por soleares y hubo tímidos aplausos que sonaron más a te concedo el esfuerzo que a muy interesante tu peli. La última imagen, la que me deja sin vacaciones de verano en las islas Lofoten, me persigue mientras abandono el teatro: el director y su actriz aislados, al fondo, con la sonrisa colgada de la cara, esperando que alguien se acerque a felicitarles por el trabajo, casi encogiendo los hombros como quien pide disculpas por no poder haber llegado a más aunque en esto, querido Ferrán, como en casi todo, la incapacidad no es eximente.









Del pastón que se haya podido gastar el Principado o el consistorio gijonés financiando este casposo proyecto por cuarenta miserables segundos de metraje en los últimos dos minutos de película-una visión sesgada de la escalera ocho de la playa San Lorenzo y otra más frontal de la mastaba de Correos- mejor no hablo: los miércoles prefiero la lasaña al ardor de estómago, la verdad. ¿Alguien se viene a Kenia?



Saturday, April 25, 2009

La vuelta engaña: gijonesismo neotestamentario (a true story).

Pero volver, volver, volver, digo, no era tan sencillo. Bastaba, es cierto y está escrito más abajo, con entrar en Gijón desde la autovía minera e ir bajando por Ramón y Cajal con las ventanillas a media asta y los ojos como platos para reincorporarse al olor del salitre y al horizonte no tan lejano, pero inconfudible y bajo, con sus tonos plomizos de gris marzo y el reflejo espumoso en cada golpe de mar. Pero una cosa era poner pie a tierra y otra muy distinta retornar al flujo sanguíneo (de rojo y blanco vestida siempre ese sangre, sportinguista ella hasta el refajo) que vertebra estas venas como calles, antiguas y arrugadas y oxidadas, como si nada, como si nuestro hueco hubiese estado disponible desde entonces, absueltos de los pecados capitales -en doble acepción, principales y ovetenses-, y no hubiera que pagar ningún recargo. Se demostró, en fin, que necesitábamos ponernos al día en asuntos patrios, que la multa pertinente y pertinaz se te metía en los huesos sobre todo por la tarde, nada más terminar la hora de la siesta, y te dejaba un regusto de tristeza gelatinosa que te impedía llegar hasta el puerto deportivo para dar un paseo entre las barcazas de ocasión y los yates disminuídos, escuchando el primer movimiento del concierto para violín y orquesta opus 35 de Thaikovsky.






Vedados, pues, los paseos de tarde y muy Gijón mío, hasta nuevo aviso o fin del sancionamiento autorizado, quisimos poner en práctica un plan sacramental de unciones saladas para poder recuperar el apellido y las sensaciones fetales en su acolchado útero más placentero que placentario. Ocultos por la noche, con pasamontañas, sigilo y bañador, umbríos por la pena y casi brunos, bajamos hasta la playa por la escalera dos armados con una garrafa vacía de cinco litros y un algo de travesura adolescente en el aire y en el agua, entre las compresas vomitadas por una mar gruesa de fuerza cuatro a cinco. El plan consistía en hurtarle un chorrito de agua al cantábrico para, ya en la serena pila baustimal de Menéndez siete -también fregadero-, ungirnos luego ceremonial y alternativamente en un desesperado intento por reingresar en el gijonesismo activo de tres copas en la plaza del marqués y un puñado de churros al alba, en el Mayca, cabezeando el chocolate manchado con pegotes de rímel. La suerte quiso -o fue la fortuna o el destino o la casualidad- que una patrulla local pasara por allí en el preciso momento en el que sumergíamos las garrafas en el oscuro mar espumoso, frío y arremolinado, desconociendo ampliamente -pero la ignorancia no nos eximía al parecer de culpa- que era delito llevarse el agua del cantábrico a casa, aunque fuera en pequeñas dosis bautismales por una buena causa ritual.




Multados y ajenos y desgraciadamente anónimos todavía, nos soltaron a la mañana siguiente después de una aleccionadora noche insomne en los calabozos de la comisaría que pasamos practicando el tres en raya en la pared de la celda con polvo de ladrillo y otros juegos de interior en grupo para días de lluvia. Volvimos a casa caminando, borrachos de sueño por entre los arcos de Marqués de San Esteban, dando por sentado que no nos queda otra que ir regateándole la miseria al tiempo hasta que el verano nos otorgue la posibilidad de hacernos fuertes en los merenderos, en la playa al atardecer, en el lavaderu con las primeras horas de la noche, sumando pipas y pochas mal jugadas y bocatas de tortilla y un par de botellinas, para poder acaso lograr una aceptación por costumbre y quién sabe si con el tiempo cierta redención pecaminosa. Porque volver a casa, para un hijo pródigo imposible, requiere algo más que un breve acto de contrición y si te fuiste no me acuerdo, algo por encima de dejarte ver en los aledaños del Molinón los domingos por la tarde de tenebrismo y angustia, algo muy íntimo que has de estar dispuesto a dar si no quieres que la ciudad te olvide, enterrado por la borrina húmeda que parece colgada en las ventanas del segundo, por la niebla informe de la madrugada. Gijón, he pecado.





Saturday, April 04, 2009

La gasa y el (ex)ceso

Como la prudencia genital no había sido nunca una de sus virtudes, Paco Artefán convirtió, en cuestión de dos horas y cuatro mensajes de texto, la gran oportunidad laboral de su vida productiva en una cita a tientas con coronas y salmos. A la fuerza ahorcan, pensó mientras aceptaba la encomienda con la misma sumisión callada y sonriente con la que preparaba los cafés de las diez y cuarto -doble de azúcar, solo, solo y gotitas, infusión- y limpiaba las letrinas del personal cualificado. Esa noche se había muerto, durante el sueño y de un síncope fulminante, el padre de un alto cargo del gobierno y alguien de muy arriba había encargado, para repartirlo por editoriales, embajadas y pescaderías, un tríptico laudatorio que glosara las virtudes indudables del finado, en su juventud prócer él mismo de la patria al parecer, y que adjuntara un par de fotos impactantes y emotivas del funeral. Este tipo de cometidos, si bien ocasionales, constituían el nuevo -y desesperado, por la crisis- giro laboral de la empresa para la que Artefán llevaba trabajando desde enero de 2008: la Agrupación funeral de Ceso y Cía. (en la que el señor Juzdado y el señor Izquierdo eran la Cía., y el señor Agustín Ceso el resto).



No es que la gente, guiada por las penurias económicas, hubiera dejado de morirse sino que, más bien, a la hora de descansar eternamente preferían hacerlo en una urna simple y sin ribetes más que en la típica caja de roble con incrustaciones de lapislázuli de toda la vida: el gusto por las ceremonias íntimas y sencillas estaban dejando a la industria funeraria al borde de la quiebra técnica. Así que Ceso, Juzdado e Izquierdo, en una arriesgada decisión sin precedentes, habían lanzado una oferta panegírica en la que, por un módico precio, la familia del cliente tuviera la oportunidad de llevarse a casa un lindo recuerdo de la trágica despedida que pudieran, con los años, enseñarle a nietos, yernos y demás familia venidera. Y como la muerte, nocturna y sin aviso previo, del antiguo prócer y además padre del alto cargo había coincidido con la baja por enfermedad intestinal profusa del encargado literario de De Ceso y Cía., el señor Juzdado se se había personado esa mañana en la oficina de Artefán -otrora cuarto de las fregonas y el escobón- para darle las buenas nuevas, encomendarle la labor y recordarle que la empresa confiaba en su capacidad de síntesis y loa, que la derrota no era una opción y que hay mucho dinero en la muerte siempre que no sea la de uno. Y aunque Artefán, fichaje estrella del mercado de invierno para cubrir el puesto de ayudante del embalsamador, en siete meses no había visto un cadáver ni a dos metros, no era capaz de distinguir una mesa de preparación de un oso de felpa y dentro del organigrama de la empresa ocupaba el último peldaño, justo debajo de los limpiaventanas, supo que era su momento para medrar, para escalar, para ascender, y sintiéndose un poco burbuja de champaigne flotando copa arriba se percató de que, lector compulsivo de Heisenberg e incapaz de vadear sus incertidumbres, no podía estar en dos sitios a la vez al mismo tiempo: a las siete de la tarde, la hora precisa del sepelio, había quedado por primera vez y a ciegas con Sonia a las puertas de la Fnac de Parque Principado. Ah, el destino, se dijo y a golpe de teléfono consiguió no una moratoria sino más bien un morboso cambio de localización: la cita seguiría siendo invidente pero el encuentro sería en los jardines del cementerio de Ceares, después del funeral (sin relación alguna con la novela de A. Christie del mismo nombre). Alejado de cualquier superstición al uso, pensó que una relación que principiaba en un entierro bien podría acabar con un buen polvo, e imaginándose ya los zapatos de Sonia escorados a punto de hundirse en el proceloso parquet de su alcoba, Artefán se puso a redactar el panegírico vía google, por lo que la resultante quizá fue más picante que apologética.




La Sonia que se acercaba lentamente por el camino de guijarros se parecía y no a aquella cuyas fotos había visitado una y otra vez en internet: era sin duda más alta que aquel uno cincuenta y siete que prometía, y más delgada, de pelo más liso (aunque eso podía ser un ardid peluquero, una figuración de plancha) y oscuro y facciones más angulosas y piel más blanquecina. Más allá del toque decimonónico del vestido y del posible luto, a Artefán le sorprendió el excesivo vuelo de la gasa sónica que producía un efecto singular a la vista ya que, más que caminar, parecía flotar sobre las piedrecillas, desplazarse en un lento y rasante planeo en derredor. De conversación monosilábica y tono cristalino, se mostraba mucho más apocada y tímida que através del espejo, aunque Artefán estaba acostumbrado al efecto desinhibidor de la banda ancha y en principio no le dio más importancia. Fue acaso con los primeros besos cuando empezó a vislumbrar que algo raro había en todo aquello: temblando, vibrando casi en cada acometida salival, una lengua excesivamente fría y una piel de gomaespuma le hicieron pensar si no se estaría enrrollando con una chica muerta. Por eso cuando ella (no se atrevía a llamarla Sonia ya, ni siquiera mentalmente) propuso ir a dar un paseo por entre las tumbas y los mausoleos, quiso negarse pero una fuerza de origen desconocido le impedía regresar o tal vez fuera que toda la sangre se le había acumulado en la entrepierna. Mientras la chica muerta le preparaba para el tránsito al más allá, le llegó un último mensaje, que no sabemos si llegó a leer, de Sonia mandándole a la mierda sin delicadeza y dándole las gracias -entiendo que irónicamente- por el plantón. El periódico local se hizo eco de que a Paco Artefán la muerte le había llegado en el lugar más oportuno pero en el momento más inoportuno, ya que el rigor mortis era visible (y, exento el drama, risible) sobre todo de cintura para abajo.





Saturday, March 28, 2009

On the soap -a movie-.

Con la apática individualidad de una manzana golden en un bodegón figurativo, Jennifer Alegría Vidal intentaba borrar de su rostro, cada mañana y a brochazo limpio, los desmanes de toda una noche de duro y furtivo rodaje antes de coger en la calle Capua el autobús de las nueve que, llevándola al trabajo, la duplicaba: por el día mileurista y experta en ungüentos, lociones y demás parafernalia parafarmacéutica, y por las noches actriz de reparto en películas de bajo presupuesto y exiguo vestuario. Acostumbrada a las exigencias del pluriempleo, con un par de diestras pinceladas era capaz de movilizar sus ojeras a favor, convirtiéndolas en un elemento indispensable de su mirada torva e inquietante, profunda y misteriosa y casi siempre lila. Pero lo cierto es que llevaba doscientos catorce días sin dormir, sin que ninguna razón aparente o médica pudiera explicar su repentina caída en el insomnio: consultados los especialistas de rigor (incluídos varios amigos de amigos, un par de curanderos y una sicópata togada que había intentado un remedio a base de ancas de rana y pelillos de ratón de campo), Jenny había optado por encogerse de hombros y aprovechar las horas que la vida le regalaba sacándose unos euros extra en producciones de medio pelo de esas que evitan las salas comerciales y van a parar, tras las cortinas, directamente a tu videoclub.



Después de llamar al anuncio nueveceroseis que había visto en la prensa local, poco se imaginaba Jenny, a quien no le eran del todo ajenas las tablas pues había salido un par de veces con un tipo que era figurinista del grupo de teatro de la universidad de oviedo, que con apenas una prueba de sonido y unas fotos de perfil le iban a dar el papel de Molly, una veinteañera con coletas que se había fugado de su casa en La Felguera y que huía haciendo autoestop sin saber muy bien hacia dónde. Sin comerlo -figuradamente- ni beberlo había entrado a formar parte del equipo de Fack Kerouac, un director novel y asturiano que pretendía revolucionar el género a través de lo que él mismo llamaba porn road, y que no iba mucho más allá que las pelis porno convencionales aunque cambiaba el polvo del camino americano por la pedregosa realidad de la caleya de contrueces que ya todo el mundo en la FK Productions conocía como Ruta 69. Fue en el set de grabación (eufemismo de terminología hollywoodiense: no pasaba de ser un fiat panda con las puertas abiertas y una cámara tipo cinexin bien flanqueada por varias lámparas de pie Sven), unas veinticuatro películas más tarde y mientras el Sr. Kerouac le explicaba lo que esperaban de ella en una escena cualquiera, donde conoció al hombre que habría de cambiar su vida para siempre.



Se hacía llamar Seminem y lucía una sudadera con capucha, un antifaz de cuero y unos pantalones sin cintura que abrochaba a duras penas a altura de los muslos y que le daban a su baja espalda el típico efecto tableta tan de moda entre los hiphoperos y los adanes. Incapaz de aportar metrajes sobrenaturales, su fama en la indusria la basaba en la constancia indómita y en el misterioso morbo de su oscuro atuendo. Seminem se creyó morir cuando, apenas bajados los slips, se enfrentó a la mirada de Molly que lo esperaba, disciplinada, boquiabierta por exigencias del guión y porque había descubierto que su compañero de reparto lo era también de personal en los grandes almacenes donde Seminem, allí Juanjo, vendía libros con parecido mecanicismo que Jenny lociones. Y así, hartos de verse hasta en la sopa y compartiendo el aburrido yugo del insomnio, la presión asfixiante de la mentira y el goce fingido de los orgasmos en cinemascope, fue creciendo entre ellos una animadversión apasionante que asumían a regañadientes y aliviaban por las mañanas a golpe de cadera, como quien ensaya un guión, en los baños, en el almacén o en la garita del guardia jurado. Quererse no sé si se querían, pero me contó Laura que un martes justo antes de abrir, hará cosa de un mes, los pilló el jefe en pelota picada y durmiendo a pierna suelta al otro lado de la sección de bicicletas. El despido, claro, era procedente y como quiera que el amor resultó ser el somnífero que ambos habían estado buscando tanto tiempo, su existencia nocturna como Molly y Seminem ya no tenía ningún sentido, así que se retiraron también del porno y ahora viven de las ganancias en una casita con jardín en las afueras.

Sunday, March 22, 2009

El jardinero cien

Imposibilitado para la poda por parte de padre, Domingo Romo Sanjosé llevaba casi treinta años soportando la maldición de haber nacido en el seno de una familia de robustos pero fugaces armadores y terratenientes. Después de una infancia depresiva con institutriz y galopa, galopa, galopa caballito de madera, la adolescencia supuso para él la entrada al mundo sorprendente y vegetal que se abría más allá del camino de piedra y cercado tipo hermanos Grimm. Con la mano de su padre en el hombro, asistió con inesperado terror al todo lo que alcanzan a ver tus ojos será tuyo algún día, hijo mío: acres y acres de fulgor clorofílico y cultivos localistas. Para Domingo Romo sénior, la decepción de ver a su hijo correr despavorido de vuelta a las enaguas de su nani solo fue comparable a la que supuso la aparición del esperadísimo segundo disco de Vainica Doble: tantas expectativas para llegar a esto.


Y es que Dominguín (quizá por culpa de la educación individual impuesta: un buen internado prescolar habría terminado de raíz con aquellas tonterías, porque genético no era) le tenía un pánico atroz a las tijeras, los podones, las cizallas y cualquier instrumento para recortar, perfilar o eliminar impurezas sobrantes. Era víctima de insoportables espasmos y pesadillas con el mero hecho de escuchar palabras como esqueje, vivisección, gramíneas u horticultura. Agrícolamente inhábil, en fin, se enfrentaba a la ignominia y al descrédito ante toda su estirpe al no poder hacerse cargo, como dictaba la tradición romera, él solo de sus posesiones y cultivos. Así que la misma mañana en la que enterraban a su padre -a la, también tradicional, edad de cuarenta y seis años-, en el panteón familiar de impecable ascendencia churrigueresca, se puso a buscar jardinero en los anuncios por palabras a pesar de la abierta oposición y cruenta burla de Adelita Sanjosé, entre otras muchas cosas su madre biológica.


Pero algo que había parecido sumamente sencillo en clase de etiqueta, protocolo y trato a la servidumbre, se convirtió en una retahíla de incompetentes enguantados incapaces de diferenciar un rododendro de un abeto nórdico. Y cuantas más entrevistas realizaba, más se abrían paso ante sus horrorizados ojos la mala hierba, la cizaña y las ortigas blancas. Así hasta que se plantó ante su puerta Rafael Salvado, electricista de toda la vida y devoto en la intimidad de los cultivos de latifundio, que numéricamente tenía el dudoso honor de ser el entrevistado cien. Todo fue de maravilla hasta que, cuatro meses después de la rúbrica del contrato y cuando ya las extensiones y praderas de los Romo de siempre volvían a refulgir con el esplendor de antaño, Domingo encontró a su madre y a su jardinero cien en bíblica relación en el cuarto de los aperos. Y tomando cartas en el asunto hizo lo único que se creyó capaz de hacer: abandonar decorosamente este mundo ayudado por una infusión irónica que contenía dos partes de adormidera y una parte de poleo, como si pensara: el que a vegetal mata... Los periódicos dijeron que había muerto joven aun para ser un Romo.


Saturday, March 21, 2009

Una cartulina azul para la crisis:

Cuando la presión filosa de un ere a destiempo se hizo en extremo insoportable, y siguiendo los consejos arbitrarios de su médico de cabecera, Rebeca González Tul se personó una mañana en la oficina del gerente con un discurso preparado y una carta de tres folios presentando su dimisión irrevocable. La carta (manuscrita sobre papel de estraza personalizado con ribetes, mariposas y otros motivos sinuosos) era más bien un resumen de la incompetencia, la inequidad y el descaro con los que había sido tratada durante los últimos nueve años y, como navegaba entre el escarnio y el ultraje, tampoco esperó demasiado por si hubiera alguna respuesta. Cerró de un portazo la cancela del departamento de Historia de la moda y salió por última vez del Museo del traje sin volver la vista atrás. Tenía 623 euros en su cuenta corriente y un puñado de ideas innovadoras sobre un modelo de zapatos que quería patentar.

Cuando la conocí, intentaba atravesar el parque infantil agarrada a una cartulina verde de cinco por cinco metros y un golpe de viento la arrojó a mis brazos con una precisión de novela barata. Entre las disculpas, los déjame que te ayude y otras galanterías de manual, me fui enterando de su pasión diseñadora, de sus visitas al inem, de los créditos imposibles y de un oscuro proyecto al que estaba dedicando esfuerzos y ahorros mientras no surgiera otra cosa. Ya cerca de su casa, esquivó con ternura mis intentos de café con leche y me agradeció mi compañía de porteador con un beso volado en el que creí ver, escondidos, cantos de sirena y fatalidad de precipicio: dulces labios para encallar, sin duda, pensé. Enamorado hasta el tuétano, pergeñé un plan repleto de posibles encontronazos que pasaba por patrullar su manzana con insistencia de publicano todas las tardes, a la salida del trabajo y hasta las doce o la una. Por eso estaba allí, frente a su portal, señoría, la noche de autos y por eso la seguí hasta la avenida de la constitución, sin saber aún qué se proponía e imaginando mil encuentros con amantes furtivos y muriéndome de celos a cada paso.

Cuando salí de mi escondite, ya llevaba varios minutos subida a una de esas horribles farolas que contaminan la avenida, decorándola con vestidos de cartulina, gasas, sombreros de ala ancha y zapatos de papel de plata. Su idea, me dijo mientras nos esposaban, era crear una especie de teatrillo gigante usando las farolas como perchas para colgar sus recortables y así poder montar escenas de películas a lo largo de toda la calle. Contaba con pelucas, rascacielos en miniatura, parques ajardinados e incluso con un par aviones y algo que tenía pinta de nave espacial y que era fundamental para las escenas vangelizadas del comienzo de Blade Runner. Alguien debería haber ocultado hace ya tiempo esta abominación estética, esta horterada luciente, ¿no te parece?. Y yo, que había establecido con su boca una sincera relación de creyente y dogma de fe, lancé la cazadora a un lado y me apresuré a sujetarle la escalera mientras colocaba una nube de tormenta sobre el montaje de Cantando bajo la lluvia. Estábamos aplicándonos en Casablanca, a la altura casi ya de Manuel Llaneza, cuando llegó la policía con sus malas maneras y sus imprecaciones censuradoras. El resto de sobra lo conoce usted. Aunque lo que me suceda me da un poco igual, por supuesto que me declaro inocente: deberían condecorarnos por arreglar ese infecto paseo y no machacarnos a base de multas por desperfectos en vía pública y escándalo vecinal, la verdad.



Wednesday, March 18, 2009

Castiga, exhausto, el poste tosco y recto e insiste, infausto, que ha visto a los espectros

Desde que me tienen encerrado aquí arriba, en el desván, he estado meditando la idea de convertirme en uno de esos fantasmas tocapelotas de los que tanto hablan en los programas nocturnos de la radio, para hacerles la vida imposible a los de abajo, a mis captores, ululando como el viento todo el día de aquí para allá y arrastrando mis cadenas con penoso pesar y patibularia pesadumbre. Aunque, siendo sinceros, a mí el tema este de la ectoplasmia como que me chirría un poco, la verdad: yo soy más de vivir, a qué engañarles. Si al menos pudiera convertirme en uno de esos espectros sofisticados con sombrero de copa y bigotito y bastón a juego, qué sé yo, un vizconde de algún coqueto terreno escarpado astur, me lo pensaría: desde que era niño he querido añadir un toque de elegancia a mi naturaleza perpetuamente tosca, torpe, como a granel.

El caso es que si alguien me garantizara la completa fantasmeización de mis esencias más fluidas... Porque esa es otra, ¿y si al final voy, fabrico una soga con mis sábanas sucias, me cuelgo de la lámpara, la diño y luego nada?. Me aterra la idea de convertirme en otro montón de huesos más en el desván, de solo ser otro cadáver. Morirse, qué les voy a contar, es un asunto delicado y yo soy de siempre sensible a los cambios: se me llena la piel de molestas urticarias y erupciones pustulantes con tan solo comprar un gel en oferta. Y eso que, por otro lado, estos últimos meses de aislamiento silencioso y tranchetes, he ido maquinando diversas maneras de suicidarme, a cada cual más aparatosa y compleja, que van desde la rotura de venas por astilla punzante, pasando por una traqueotomía casera con celofán, hasta la asfixia total por introducción de jersey de lana en la laringe.


En especial me atrae el tema de la sangre: si pudiera rasgarme las arterias un poquito, e ir muriéndome a ratos intermitentes, podría usar mi propia linfa para escribir a dedo alguna reflexión final, unos últimos insultos o quizá una dedicatoria postrera y mi testamento, lo que me diera tiempo: dicen que tardas un montón en quedarte dormido. Y es que he llegado a la conclusión de que lo que realmente echo de menos es escribir. Lo del silencio lo llevo bien, nunca me gustó hablar más de la cuenta, ni expresar mi opinión, ni dar mi apoyo, ni mostrar recelos ni nada; pero vivir sin bolígrafo me jode, y bastante. Durante mi gratuita estancia -gastos pagos- en este minúsculo desván he tenido un montón de ideas gloriosas para cuentos y novelas de diverso pelaje, pero se han ido diluyendo en el inevitable olvido por falta de tinta. Ni siquiera sé si tienen intención de soltarme o si han pedido por mí un jugoso rescate: el caso es que a estas alturas como que me dolería que me liberaran sin haber llegado a ninguna conclusión ectoplásmica: seguro que el pálido tono vaporoso habitual en los espectros me sienta divinamente y estoy en un periodo vital en el que me apetece tomar descabelladas decisiones estéticas, por probar. Seguiremos informando.


Tuesday, March 17, 2009

Prontuario de un veleta recién mudado

Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido. Rayuela, capítulo 40.

Aunque detesto la literatura de viajes, mi vida se ha ido convirtiendo en una suerte de movimiento traslatorio en el que cada mudanza supone la clausura de una etapa, el abandono de una estación, el deshielo propiamente, y origina en mi existencia un fondo de primavera con los primeros brotes retoñando al tibio sol de marzo. Empeñados hasta el estrépito en volver, el súbito reingreso a la vida gijonesa de señorona plenamente dindurra lo estamos viviendo con un comprensible alivio, como si el periplo ovetense no hubiera sido más que un largo viaje o un mal sueño, como si una patrulla de rescate nos hubiera abierto al fin las puertas de Dachau. No echamos de menos, en fin, aquel pasillo breve cuya angostura era el único destello de calor de toda la casa, pese a todo lo vivido, pese a las copas y a los líos y a Berli, pese a Berli por encima de todo.

Y aunque, nominalmente, solo hemos cambiado un Velázquez seis por un Menéndez siete, apenas un pequeño salto en el tiempo (y en el espacio, y en el confort), ahora puedo principiar todos mis cuentos con un: apenas le bastaba salir al balcón y estirar un poco el cuello para ver de reojo el mar. Acaso me esté acomodando, quizá haya cambiado banquetas por sillas Luis XVI, tal vez los treinta estén suponiendo el inevitable ingreso en una acomodada vida de barriga y alopecia -pese a que yo barriga tuve siempre-. Pero quiero pensar que no, que todos estos cambios no tienen un porqué acomodaticio, que el viejo y rebelde humano P sigue bullendo bajo estos pliegues sebáceos, que mi amargura no hay amanecer soleado que la domeñe.

He vuelto, hemos vuelto: se ha destapado de nuevo la caja de resonancias, el teatrillo gijonés de empedrado y nordeste girando otra vez, quién nos lo iba a decir. Desempolvemos los viejos trajes de agrios mimos malencarados para reconciliarnos con nuestros rincones, con los bancos de los besos iniciáticos; abracemos sin pudor nuestros viejos fantasmas que aún pululan desconcertados por la calle de los Moros buscando guía o sentido o sepultura. Sigue sin haber nada como estar en casa, ni lugar como esta vieja meretriz de tres al cuarto de tarifa asumible y tan tierna, y tan bella, y tan mí.


Solo espero que volver no sea cuestión de lágrimas, que la exagerada ausencia nos la haya perdonado en el mismo momento en el que asomamos la furgoneta llena de sillas y de promesas por Álvarez Garaya. Y como la desesperanza no cabe en cajas de cartón, diríase que estamos recién desembarcados y como nuevos, como limpios, como si le hubiéramos disculpado a Gijón el detalle atroz de convertir el teatro Arango en una corporación dermoestética y nos hubiésemos hecho un lifting dispensatorio. Cabrán tristezas, en esta nueva singladura a orillas de la calle Corrida, pero siempre podremos aliviarlas mirando de reojo el mar.


Gijón, 17 de Marzo de 2009, tres años y medio después.

Canciones para una renovación:

Cara A.- Desde el lado de P: Zahara, "Con las ganas".





Cara B.- Desde el lado de Albert: Vetusta Morla, "Sálvese quien pueda".