Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Wednesday, February 14, 2007


A Sandra, en quien es imposible estar solo.
Y a Berli, más chiquitito.



Supongo que está todo, dijo. Y cerró la nevera. Le gustaba hablar con los electrodomésticos como quien dialoga con sus plantas: quizá así le conservaran mejor los garbanzos o le hicieran la colada más blanca, más suave, más esponjosa. Además, contarles cosas del trabajo, del centro de acogida o del club de ajedrez, al microondas o al secador de pelo, atenuaba la frustrante soledad que por las noches, ya en la cama, le hacía difícil respirar (es curioso como el mero acto de aparcar el libro y estirar la mano para apagar la luz, te despeja totalmente algunas noches: pero si hace un segundo ni siquiera podías mantener los ojos abiertos y ahora, mírate, más fresco que una hortaliza. ¿Se deberá a algún desarreglo psicosomático?, pensó: debería mandar una carta al Muy Interesante)

Sí, estaba todo dispuesto: a lo largo del día, entre informe e informe, había vuelto varias veces a su piso mentalmente, repasando hasta el último detalle para no dejar nada al azar: el pack de Carlsberg, en el segundo balde, atrás; las dos bolsas de pistachos (y el bol para los cascos), preparadas ya sobre la mesa del salón; el helado de turrón con tropiezos, en el congelador y las películas, reservadas en el videoclub desde hacía varias semanas (Casablanca, La vida de Brian y El imperio contraataca: trío de ases perfecto para una velada de Sinvalentín) Estas pequeñas fugas mentales le echaban una mano, incluso, a la hora de evitar las decenas de postales corazónicas y cajas chocolatácticas que volaban y cambiaban de manos, con una prestancia de trilero, entre secretarios, ejecutivas, limpiacristales y reparadores de inodoro. De cuando en cuando tenía que agachar mucho la cabeza, fingiendo máxima concentración, si alguien se acercaba para invitarle a bombones o para algún intercambio de cotilleos: eran sobre todo las tres primeras horas, luego simplemente le ignoraban. Empezó a escocerle el antebrazo y levantó la vista del dossier como con desgana: alguien estaba comiendo bombones de coco: maldita alergia.

Parecía que no iban a dar nunca las seis, que la tarde adquiría una consistencia chiclosa y que se estiraba ante los ojos, cuando un tipo ataviado con mono gris marengo se detuvo delante de su mesa. Dijo: "Esto es para usted. No lo vuelque. Fírmeme aquí" "No, ¿yo? Tiene que haber una confusión. Yo no he pedido nada. ¿Quién lo manda? No, no será para mí" "Oiga, en Giráldez y Subirats, paquetes y envoltorios, no nos equivocamos jamás. Aquí tiene bien clarito su nombre, el mismo que el de la chapa de su camisa, Rubén Jumillo Lodazal, usted. Así que firme, rápido, que he quedado con la parienta para una cena romántica"

Luisa, la vicesecretaria de dirección, asistía, sonriente, al espectáculo circense: Jumillo atravesando la oficina con aquel paquete enorme bajo el brazo. Llamó a Inés Sancho, la directora de marketing, y le dijo: "la operación Jumillo está en marcha" Mientras, el objeto de estas maquinaciones, se dirigía a su casa entre molesto y contrariado: espero que esto no me joda los planes, se dijo en el ascensor. Al cruzar la puerta de casa, tropezó con el perchero y el paquete se le cayó al suelo; tras el golpe, empezaron a escucharse unos ruidos que provenían de la caja: algo vivo se movía en su interior. Un poco asustado, cogió un abrecartas y fue deshaciéndose del envoltorio. Detrás un enorme lazo rojo, en uno de cuyos extremos pendía una tarjetita color crema, había un perrito mirándole atenta, abierta y tristemente.

Le dominó la ira: buscó el número de la agencia en internet, en las páginas amarillas, pero aquellos Giráldez y Subirats no parecían existir. Llamó a la oficina, por si podía averiguar algo, por si alguien hubiera visto al mensajero, pero no le cogieron el teléfono. Casi desesperado (el perrito había empezado a lloriquear, tendría hambre) marcó el número de su madre para pedirle consejo, o ayuda, pero le saltó el contestador automático. No encontrando otra salida, cogió un paquete de jamón de york, sentó al perrito en su regazo -era sorprendentemente dócil y muy suave al tacto: increíblemente acariciable- y empezó a darle trocitos. Después de cenar dieron un paseo por el pasillo, jugaron con un rollo de papel higiénico, riñeron por culpa de unas meadas inoportunas, hasta que al final el perrito (al que hacía un buen rato que ya llamaba Berlioz) se durmió sobre una toalla de baño. Jumillo, exhausto, fue a la cocina a beber un poco de leche y comer un par de galletas, pero no pasó de la puerta. En el reloj de pared, sobre la encimera, acababan de dar las doce y media. Ya era día quince de febrero y el helado seguía en el congelador, intacto. Había estado tan ocupado con Berlioz, dándole de cenar, limpiando sus evacuaciones, que no tuvo tiempo de pensar en su soledad, en sus planes peliculeros, en sus frustraciones o alergias. Asombrado, pensó que era hora de descansar. Camino de la cama, pasó por el baño para ver si Berlioz seguía durmiendo: estaba empezando a cogerle cariño a aquel perro. Antes de dormir releyó la tarjetita por quincuagésima vez. De alguien que te quiere.