Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, June 16, 2008

Breve crónica de un ascenso afónico

A Torkildsson, a Minibro y a Albert que lo vieron.



Diez años sirven para hacerse mayor. Para conocer la felicidad. Y la tristeza. Aunque las lágrimas de ayer estaban justificadas y apenas tenían sal, eran lágrimas como goles, gotas de puro cuero acumuladas durante diez años de travesía, interminables, sí, pero conclusos. Poco después de las ocho de la tarde Gijón era una fiesta. Globos, banderas, voladores. El ascenso sonaba a cláxon y olía a mar cantábrico, que ayer parecía aderezar con risas de rojo su habitual blanco espuma. Hoy hablo desde la víscera, sin tiempo para el reposo, ni para el análisis, sin casi voz, aún temblando. Y eso que el partido fue cómodo, demasiado. Lo hablábamos en el descanso, parapetados detrás de la enésima cerveza: nadie se creía que no fuéramos a sufir, porque el guionista de esta historia no entendía de infartos y los finales ante el Córdoba y el Granada presagiaban nervios y sudores hasta el último minuto. Y sin embargo todos, desde el árbitro hasta la Real Sociedad, se mostraron dóciles y permisivos.Hasta el primer gol, incertidumbre; luego fiesta. No habían pasado cinco minutos desde el pitido final cuando salimos a la calle por primera vez, después de diez años en segunda. Los coches eran violines, música de fondo, entre los aplausos de la gente que pasaba. Y los abrazos, y los besos y las felicitaciones telefónicas. Nos miramos a la cara, incrédulos aún, sin saber muy bien cómo reaccionar, ni qué decir, ni cómo se comporta uno en primera división.


Cuando fuimos a Ferrol a ver al equipo, hace un par de meses, llevábamos la bufanda al viento e intacta la esperanza. Por el camino, atravesando lentamente la deliciosa y curva Asturias, íbamos adelantando coches y autobuses plagados de banderas y de sueños, creyendo un poco en que quizá este año sí era posible. Y ni siquiera ganamos, aquella tarde de sábado ferrolana. Bueno, ganó Gijón, ganó Asturias: miles de sportinguistas reunidos lejos de casa, abrazados a una ilusión, sin la euforia contenida que dicta el sentido común. Notas la patria cuando miras a los ojos de esta gente, anoche lo pensaba de vuelta a casa mientras charlaba con el taxista sobre la vida y otras cosas del montón. Te emociona ser asturiano cuando estás fuera y ves el azul cielo de la bandera, la cruz, la risa. Ayer Asturias fue rojiblanca. Porque también sufrimos cuando el Oviedo se quedó a las puertas: esa rivalidad es absurda y televisiva. Dentro de unos días, a finales de semana tal vez, empezará la reflexión, habrá que mirar fijamente al futuro y darse cuenta que las victorias del ayer solo duran un segundo. Aunque no, esta vez no: lo de ayer durará al menos una temporada, unaño entero, poco importa lo que suceda mañana: hemos vuelto, la sangre me dice que hemos vuelto mientras mi cabeza aún no se lo explica. Anoche se demostró que sí, que diez años eran suficientes. Diez años de alegrías, de felicidad, de tristezas, de rabias: nos hemos hecho mayores pero aún sabemos llorar como niños, lo demostramos ayer. ¿Llorar por algo tan banal?: no, no era por el fútbol, era la vida.



Friday, June 13, 2008

Efemerízame IV: Cambio Cousteau por vaquero fortachón

Del 11 de Junio de 2008


Tenía trece años cuando una marea inoportuna quiso tragárseme una oscura mañana de junio en la playa san lorenzo. En el último momento, con los pulmones encharcados ya y las fuerzas ausentes, apareció de la nada una zodiac enorme y gris, y un vigilante me privó del dudoso placer de morir ahogado. Desde aquel día no he vuelto a meter un pie en el mar y odio profundamente el olor a salitre, las gaviotas, la merluza del pincho y la gente en bañador, lo cual es paradójico si se piensa que, desde que tengo uso de razón, siempre he querido convertirme en Jacques Cousteau, el fantástico explorador marino francés. Ni recuerdo la cantidad de veces que me habré colado en el baño de mis padres y, llenando la bañera de agua con sal, me he sumergido con mis tiburones de plástico y mis geyperman buceadores, imaginando que viajaba a bordo del Calypso en alguna expedición al mar de los sargazos. Luego, con los ojos irritados y la piel arrugada, me iba la cama a soñar con monstruos marinos, con sirenas de inevitable canto y con veinte mil leguas de viaje subneuronal. Por eso, cuando me llegó la hora de la universidad, y desoyendo mis traumas playeros y mis necesidades literarias, me empeñé en ser biólogo.


Pero para llegar a biólogo y convertirme en Cousteau, tenía que volver al mar, así que consulté con un expecialista, a ver si podía ayudarme con mi miedo patológico hacia todo lo oceánico, y este me aconsejó que la mejor manera de vencer ese terror era coger el toro por los cuernos, olvidarme de las arritmias, los sudores fríos y las visiones borrosas, coger un flotador y tirarme al agua. Muy animado, salí de la clínica y me fui a una tienda de especialistas en buceo y allí me compré un equipo con todo, desde manguitos hasta bombona de oxígeno, pasando por un bote de remos hinchable y una cámara acuática nikon. Pero, a la hora de la inmersión, fui incapaz de meterme dentro. El mar cantábrico parecía infinitamente denso, oscuro, peligroso, abismal; sus aguas frías, despiadas, traicioneras. Paralizado por el miedo, le pedí al patrón que pusiera la proa al puerto deportivo y que me devolviera a tierra firme cuanto antes. Al llegar a casa tiré a la basura todos los enseres que había comprado, excepto las gafas de bucear: al tocarlas me daban una sensación inexplicable de tranquilidad, de calma, de sosiego; quizá era por la goma naranja que las rodeaba, o por la cinta elástica, o por los cristales tintados. Adoraba tocar aquellas gafas, así que me acostumbré a salir de casa llevándolas siempre en el abrigo, al alcance de la mano, pues el frío tacto del cristal aliviaba de un modo inmediato mis neuras, ayudándome a respirar. A veces, incluso, me las ponía para dormir, por si el sueño me llevaba a la fosa de las marianas o al atolón de las bikini. Hasta que un día, haciendo limpieza general, mi madre se deshizo de ellas pensando que eran parte de algún viejo disfraz incompleto.




Desde entonces han pasado seis meses y me encuentro fatal. Aunque he comprado un montón de pares de gafas para bucear del mismo estilo que aquellas, ninguna funciona igual. Y tampoco me atrevo a dormir, por si el mar me aborda en sueños y me hace cosas malas. Sin embargo, hoy he visto algo en internet que puede funcionar. Al parecer, este once de junio no solo es famoso por ser el cumpleaños de Cousteau: hoy hace 29 años de la muerte de John Wayne. Así que he pensado que quizá lo mejor sería cambiar de ídolo. A partir de ahora ya no intentaré convertirme en un experto submarinista con nariz aguileña y acento francés: voy a ser un vaquero duro, aguardentoso y medio irlandés. Ya lo tengo todo pensado: iré al mercadillo del fontán, me compraré un sombrero de ala ancha, un chaleco con muchos bolsillos y un revólver de pega, y me apuntaré a clases de equitación. No es que eche de menos dormir, pero ahora que llega el veranito me apetecía volver a darme un chapuzón en san lorenzo, la verdad.






Hoy, viernes y trece, se producirá mi estresante y esperado debut en la radio local. Yahooo! Aún no conozco la hora exacta pero se calcula que será en algún momento entre las diez y las once de la noche. Si no salgo vivo de todo esto me apetece decirte una cosa, lector: te quiero.

Saturday, June 07, 2008

Por un cuenco de sopa

A Sara, que se divirtió escuchándome


La idea me la dio un tipo al que conocí en el foro-gijón de amigos de Charles Dickens, hará unos cuatro meses. Se hacía llamar Pequeño_Timmy y enseguida congeniamos: nos pasábamos las noches de invierno, al abrigo del ordenador, hablando sobre tal o cual escena de David Copperfield o sobre la intervención de la culpabilidad como personaje en Tiempos difíciles. Según él, uno no se convertía en un auténtico dickensiano hasta que realizaba un viaje, entre iniciático y ritual, al Londres de sus novelas, hasta que palpaba en sus huesos el frío húmedo de la niebla británica. Seducido por la posibilidad de misteriosos carruajes despendolados atravesando el pavimento desigual de estrechas calles mal iluminadas, metí un par de camisetas y una muda en la mochila y cogí el primer vuelo barato que me llevara desde Ranón hasta Stanstead.

Sorprendido, comprobé que dos siglos de evolución y cambio climático habían hecho de Londres una ciudad soleada, sin pavés, sin carruajes y sin niebla en la que brillaban por su ausencia la buena educación y los sombreros de copa. Sobre la marcha, tracé un plan de choque para impedir que mi viaje iniciático se fuera por el sumidero. Como no tenía donde dormir, pasé los quince días siguientes vagando por las calles, sin lavarme, sin comer apenas, intentando convertirme en un mendigo londinense más. Cuando mi aspecto era ya lo suficientemente malo, fui hasta Old Street y me aposté ante la entrada de uno de tantos edificios de negocios. Mi idea era localizar a un empresario de aspecto tiránico, despótico, avaro y despiadado y suplicarle una limosna. Él, claro, me la negaría con desdén, humillándome, tachándome de vago, de maleante, de parásito, escupiéndome incluso, como Mr Scrooge en Cuento de Navidad, y con esa inyección de desprecio humano podría yo recuperar algo del espíritu dickensiano de esta ciudad, que parece muerto desde hace cien años.

Atardecía cuando creí encontrar, al fin, a la víctima apropiada. Tenía unos cincuenta, era delgado, alto, pelo canoso engominado, bigote. Parecía altivo y austero y nada magnánimo, así que le perseguí calle abajo hasta la estación de metro, contándole una truculenta historia ficticia llena de divorcios, accidentes trágicos, desastres naturales y depresiones varias. Sin embargo, mi escrutinio a primera vista resultó ser una porquería, ya que el tipo resultó ser un bendito, se conmovió al oír mi historia y me llevó a su casa. Me presentó a su mujer, Mildred, y entre los dos me preocuraron ropa limpia, un cuenco de sopa y un catre donde dormir. A la mañana siguiente no dejaron que me fuera, me obligaron a quedarme unos días alegando que estaba muy débil, que tenía que recuperar fuerzas. Incluso, pasada una semana, me llevaron a conocer a Silvy, su única hija, una exitosa abogada que vivía en un loft en el Soho. Cada vez se me hacía más difícil salir de allí, para ellos era como una especie de hijo pródigo y me atendían a cuerpo de rey. Ahora llevo más de dos meses aquí metido y no sé bien qué contarle a mi mujer, en Gijón, cuando la llame para decirle que todavía no voy a poder volver y que me han prometido en matrimonio a Silvy. De Dickens ni me acuerdo, claro.






(Este texto quizá sea la efemérides del próximo lunes, 9 de junio, 138 aniversario de la muerte de Dickens)

Thursday, June 05, 2008

Efemerízame III (en antena el 5 de Junio hacia las 23.20 horas)

Acababa de cumplir los treinta y las cosas me iban más o menos bien. Tenía un trabajo decente, media docena de amigos solteros, una hipoteca y un principio de úlcera que me visitaba sobre todo las mañanas de domingo con resaca. Era feliz, aunque en realidad no lo era: mi lado sentimental estaba perdido en un bache, que más bien parecía un abismo, desde hacía ya demasiado tiempo.

No es que estuviera impedido para el amor, no, al contrario: sufría de enamoramientos súbitos y salvajes, pero me duraban un par de semanas, como mucho, y luego se iban a la misma velocidad a la que venían. Ni siquiera era capaz a serle fiel a mis amores platónicos. En mi descargo diré que en cada chica que me hacía perder la cabeza yo veía a la mujer de mi vida, a la perfecta, a la definitiva, a la madre de todos mis cachorros; y que en cada desengaño, mi corazón sufría y se quebraba y se retorcía de dolor, hasta que un par de horas después conocía a otra en la cola del autobús y el proceso empezaba de nuevo.

No negaré que echaba de menos a aquel adolescente tímido, huraño y retraído que sudaba tinta china cada vez que tenía que acercarse a una chica y que, cuando reunía el valor necesario, era incapaz de articular dos frases sin tartamudear. De un tiempo a esta parte, sin embargo, me había crecido un desparpajo insólito, me había vuelto atrevido y descarado y decidido y un poco arrogante. Y estos cambios sintomáticos en mi personalidad me tenían bastante preocupado, así que pedí hora con mi médico de cabecera, la doctora Baelo.

En cuanto le expuse el caso, la doctora me diagnosticó sin parpadear, aunque quiso asegurarse pidiéndome hora para hacerme infinidad de análisis y pruebas. Al cabo de tres semanas me llamó a su consulta a por los resultados. Al parecer, era víctima de un mal genético poco común, debido a una leve deformación del cromosoma 27, y que se llamaba la enfermedad de Casanova. Solía darse en varones jóvenes, y era normal que los síntomas se empezaran a notar concluida la adolescencia, a partir de los 25 más o menos. La mala noticia es que era una dolencia sin cura, sin tratamiento, sin posología. La buena, que esa enfermedad había hecho de mí un seductor.

Total, que últimamente no salgo mucho de casa: mi reloj biológico me anda pidiendo a gritos un poco de descendencia, pero mi cromosoma 27 prefiere ser Casanova.



Tuesday, June 03, 2008

Efemerízame II

(28 de mayo de 1953, en algún lugar cerca de la cima del Everest)


Tensing: ¿Queda mucho, jefe?

Hillary: No sé, ¿cómo quieres que yo lo sepa?. Deja ya de preguntarme una y otra vez lo mismo. Hay que atravesar ese bloque de hielo de ahí y luego ya veremos.


(seis horas más tarde y diez metros más arriba)

Tesing: Jefe, tengo hambre.

Hillary: Sí, la verdad es que yo también. Creo que es la hora del té, y a la hora del té siempre me entra hambre.

Tensing: Pero si aquí no hay hora del té, aquí nunca son las cinco, con esta luz vivimos en una eterna madrugada. Además, usted no es inglés, no sabía que tomara el té.

Hillary: Yo soy lo que me da la gana, inglés o lo que quiera, y si digo que es la hora del té, lo es. Así que venga, vete cogiendo un par de bloques de hielo y me los fundes bien, que yo iré montando el Campo Nueve. Anímate, Tensing, creo que mañana llegaremos a la cima.

Tensing: Pero, Jefe, apenas nos queda combustible en el camping gas, luego cómo vamos a calentar la comida, no se olvide de que aún queda la bajada.

Hillary: No oigo gotear ese hielo, Tensing.

(Mientras tanto, en su casa de Nueva Zelanda, la señora Hillary espera ansiosa noticias desde la cima del mundo)



Voz de hombre: ¿Estás segura de que tu marido no va a venir esta noche?

Sra Hillary: Que no, ya te lo he dicho mil veces, está de viaje. Bésame y cállate, anda.



(A la mañana siguiente, 29 de mayo de 1953, a 8053 metros de altitud Hillary y Tensing salen del campo IX a las 6.30 en dirección a la cima, a donde llegan a las 11.30 de la mañana)


Hillary: Hemos llegado, por fin. Tensing, toma, hazme una foto, que se vean bien esas nubes de tormenta. Y la bandera, saca también la bandera. Hoy es un día grandioso para la humanidad, el mundo entero se extiende a nuestros pies.

Tensing: Oh, no, jefe, me he dejado los carretes en el campamento base, qué pena porque hubiera quedado genial una foto de los dos con estas vistas.

Hillary: Pues mira, ya que bajas a por ellos sube también el gramófono que esto está como seco, apagado, hay que ponerle algo de música a este momento.

Tensing: Claaaro, claaaaro, jefe, usted espere sentado en ese risco de ahí que yo estoy de vuelta en dos o tres semanas.




Monday, June 02, 2008

Sister, can you spare a quarter?

A mi hermana, Henar: 25 impar y pasa.

Desde que descubrí que el cumpleaños de mi hermana coincidía con el de la edición de la primera parte del Quijote, soy presa de una suerte de celos literarios que me tienen embutido en un incómodo traje inquieto que no para de generar arrugas e inestabilidad ficcional. Me siento vícitima de una injusticia poética de tamaño jurásico, más que nada si tenemos en cuenta que ella tiende más a Harry Potter que a cualquier otro hijo del blanco sobre negro. Y el victimismo me conduce a un tenebroso pozo de depresión del que solo soy capaz de salir si decido que, este año, no deberé comprarle nada, que bastante regalo tiene con haber nacido un dos de junio. Como ya estoy en parqueprin y tengo pasta fresca en el bolsillo, entro en la Fnac y me atiborro de libros (La crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Murakami, es la joya de la corona de este último pillaje). Además es sábado y el sol se está poniendo, por lo que el momento es ideal para acercarse hasta el Mac's y saltarme la dieta a base de cuartos de libra. No llevo ni cinco minutos-y el flurryhelado me está mirando al otro lado de la mesa, más allá de las servilletas de papel- cuando me invade la aprensión y la culpabilidad y la sensación de haber sido insensato, egoísta y un poco capullo. Dejo la merienda-cena a la mitad, me levanto y me voy corriendo al coche.






Mientras conduzco a la deriva por el centro de Asturias pensando en un regalo significativo e ingenioso para mi hermana, voy escuchando la banda sonora de Mary Poppins. Mi tema favorito, It's a Jolly Hollyday, lo cantan Mary y Bert justo después de saltar dentro de un cuadro, mientras los niños se dirigen a la feria que hay al final del camino empedrado. Cada vez que termina vuelvo a ponerlo como si en alguna parte de esa canción se escondiera la respuesta al problema que me circunscribe y arruga. Fijándome en el paisaje, caigo en la cuenta de que conduzco al ritmo de la música, en círculos y con ocasionales invitados de fábula. Y mientras tarareo pienso que, cuando llegué, los 25 no fueron para mí el fin de todas las ferias, que todavía me quedaron ganas de subirme a los caballitos en marcha, que aún me venían grandes los pantalones largos. Eso, la feria y los caballitos y la madurez y un control de alcoholemia deciden desviarme hacia toisarús y, por tanto, mi regalo de este año: un enorme caballo de felpa marrón, con la crin amarillenta y salvaje y los ojos del tamaño de una pelota de pingpong al que llamaremos, claro, Rocinante (ya me imagino a Rocinante a los pies de mi excama, pastando alfombra y sesteando a la vera de los visillos y los armarios empotrados).





Aunque no, estoy mintiendo o he llevado demasiado lejos esta historia que es ficticia o falsa desde el momento en el que decliné coger el coche y seguí rumiando mis desdichas frente a google, sin salir de casa, sin fnac ni merienda-cena ni nada. Así, en mi cuarto, averigüé que, mientras mi hermana celebra con su nacimiento reiterado la primera parte del ingenioso hidalgo, yo podré recordar místicamente la muerte de Allan Poe con el mío; y fue eso, y no una canción de Mary Poppins en mitad de ninguna parte, lo que me hizo considerar que, tal vez, mi hermana sí mereciera un regalo este año al fin y al cabo; que aunque un cuervo no hace quijote, los crímenes de la calle Morgue bien valen un parto. Lo de Rocinante es, aunque aún no, totalmente cierto.