Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, June 09, 2014

Panegírico y cinematográfico -un cuento-.

Ha fallecido -injustamente- el crítico de cine Enric Faus, a los 63 años, víctima de una tajante enfermedad que solo sus familiares más cercanos conocíamos. Con una prudencia en él inédita, su luz de gas se apagó este lunes 7 de abril en el domicilio de la madrileña Calle Mayor donde vivía desde 2001. Faus, impecable en la reseña y despiadado en el comentario, participó -si no fue uno de sus creadores- en esa corriente crítica destructiva que arrasó en los años ochenta y que se llamó Análisis Final. Entiendo que él, como nadie, contribuyó a magnificar la figura del articulista cinematográfico sin escrúpulos y sin perdón. Hubo una época en la que la prensa especializada se lo rifaba y en la que no había fiesta, recepción o estreno que no contara con su figura breve y su frente sin novedad. En estos tiempos modernos, sin embargo, permanecía encerrado en su apartamento acosado por ingobernables ataques de vértigo y bailando, ya, con los lobos terribles y aciagos que, al cabo, han terminado por arrebatarle la risa sometiéndole al crepúsculo de los dioses. En semblanzas desproporcionadas, los que fueran sus jefes y colegas han dibujado la estampa de Enric Faus esta semana, destacando su diligencia, su melomanía y sus raíces profundas, dejando de lado esa visión personal y agotadora con la que lo aprehendía y lo diseccionaba todo,  abandonando solo ante el peligro, como a un caballero sin espada, al que fue -he de decirlo ya- mejor crítico europeo del siglo veinte. Sucedió una noche, hace ya varios años, una anécdota que no me gustaría soslayar y que remarca a la perfección quién era Faus. Corrían los mejores años de nuestras vidas y muchos viernes íbamos a cenar con Sofía, su mujer, y con quien quiera que fuera mi pareja por entonces. Aquella noche en cuestión hablábamos -creo- de la eutanasia y, aunque aún no vivía con la muerte en los talones, Enric entró en modo flemático y circunspecto y con pausa y celo nos dijo (o le dijo a Sofía y nosotros éramos apenas espectadores de excepción): ¨cariño, si intentan otorgarme un premio cuando muera, una orden del mérito cinematográfico o un sofá honorífico en alguna academia rimbombante, recházalos todos. A mí no se me premia a título póstumo, no deseo que mi muerte sea la mayor de mis virtudes ¨. Ese era el Faus desconocido, el cazador en busca de una improbable quimera del oro. Como desconocida era, quizá, la faceta que más me gustaba y mejor pude apreciar de Enric: su inagotable labor literaria. Bajo el seudónimo de Bob Roberts -ahora ya no hay merma al arrancarle la careta, ni siquiera seré el primero- escribió alguna de las páginas más extraordinarias que yo haya tenido el placer de devorar. Títulos como Confieso que he bebido, La conjura de los pecios o Piensa en Vermeer, le sitúan como faro y puntal de la literatura finisecular en lengua castellana. Esta semana, en fin, se ha ido un mentor, un amigo, un hermano, uno de los nuestros: espero que haya encontrado ya su lugar en el sol que, para él, es seguramente la penúltima fila de un cine de barrio mientras allí pongan Ciudadano Kane, Sopa de Ganso o El halcón Maltés. Descanse en jazz.