Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, July 29, 2013

Gone Girl contra Greyfinger

Aunque mis letras están a veces plagadas de sexo nunca he disfrutado con la literatura erótica, no me gusta leerla ni soy capaz de escribirla, jamás podría empezar ninguno de mis cortos cuentos con un y entonces le arranqué las bragas, literalmente me cuesta un mundo soplar nucas y no tengo amplitud de miras para morder almohadas: un tipo poco sensible soy, vaya. Creo que es por la sobredosis de adjetivos: me agobia que en esos libros todo sea de una manera determinada: los brazos hercúleos, el torso rocoso, la cadera delicada y los montes jugosos, como fruta madura. A mí, cuando estoy en el cutre, si me asaltan los adjetivos suelen ser flácidos, endebles, exiguos y apagados; estoy más preocupado en mantener cualquier incipiente erección alentadora que en componer detalladas listas de sinónimos tersos y metáforas de alivio. Y en la cama me pasa igual. La realidad es ir al trabajo en autobús un 7 de noviembre, que llueva, haga frío y estés pillando una gripe de cojones, nada de una cabañita en el filo de un lago plácido con un misterioso lord inglés versado en sadismo superficial y en caldos provenzales. Y yo, de lo que no sé no escribo nunca, y apenas leo nada, para no descentrarme.


Así que cuando voy a buscar libros me incomoda encontrarme con ciertas portadas subidas de trono, intento evitar esas secciones en concreto pero pareciera que lo carnal lo invade hoy día todo -de poesía griega a dramaturgia francesa- en un avance directamente proporcional a la disminución del largo de los pantalones cortos de las niñas de 16 años.  Así, digo, no puedo evitar lanzarme en brazos de cualquier estupidez editorial con tal de prevenir otras lecturas más venéreas. Es el motivo por el que he leído estos días dos novelas que funcionan entre sí como contrapunto de lo que llamo la pretensión del escriba. Por un lado digerí con dificultad la primera novela de J K Rowling después del espantoso final de Harry Potter. Aburrida, con algún momento de nulo interés, intenta navegar en aguas dickensianas con herramientas nada dickensianas y se hunde en el Támesis de la mediocridad a pesar de que, por aquello de no confundirse en los momentos de pasión, su nuevo protagonista -aunque muerto- sea Barry, y no Harry. Lo único que hace aceptable Una vacante inusual es la esperanza, disminuida según se avanza penosamente, de que aparezca Longbottom en cualquier momento y haya alguien que se ponga a jugar al Quidditch. Un pestiño, en fin, de alguien que intenta escribir un buen libro y no puede. Los que lo consiguen una y otra vez con aparente facilidad son Preston y Child, o quizá es que escriben siempre el mismo libro y cambian, a veces, los nombres de los protagonistas. El cadáver, segunda novela del nuevo Pendergast, Gideon Crew, se defiende a sí misma con un ritmo rápido y una sucesión de persecuciones tibias y amenazas nucleares que, igual que como sucedía con los casos del viejo Aloisius, termina más o menos bien con un volveremos pronto. Se deja leer.


Y sucede de pronto que, aún con el cadáver de Harry -Querbert- templándose en las estanterías menos ruidosas, el nuevo bombazo editorial sacude las entrañas del mundillo literario. Gone Girl, tercera novela de la escritora americana Gillian Flynn. Incorporaba recomendación de Stephen King en  la contraportada, así que no pude devolverla a su estante y no me arrepiento. Quizá sea el libro del año. Muy bien escrita, divertida a ratos, inquietante siempre, consigue que te pases 500 páginas odiándolos a todos sin tener muy claro quién es el bueno en esta historia de matrimonio que se rompe pero que no pero porqué. Es un libro tan complicado de dominar que justo cuando crees que estás surcando una de Sophie Kinsella o de Marian Keyes, te salta con algo de Tarantino o de Patricia Kornwell. Pasarás un rato estupendo averiguando qué coño ha pasado con Amy Dunne. Excelente y además también salen pollas y violaciones en botella, para los amantes de Grey lo digo.


Sunday, July 21, 2013

It´s a trap -Admiral Adback said.

Tengo medio calculada una tesis pectoral de ancho calado sobre la trampa como catalizador en las películas de acción americanas de los últimos veinte años. Es un proyecto ambicioso por lo que, probablemente, nunca lo lleve a buen puerto: me aburre profundizar, siempre he sido más de pasar un poco la mopa por encima y ya. Además, cada día surgen dos o tres nuevas pelis que se adscriben perfectamente en los parámetros de mi hipotética tesis, así que en cuanto se publicara estaría ya desfasada. Un martirio, con lo que odio estar pasado de molde. Sin ir más lejos, esta semana me he tragado con Nestea una que perfectamente podría engrosar el capítulo catorce de mi estudio: G.I.Joe Retaliaton, una verdadera venganza en asuntos cinematográficos. Mala a rabiar, con su habitual dosis de tiros y puñaladas, que solo repunta milimétricamente durante la breve aparición de Bruce Willis como General Joe, o quizá era Coronel. Otras dos horas tiradas a la basura, como si sobraran.


Un lugar común en todas estas producciones -rebosantes de efectos especiales, vacías de dignidad- es la tenebrosa figura gubernamental que se esconde siempre detrás del engaño. Y es que en el cine, como en la vida, los políticos han superado ya niveles de aceptación pública solo al alcance de los violadores, los pederastas y los banqueros. Si yo dirigiera un grupo paramilitar de élite y alguien del gobierno intentara contratarme, le pegaría cuatro tiros e iría corriendo a esconderme a una cabaña perdida en las montañas rocosas. Desafortunadamente nunca he sido un gran tirador, como he demostrado con creces en ferias y romerías a lo largo y ancho de los últimos veinte años. Tampoco he visto nunca de cerca un arma, y por eso soy incapaz de escribir novela negra. Como no hay una sin tres, también he visto Objetivo la Casa Blanca, que no aporta nada nuevo a las miles de películas en las que quieren cargarse al presidente -ya ven que no soy el único que finjo matar políticos- y, al fin, ya que Bruce Willis dominaba la semana, Jungla de Cristal 5: un buen día para morir, de la que se puede decir sin temor a equivocarse que un buen día para morir habría sido si me hubiera alcanzado la muerte antes de verla.



En qué te has convertido, John McClaine, ídolo de juventud, icono de la dureza irónica, quintaesencia de lo guarro atractivo (siendo lo guarro feo algo más parecido a Mourinho). Entiendo que a los sesenta años uno no pueda arrastrarse por el hueco del ascensor con el mismo estilo. Comprendo que la camiseta blanca de tirantes manchada de grasa, sudor y sangre empieza a no sentar tan bien. Soy capaz de asimilar que ni siquiera queden malos malísimos de altura -Alan Rickman, William Sadler, Jeremy Irons, incluso Timothy Olyphant y su cara de asco glacial, si se quiere uno pillar los dedos-. Pero desnudar a McClaine, quitarle los chistes buenos, las frases lacerantes, las salidas perfectas. Engendrar un apestoso guión a base de respuestas cortas sin mucho sentido, destrozar el centro de Moscú en una persecución de casi veinticinco minutos después de la cual uno se olvida porqué se persiguen con tanto afán. Matar la saga de cristal, digo, es un crimen que debiera condenar a los guionistas en cuestión al mismo infierno que a nuestros queridos políticos. Al menos antes también te robaban pero podías ir  a ver una buena peli. Ahora, ahora el cine ha muerto y quizá nos queden las performance o MasterChef. 

Sunday, July 07, 2013

El mal francés

   Nunca he ocultado, aunque tampoco hago hincapié, que me faltan dos asignaturas para terminar la carrera. Embargado por el idealismo narrativo, creía que todo buen filólogo debía manejar con cierta soltura la lengua francesa, para leer a Proust en su idioma original y esas cosas absurdas de relumbrón. El problema es que yo odiaba el francés así que nunca me puse en serio a preparar los exámenes de junio. Como mi sagrado deber filológico no me permitía cambiar de optativa -y tan sencillo hubiera sido agarrarme al italiano, al ruso o al mandarín- y  la náusea transpirenaica no me dejaba presentarme,  inserto en ese bucle imbécil han pasado diez años. No es que esa ausencia haya sido  para mí una afrenta o una obsesión, más bien todo cayó un poco en el olvido, sepultadas mis ansias novelescas de los veintitantos por un cúmulo amorfo de responsabilidades laborales, alcohólicas y, más recientemente, paternomaritales. Simplemente lo dejé correr y no ha sido hasta esta semana que me he arrepentido a fondo de no saber francés. Me explico. 


   Ha caído en mis manos como escupido el penúltimo estallido editorial que planea convertirse en la repanocha veraniega para playas y praderas. A saber, La verdad sobre el caso Harry Querbert del joven -celos- escritor suizo Joel Dicker. Desde Twin Peaks hasta Lolita, de la trilogía Millenium a John Grisham, la crítica ha bendecido esta novela acelerada de intrigas literarias y policiales, colmándola de apellidos, referentes, veneros y deudores hasta la extenuación. Pese a que, ya confieso, no soy un completo filólogo y solo puedo leer a Dicker en su traducción al castellano, me atrevo a dejar mi granito de arena sobre el caso Querbert por si a alguien le interesara: así, a bote pronto, le sobran unas doscientas páginas de las más de setecientas que conforman al angelito. Es cierto que el meollo, el centro de la trama, la investigación del asesinato de Nola Kellergan, está escrito con acierto, mantiene muy bien el clímax y es bastante entretenido. Y si se dejara de interruptus abúlicos de tres al cuarto, de adolescentes enamorados del amor con un léxico similar al de una zapatilla vieja, le iría mucho mejor. Pero comete Dicker el error de gustarse demasiado, y en ese error naufraga ciertamente su novela.


   Por resaltar uno de los momentos flacos, más allá de los personajes toscos y predecibles, y de los diálogos juveniles, el personaje central de la novela es otra novela, la del escritor Harry Querbert, de la que constantemente se nos dice que es una de las obras cumbre de la literatura americana del siglo XX. Y si se contentara Dicker en decirlo, los lectores podríamos creer que Querbert es un hacha al aparato, o no, pero como necesita mostrarlo todo los breves fragmentos que de esta obra se incorporan en aquella se parecen más a la incontinencia verbal de una niña de doce años que le confiesa a su diario el intenso amor que le tiene a su profesor de matemáticas, que una de las cimas americanas de la literatura contemporánea. Se exhibe, Dicker, y fracasa. Si apenas se hubiera centrado en lo importante y hubiera dejado atrás esos subterfugios de apagados y escasos sinónimos, habría dado a la imprenta una manera estupenda de pasar el verano en la playa. Como no, soy incapaz de recomendarla aunque, eso sí, se lee igual que está escrita: rápidamente y sin reposo, para devoradores de vulgaridad. 


   Como el sabor de boca Dickeriano amenazaba con dejarme triste una temporada -siempre lo hacen los escritores jóvenes que alcanzan la fama escribiendo novelas sobre escritores jóvenes que alcanzan la fama- me eché al coleto  una novelita pizpireta llamada Joyland que rezuma profesionalidad por todas partes. Bien escrita, bien mostrada, con pocos pero intensos personajes, es una gozada leerla y evidencia que su autor sí que es uno de los mejores escritores americanos de los últimos cuarenta años. Será la experiencia, pero Stephen King arrolla a Dicker en solo tres asaltos. Y los lectores constantes seguimos agradecidos.