Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Wednesday, April 09, 2008

Supuso que lo habría oído en la radio, una de tantas mañanas camino del trabajo, quizá en el boletín de las siete si, como casi siempre, llegaba tarde por culpa de la lluvia y de los camiones y de haber sido incapaz de desprenderse del abrazo de las sábanas a tiempo; aunque cabía la posibilidad de que hubiera sido a la hora de la cerveza, justo antes de comer, en el repaso vertiginoso a las noticias en el periódico local, puesto que lo que recordaba le sabía a letra impresa, a noticia de media página con foto ad hoc en la sección de cultura, entre los nubarrones previstos para el fin de semana y los sudokus ideales para matar el tiempo. Lo primero que pensó, un poco estúpidamente, fue: "no se puede tocar el piano con guantes", pero la situación (entre cómica y triste) invitaba a dejarse llevar por pensamientos absurdos, relajados, anecdóticos. Y luego se fijó en sus hombros desnudos, y en como el pelo, recogido en dos simpáticas coletas, caía directamente sobre ellos proyectándoles una especie de sombra figurada. Los hombros eran fundamentales en aquella pantomima, se movían desde las manos como marionetas, pese a que en ciertas ocasiones, durante ciertos movimientos, parecían adquirir una leve vida propia, se desgajaban de la representación y ofrecían un solo por su cuenta, ajenos a todo, para diversión de los que estaban sentados al otro lado de la vitrina de cristal.

Humberto ya había ido un par de veces a conciertos en aquella sala y las tímidas quejas de los otros espectadores -las sillas de madera demasiado incómodas, la temperatura demasiado alta- le hicieron sonreír. Cogió un programa en la mesita de la entrada y se entretuvo con los datos biográficos del creador, buscando en vano cualquier referencia a la pianista, a la actriz. Había pensado levantarse y preguntarle al acomodador, que quizá participaba de algún modo también en el montaje o era parte del atrezo (vestía un extraño frac naranja y sonreía de una manera un tanto diagonal), cuando se apagó la luz en toda la sala. Humberto oyó imprecaciones, golpes, unas monedas que caían, una voz que venía de su derecha protestando porque aquello era una vergüenza; de todos modos no tardó mucho en verse alguna luz: móviles que se encendían, un mechero de llama vacilante, el resplandor de los faroles del jardín que parecían brillar al doble de su potencia, denunciando un poco la oscuridad interior. Cuando sus ojos se hicieron a las tinieblas pudo entrever movimientos más allá de la vitrina: a veces parecían dos cuerpos, a veces muchos, pero cuando se encendieron otra vez las luces -no todas, había lámparas estratégicamente apagadas y Humberto se preguntó, por enésima vez, si aquello también respondía a una necesidad artística-, al otro lado del cristal estaba, de espaldas, sola, la pianista. Y sus hombros.

Fue entonces cuando pensó lo de los guantes. Y también que la caricia de los dedos blancos de, parecía, seda sobre el teclado hacía las veces de lenta marea al albur de los caprichos de una luna de halógeno, breves olas de ida, espuma suave de vuelta. A Humberto se le llenaba la cabeza de metáforas selváticas, de naturalezas vivas: los hombros como montañas de origen volcánico sobre la jungla espesa del vestido negro de tafetán. Aunque lo que de verdad deseaba era saltar de la silla, cruzar la sala e irrumpir al otro lado de la vitrina de cristal para morder esa piel desnuda, ensombrecida por el pelo oscuro, a ser posible ver la cara cuya espalda deseaba pero, sobre todo, escuchar qué demonios podía estar tocando en aquel maldito piano. El programa no aclaraba la pieza que interpretaba la muchacha del traje de tafetán detrás de la vitrina insonorizada y Humberto quería distinguir un glissando aquí, una proliferación del fa sostenido allá: su asiento esquinado y en la última fila no le permitía ir mucho más allá del silencio sepulcral que se mantenía en la sala, más por la falta de costumbre de la concurrencia que por verdadero respeto. Sin música, Humberto se veía obligado (nos vemos obligados, pensó en un considerado plural acumulativo) a fijarse doblemente en los movimientos de la pianista, en la capacidad teatral de su nuca, en los brazos huesudos, en los omoplatos afilados, en las orejas respingonas.

Irse enamorando de una espalda le parecía de una originalidad literaria, así que se permitió alguna licencia visual, algún pensamiento impuro, que en ocasiones más sonoras hubiera dejado desfallecer en virtud de la música. Empezó a trazar planes pasada la primera hora de representación, cuando ya los ancianos de la tercera fila habían cedido al sueño y el acomodador del frac naranja había desaparecido por la puerta del fondo, reservada al personal autorizado. Sería sencillo esperar una oportunidad en la calle de atrás, a que saliera la taquillera o llegara el tipo del catering, y entonces tal vez colarse y... Aunque Humberto no quería que lo tomaran por uno de esos viciosos de callejón, por un aficionado de gabardina y alopecia; le daba miedo que le malentendieran, que hubiera una confusión y acabara llegando la policía y todo por una espalda desnuda y un piano afónico. Además, se estaba tan a gusto en aquella sala ahora que parecía que habían revisado la calefacción y el tipo del frac naranja reaparecía con una bandeja llena de bollitos y unas botellas de vino. El viejecito de la tercera fila se había despertado al olor del jamón york y ahora se daba media vuelta y sonría a Humberto con complicidad de niños a la hora de la merienda. Humberto aceptó dos bollitos y un poco de vino que bebía en sorbos cortos, espaciados, sin quitarle ojo del todo a la pianista, incansable después de casi dos horas de actuación sorda. La digestión de los bollitos se sumó al ambiente cálido, al envolvente silencio, a los movimientos (ahora acompasados, ahora quebradizos) de la chica de tafetán, provocándole a Humberto una modorra pastosa que no luchaba por evitar. Casi al final -pero aquello parecía no tener ningún final- se le ocurrió otra estupidez como la de las manos enguantadas tocando el piano: si el tipo del frac naranja y la iluminación y la vitrina y dos coletas sobre unos hombros desnudos son parte de la representación, quizá el público, nosotros, también formemos parte de todo esto o, más aún, tal vez el proscenio es la sala y no lo que hay tras la vitrina insonorizada, ese espacio ausente (y entonces el tipo de frac, y los ancianitos y la cuarentona de la derecha serían actores) y, pese a que no sabía muy bien qué esperaba el director de él, suponía que estaba cumpliendo a la perfección con su papel, que ahora tocaba quedarse dormido y tal vez luego habría música y la chica de los hombros desnudos y el traje de tafetán se volvería al fin para recibir los aplausos del público. Si bien, y fue lo último que pensó antes de cerrar los ojos, no supo discernir si serían sonoros, esos aplausos, o si en el otro lado del cristal tampoco era posible la música.

2 comments:

Anonymous said...

He vuelto a ver la pieza; es realmente emocionante -por no hablar del peinado del director, que me eriza el vello-. Qué envidia tener semejante control sobre un instrumento musical y poder emocionar así.

Es uno de sus blogs más talentosos, nopalito. S.

Anonymous said...

Querida S, no es tanto el poder emocionar a los demás, como el sentir dicha emoción en cada centímetro de tu vello erizado mientras interpretas, ¡viva la música!