Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Sunday, July 27, 2008

El desorden de mi nombre

Uno siempre se entera de las cosas más importantes de rebote, por terceros o espiando a sus padres tras la puerta del salón mientras hablan sobre ti porque creen que aún no has vuelto a casa del trabajo. La noticia de que, cuando yo nací, todos esperaban y querían una niña y que me iban a poner de nombre Lucía, me pilló desprevenido y me dejó medio atontado, sin capacidad de reacción. Las primeras semanas me costó asimilar que, desde cierto punto de vista, mi masculinidad había supuesto una decepción, un chasco, una contrariedad para mis padres que ya tenían un hijo y apostaban, en fin, porque yo completara la parejita. Me pasaba las noches en blanco, buscando en mis recuerdos momentos en los que mis padres hubieran sido injustos o despiadados conmigo, en los que me hubieran castigado sin pruebas o dejado sin postre: momentos, en fin, en los que me hubieran querido menos que a mis hermanos, como cuando me regalaron para mi cumpleaños unos patines pese a que yo hubiera insistido varios meses en una bici, porque todos mis amigos tenían una y mi vida social la necesitaba intensamente ya que estaban empezando a dejarme fuera de sus planes por falta de infraestructuras.

Con el tiempo, sin embargo, comprendí que pese a que yo había sido un fraude, una desilusión, quizá hasta una carga al principio, mis padres me habían querido igual y eso me llenó de rabia: me dolía no haber podido darles lo que ellos más deseaban, una niña. Durante largos meses medité cómo compensarlos por mi ausencia de ovarios y, al final, se me ocurrió algo, un plan. La cosa empezaría por intensificar mi lado femenino: me vería tres o cuatro veces los capítulos atrasados de Sexo en NY, me apuntaría a pilates, empezaría a usar cremas corporales y a llegar tarde a todas partes. Después, finalizada mi feminización, iría al registro civil y me cambiaría el nombre, pasaría a ser Lucía López. La cosa no tendría nada que ver con un cambio de sexo, ni me inyectaría estrógenos o cambiaría mis inclinaciones veniales, no: simplemente quería demostrarles a mis padres la gratitud que les tenía por todos estos años de cariño, pese a mi manifiesta incapacidad femenina, y enseñarles que, desde cierto punto de vista, sí que tenían la hija que siempre habían soñado y que esa niña, Lucía, vivía un poco dentro de mí.

Parecía un plan perfecto pero, ay, las cosas no siempre resultan fáciles cuando uno se enfrenta a la fría lógica de la sociedad conservadora. Al parecer, sin cambio de sexo yo no podía cambiarme de nombre: si me cortaba el pene, sí, pero yo por eso no iba a pasar: le tenía cierto aprecio a mi pene, después de treinta años de lujurias y azoteas. Contraté a varios abogados, hice ruido, mandé cartas a los más prestigiosos periódicos, conté mi caso en El diario de Patricia. (Patricia también me hubiera gustado como nombre, ya que estamos), pero la maquinaria legal del estado era infranqueable y la sensibilidad de los jueces encargados de dictar sentencia, ruinosa, así que al final tuve que desistir y seguir llamándome Pablo cuando hubiera querido llamarme Lucía. Ya había perdido toda esperanza cuando esta semana, sin embargo, he leído en los periódicos que se cumplían cincuenta años del cambio de nombre del estadio del Real Oviedo, que en su día fue Buenavista y ahora es Carlos Tartiere, y he vuelto a llamar a Legalitas para ver si ese caso podría sentar un precedente y ayudarme de alguna manera, porque no me cabe en la cabeza que un estadio pueda cambiarse de nombre y yo no. Ahora estoy preparando nuevos alegatos y he recuperado la ilusión: batallaré hasta el fin por regalarles a mis padres una Lucía.





Wednesday, July 23, 2008

Love is inditex, lalalalalalalá

Llevo todo el mes de julio queriendo ser el hombre del pantalón de chándal rojo, aunque no me pregunten las causas porque las ignoro profusamente: me desperté un martes deseando con holgura un pantalón de chándal, rojo, de algodón, de esos de fruitoftheloom de toda la vida, con su pelusilla interior gris, sus tobillos anchos y su torpeza a la hora de disimular muslamen, y así llevo desde entonces: vivo sin vivir en ti y no muero sin haberme embutido antes en un par de esos pantalones en cuestión. Como quiera que la vida es un aire suave de pausados giros, fui dándoles oportunidad a las típicas tiendas de deportes y saldos en general, a los puestos de mercadillo y a los africanos de manta ambulante y paquete de cedés, mas ninguno portaba consigo mi ansiado trofeo.

Cansado hasta el desmayo, a punto estuve de dar carpetazo al asunto y pasar capítulo, ya que soy uno de esos tipos acostumbrado a dejar que sus sueños giren libres y desaparezcan por el desagüe con tal de no afrontar el esfuerzo que supone coger el tapón del lavabo y usarlo. Pero hete aquí que una tarde sabatina con necesidad de macflurry de turrón, vi mi reflejo -demasiado ampliamente, duplicado casi- cuchara en mano en los escaparates de Zara de la calle Corrida y me dije: bah, por probar, si total, el no ya lo tienes, si son dos pipas, quién te dice, entrar y listo, un vistazo y para casa. Como comprenderán, mi mente debatía furiosamente consigo misma y mientras tanto me iba llenando la laringe de frases vacías de significado mientras yo le llenaba la boca a ella con trocitos de turrón y helado de nata. Al final, casi obligado por una turba de adolescentes pelipuntiagudos que me arrollaron sin piedad, y sin verme, acabé subiendo las escaleras de Zara hasta la sección de caballeros.

Y allí, loado sea Amancio Ortega, silencioso y libre de polvo, estaba mi pantalón de chándal rojo: tenía un toque neohippie, algo como entre arábigo y barroco, unos detalles sinuosos que se extendían por el lateral de la pernera como una mala enfermedad o una buena enredadera, pero no pude detenerme en algo tan nimio que seguro que se iría al tercer baño de lejía detergente: era mío, lo tenía, mis venas se hincharon con afán de posesión, con pose fanática, con vigoroso alicatado en grasas polimegasupersaturadas. Tampoco reparé en dineros: no era cosa de mirarle el tarjeteado al caballo rojo de algodón y, además, gastos más supérfluos habremos hecho, P, me dije también, como aquella vez que me compré la colección completa de Introducción al punto de cruz, de RBA editores, a la quiosquera de la esquina porque adoraba su mirada triste tan tierna (sí, habéis acertado, yo soy mucho de ir diciéndome cosas por la calle, y de narrar mis movimientos sin importancia como si estuviera viviendo la novela de mi vida, dijo él mientras terminaba el párrafo con un coqueto acabado parentético)


Pero, ay, con la tarjeta obvié también la talla, al menos hasta que la dependienta de turno me lo hizo notar con una delicadeza que me obligó a enamorarme de ella: "¿Qué son para tu hermanito?". En efecto, en mi mano llevaba unos pantalones que difícilmente me podrían haber servido en 1986, cuando Eloy falló el penalty que nos dejó sin las semifinales del mundial de México. Seguro que había más tallas, ahí atrás, en la pila de pantalones de chándal rojos, pero la chica me gustaba y no quería reconocer mi torpeza o mi incapacidad visual manifiesta, así que mentí con lo primero que me vino a la cabeza: "No, son para mi hijo, el pequeño". De golpe y porrazo, y 23 euros después, estaba yo contándole en las escaleras de Zara mi vida y sus desperfectos falsos a Sofía, que resultó ser una historiadora en paro con necesidad de pagar una hipoteca y la letra del coche. No me dejé nada en el tintero: los celos, las dudas, la infidelidad, el divorcio, los dos fines de semana al mes. Aunque hacía rato que me había dado su número, yo no podía parar de mentir. Al final, quedamos para tomar un café el próximo sábado, ya que los niños estarán con Marga (Marga es mi ex, al parecer, un poco casquivana pero muy fértil): como esta relación fructifique, no sé de dónde voy a sacar a dos niños que se me parezcan, sobre todo teniendo en cuenta lo que me costó encontrar un pantalón de chándal rojo y el precio que estoy pagando por haberlo encontrado, 23 euros al margen, aunque si lo pienso bien, y ahondando en la imagen que de Marga tiene Sofía, quizá fuera comprensible que los niños no se me parezcan en absoluto. Seguiremos informando.




Thursday, July 17, 2008

Efemerízame VII: manchas de Carmín en la memoria






Somos muchos los que pensamos que el Carmín de pola es el epicentro del verano, su momento álgido, su punto de inflexión; y que la vida tiene menos sentido sin ir a trabajar el día siguiente con ojeras, con la boca pastosa, con un toque de vaporoso etanol en el aliento y con menos horas de sueño que un médico interino de guardia. Bueno, en realidad no somos tantos los que pensamos así: 27 hasta la fecha; pero formamos una asociación vocinglera y muy marchosa, llena de exalcohólicos arrepentidos y de jóvenes promesas, la peña No puedo vivir sin ti, Carmín, ni lo intento.

Lo que al principio parecía una moda pasajera, como quien se viste con bombachos pensando que van a ser la sensación de la temporada otoño-invierno, acabó convirtiéndose en una tradición veraniega, del estilo del primer baño en la playa de san lorenzo, del primer helado de verdú o del primer beso a contrapelo en los chiringuitos de la semana negra. Con el tiempo fuimos perfeccionando nuestra juerga campestre: todos los años serigrafiamos camisetas con nuestros nombres y números de socio dentro de la peña, llevamos tortillas y empanadas caseras y, en el autobús que nos lleva hasta pola de siero, dejamos mochilas con ropa para cambiarnos después de bajar por las calles del pueblo pidiendo a gritos a los vecinos que nos tiren calderos de agua. Diablos, es una fiesta inigualable.

Cuando esta mañana mi jefe entró en la oficina y me dijo que no podía darme el lunes por la tarde libre, que teníamos que cenar con los belgas, que ya el año que viene podría ir al Carmín, casi me da un soponcio. Pensé en suicidios, en asesinatos, en matanzas laborales, pensé en aquel verano, hoy hace 92 años, en el que el Carmín tuvo que suspenderse por culpa de una huelga general. Supe cómo debió sentirse la gente aquel día, compartí su misma rabia, repetí su desolación. Mientras leía el periódico, justo antes de comer, me enteré de que también hoy se celebraba la efemérides de la primera patente de la nitroglicerina, realizada por Alfred Nobel en 1864. La noticia me dio un par de ideas y espero que esta semana pueda llevarlas a cabo: cualquier cosa antes que quedarme sin la mejor fiesta del verano. Si no vuelven a saber de mí, quizá lean algo en el periódico

Monday, July 07, 2008

De corbatas y pringles

Desde que nos enteramos de que las Pringles no son patatas fritas, la realidad ha empezado a desdibujarse preocupantemente y ahora los límites entre las cosas no son los mismos que los de primera hora del día, con el consecuente caos circulatorio y pérdida de expresividad en general. Con esa desmotivación, a punto estuve de cancelar mi vuelo de esta mañana a Londres, desde donde tenía previsto viajar a Crowborough, un pequeño pueblecito en el condado de East Sussex donde se encuentra la casa en la que murió Conan Doyle, hoy hace 78 años. Bien conocida mi pasión doylita, la editorial para la que trabajo me había emplazado a impartir una clase magistral sobre la repercusión geográficotemporal en las novelas de Sherlock Holmes, en la inaguración de las jornadas que sobre el ecritor, su obra y su tiempo se desarrollan esta semana en susodicho pueblecito inglés.

Con dudas, ya digo, de última hora, decidí al fin viajar y para ello me atavié con mis mejores galas sherlockholmitas: traje de cuadros, gorra con doble visera, pipa ad hoc y estuche de violín (la jeringuilla no la llevaba, claro, no fueran a pensar los del avión que yo). Los problemas empezaron apenas despegamos: como unas ocho filas hacia la delantera del avión, había un grupúsculo de seguidores de Agatha Christie hablando y señalándome. Al cabo, uno de ellos, una chica, vestida con un impecable traje negro, con bombín y falso bigote engominado, se acercó a mí y me increpó, me preguntó que cómo tenía arrestos para subir al avión de esa guisa, que qué me creía, y me despreció diciéndome que era como todos los doylitas: un heroinómano, un melifluo y un misógino hijo de puta y, al final, me pidió que me levantara para poder darme mi merecido. Dicho lo cual, y sin previo aviso, me soltó un paraguazo en toda la cabeza que me dejó tonto un buen rato.

Cuando pude reaccionar, y usando el violín como escudo arrojadizo, me lancé, invocando a los Baskerville y llamando a mis agresores gabachos aceitosos, contra las hordas agathachrísticas que celebraban su victoria en mitad del avión con un benjamín de espumoso leridano que iba pasando de bigotito en bigotito. A partir de aquí recuerdo solo retazos: sé que desde la cabina se anunció un ligero cambio de ruta y que se acordó obligarnos a descender a la chica vestida de Poirot y a mí en una zona indeterminada de la República Checa, donde las autoridades se harían cargo de nosotros. Debieron sedarnos porque cuando me quise dar cuenta estaba aquí tirado, en una celda austera y monocroma y sin lugar a dudas centroeuropea. Me han dejado en calzoncillos y, a mi lado, la chica-Poirot lee un periódico local. Fuera se escuchan salvas, petardos, ruido de fanfarria: al parecer están celebrando el 148 aniversario del nacimiento de Gustav Mahler, oriundo de estos parajes bohemios. Me he embarcado en un enaltecimiento furibundo de la figura de Mahler, pero la chica-Poirot me ha cortado diciendo que no tengo remedio: al parecer ella es wagneriana y, como tal, odia a muerte a los mahléricos. Así que ahora no sé si mantener mis principios o darle un poco la razón: me gusta Mahler pero creo que me gusta más ella: el bigotito le sienta fenomenal, y el traje no digamos: ¿por qué me enamoraré siempre de chicas con corbata?


Mahler




Y Holmes


Sunday, July 06, 2008

Hago clip y aparezco a tu lado?¿

Yo soy de los que le hace caso en todo al imperdible de word. He llegado, incluso, a tirar a la papelera de windows un par de novelas mediadas, bajo su influjo ocular intenso. En ocasiones, mientras escribía uno de esos cuentos de tres cuerpos que tanto me gustan, aparecía como por arte de magia en mitad de la pantalla para comentarme que, más que un relato, parecía estar escribiendo una carta y que, si ese fuera el caso, me prestaba su ayuda desinteresada para llevarla a buen puerto. No siempre he necesitado ayuda para escribir cartas, aunque en el verano del 98 me hubiera venido genial cuando me declaré a P (que también puede ser L) en tres folios abigarrados color azul turquesa, cavando con ellos la fosa sentimental en la que sigo naufragando desde entonces. Pero, en aquella prehistoria de amor, no había en nuestras vidas cyranos imperdibles y todo iba a pulso, en modo autógrafo y sin vuelta atrás una vez que la tapa del buzón de correos chirriaba de regreso como un gong decisorio.

De esa época tengo una carpeta llena de archivos que empezaban siendo relatos para terminar más bien cartas. Y, si los releo, me llena la sensación de que la frontera entre un cuento y una carta es similar a la que existe entre un zueco y una sandalia: a veces puede ser muy difusa. Aunque fue una etapa de transición, claro. Como quiera que me ganaba la vida escribiendo pequeños relatos por encargo para revistas y periódicos, tuve que adaptar mi modus vivendi a las necesidades de mi asistente de word: empecé a trabajar en Filatelia y Reembolso, una publicación mensual de corte tradicionalista cuya razón de ser era el apoyo manifiesto al correo manuscrito frente a la vanguardia cibernética del mailto. Lo malo de ser yo es que siempre fui incapaz de mantenerme fiel a un género y, en ocasiones, me descubría -para estupor de mis lectores y tirón de orejas de mi imperdible- firmando relatos en tercera persona sin destinatario ni acuse de recibo.

Para hacer manos, le escribía cartas ficticias a gente real cuyas señas encontraba al abrir la guía telefónica al azar. Al inventarle un vida (y en al menos una ocasión también una muerte) a esa gente de la guía, satisfacía mis necesidades de ficción aunque aquello no dejara de ser un juego ya que al terminar la carta la imprimía, la doblaba y la metía en un sobre que guardaba en el último cajón de mi mesa de ordenador, lista para ser enviada con su dirección, sus sellos y su remitente. Y todo iba muy bien hasta que, hace un par de semanas, mi madre descubrió el cajón de las cartas y, siguiendo sabe dios qué impulso maternal, las echó todas al correo. Esta mañana me han llegado dos respuestas y no sé qué hacer: si continuar con el juego y abrirlas y tal vez contestarlas, o romperlas sin más y dar por finalizada esta etapa epistolar. Le preguntaría a mi asistente de word, pero hace cinco días que no aparece ni para decir este clip es mío: temo que esté detrás de todo esto, que lo haya orquestado y que ahora disfrute de su victoria peregrina en la sombra de mi escritorio, bajo los acumulados de polvo en las esquinas de la pantalla, en el reino de escribirás y no volverás.


Thursday, July 03, 2008

Efemerízame VI: Jim redivivo

A Mrs P, contra el mal de altura lírica (o de amores)




Antes de mudarme por culpa de un altercado con los vecinos acerca del horario de basuras, yo vivía en oviedo, en la calle velázquez, y juro que mi vecino del cuarto era jim morrison, el cantante de The doors. Había envejecido, claro: llevaba el pelo canoso y recortado, pero la nariz, los pómulos, los ángulos de su cara, esa mirada entre vidriosa y desatenta..., todo, todo indicaba que era él. Iba de un lado para otro con una funda de guitarra y un sombrero de fieltro gris, siempre vestía de negro y tenía un innegable acento californiano que lo delataba. Cuando traía invitados a casa, por mi cumpleaños y a veces en navidad, siempre acabábamos en el rellano del cuarto piso, al otro lado de su puerta, escuchándolo ensayar. Era condenadamente bueno, tanto que no cabía en cabeza humana pensar que llevara muerto casi cuarenta años.






Lo habían encontrado en la bañera de su casa, la mañana del 3 de julio de 1971, víctima de un paro cardíaco. Al parecer, su tumba en el cementerio Père-Lachaise, en París, es la cuarta atracción turística más visitada de la ciudad. Su epitafio, escrito en griego, tiene dos traducciones posibles: "Al espíritu divino que llevaba en su interior" o bien, el que a mí más me gusta: "Cada uno es dueño de los demonios que lleva dentro". Cuanto más investigaba sobre quién había sido Jim Morrison hasta su muerte, más me atraía el Jim que vivía dos pisos por encima, así que monté un dispositivo de vigilancia y seguimiento, me fui haciendo el encontradizo en la pescadería, en el ascensor, en los bancos del parque de Santullano, hasta que una especie de amistad fue surgiendo entre nosotros. Se notaba a la legua que necesitaba intimidad, un par de orejas que escucharan sus andanzas por la vida. Y así, de golpe y porrazo, me fui enterando de todo: del infarto fingido, del exilio africano, de su época tibetana. En una de tantas conversaciones me contó cómo una vez había vuelto a París a visitar su propia tumba y me habló del dolor que sintió al ver las tonterías que iban dejando allí sus fans. "Pablo", me dijo entonces, "así es imposible descansar en paz. No me extraña que Elvis no quiera regresar a Tennessee".





Tenía en mis manos la noticia musical del milenio: Jim morrison no había muerto y vivía en oviedo. Durante varias semanas me mantuve firme y no sucumbí a la tentación; luego, el olor del dinero fue demasiado poderoso: llamé a Rolling Stone y les vendí la exclusiva por un par de millones de euros. el resto es historia, ha salido en la prensa, les sonará: en estados unidos se le reclamaba por unas deudas fiscales, por prevaricación y por el uso indebido de su propia muerte: se enfrenta a penas de diez años de cárcel y yo a cierta aprensión inculpatoria que no me deja dormir bien por las noches, o quizá sean los mosquitos: desde que vivo en el caribe no distingo bien entre la conciencia y la malaria.



Wednesday, July 02, 2008

Efemerízame V: once años sin James



Para M, que me dio la pista (sirva como aliento opositor)








Tuve una época, pasados los veinte, en la que todos los años, por carnaval, me disfrazaba de James Stewart, que era mi actor favorito en aquel entonces. Aunque, en realidad, de lo que me disfrazaba era de alguno de los personajes que interpretó en la gran pantalla. Empecé en 1998, algo después de su muerte, casi como en broma pero, al poco, aquello terminó convirtiéndose en un rito, en una tradición que requería mucho esfuerzo, toneladas de valentía y miles de huevos cuyas claras ingería, a razón de tres docenas diarias, ya desde principios de enero para agudizar mi habitual voz de barítono trasnochado y asimilar así mi voz a la del viejo Jimmy o, en realidad, a la del tipo que lo dobla en las versiones españolas, el actor Fernando Ulloa.





Recuerdo con especial agrado el año en el que escogí ser L.B. Jeffries, el fotógrafo en silla de ruedas al que Stewart da vida en La ventana indiscreta: en lugar de fabricarme una escayola falsa con papel higiénico y cartón, lo cual hubiera supuesto vulnerar el espíritu del disfraz, me lancé desde la ventana del primer piso de mi casa un par de veces hasta que conseguí fracturarme la pierna derecha por cuatro sitios, no sin antes birlar una silla de ruedas en la recepción de urgencias del hospital de Cabueñes y alquilar una Grace Kelly de plástico en el sexshop del barrio. Por traer otro ejemplo querido, para los personajes de El hombre que mató a Liberty Valance o La conquista del Oeste, me apunté a clases de tiro y le compré un rifle winchester a un búlgaro babeante en el mercado negro de internet. Fue una etapa genial en la que me movía un poco a contracorriente: mientras todo el mundo esperaba con anhelo la llegada del verano, yo solo tenía ojos para el carnaval: de entonces me viene mi afición al invierno, a las castañas y al travestismo en general.







Me molestaba un poco que la gente que me encontraba pensara que mi disfraz era de vaquero, de payaso o de detective privado, pero aún así yo nunca les sacaba del error: me divertía y me emocionaba ser el único que conocía la verdad, que yo iba de homenaje póstumo a James Stewart. Lo malo fue que en 2001, cuando me puse a preparar el personaje de Connor, el periodista enamoradizo de Historias de Filadelfia, me metí tanto en el personaje que acabé trabajando a media jornada en una revista de cotilleos y dedico el resto del día a intentar convertirme en un novelista de éxito, así que no tengo demasiado tiempo para disfraces. Aún así, hay noches en las que me despierto de madrugada y sé que he soñado con el viejo James. Y todos los años, por carnaval, hago una maratón casera de palomitas y sus mejores pelis. Hoy se cumplen once años de su muerte y quería dedicarle estas líneas.