Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Saturday, March 21, 2009

Una cartulina azul para la crisis:

Cuando la presión filosa de un ere a destiempo se hizo en extremo insoportable, y siguiendo los consejos arbitrarios de su médico de cabecera, Rebeca González Tul se personó una mañana en la oficina del gerente con un discurso preparado y una carta de tres folios presentando su dimisión irrevocable. La carta (manuscrita sobre papel de estraza personalizado con ribetes, mariposas y otros motivos sinuosos) era más bien un resumen de la incompetencia, la inequidad y el descaro con los que había sido tratada durante los últimos nueve años y, como navegaba entre el escarnio y el ultraje, tampoco esperó demasiado por si hubiera alguna respuesta. Cerró de un portazo la cancela del departamento de Historia de la moda y salió por última vez del Museo del traje sin volver la vista atrás. Tenía 623 euros en su cuenta corriente y un puñado de ideas innovadoras sobre un modelo de zapatos que quería patentar.

Cuando la conocí, intentaba atravesar el parque infantil agarrada a una cartulina verde de cinco por cinco metros y un golpe de viento la arrojó a mis brazos con una precisión de novela barata. Entre las disculpas, los déjame que te ayude y otras galanterías de manual, me fui enterando de su pasión diseñadora, de sus visitas al inem, de los créditos imposibles y de un oscuro proyecto al que estaba dedicando esfuerzos y ahorros mientras no surgiera otra cosa. Ya cerca de su casa, esquivó con ternura mis intentos de café con leche y me agradeció mi compañía de porteador con un beso volado en el que creí ver, escondidos, cantos de sirena y fatalidad de precipicio: dulces labios para encallar, sin duda, pensé. Enamorado hasta el tuétano, pergeñé un plan repleto de posibles encontronazos que pasaba por patrullar su manzana con insistencia de publicano todas las tardes, a la salida del trabajo y hasta las doce o la una. Por eso estaba allí, frente a su portal, señoría, la noche de autos y por eso la seguí hasta la avenida de la constitución, sin saber aún qué se proponía e imaginando mil encuentros con amantes furtivos y muriéndome de celos a cada paso.

Cuando salí de mi escondite, ya llevaba varios minutos subida a una de esas horribles farolas que contaminan la avenida, decorándola con vestidos de cartulina, gasas, sombreros de ala ancha y zapatos de papel de plata. Su idea, me dijo mientras nos esposaban, era crear una especie de teatrillo gigante usando las farolas como perchas para colgar sus recortables y así poder montar escenas de películas a lo largo de toda la calle. Contaba con pelucas, rascacielos en miniatura, parques ajardinados e incluso con un par aviones y algo que tenía pinta de nave espacial y que era fundamental para las escenas vangelizadas del comienzo de Blade Runner. Alguien debería haber ocultado hace ya tiempo esta abominación estética, esta horterada luciente, ¿no te parece?. Y yo, que había establecido con su boca una sincera relación de creyente y dogma de fe, lancé la cazadora a un lado y me apresuré a sujetarle la escalera mientras colocaba una nube de tormenta sobre el montaje de Cantando bajo la lluvia. Estábamos aplicándonos en Casablanca, a la altura casi ya de Manuel Llaneza, cuando llegó la policía con sus malas maneras y sus imprecaciones censuradoras. El resto de sobra lo conoce usted. Aunque lo que me suceda me da un poco igual, por supuesto que me declaro inocente: deberían condecorarnos por arreglar ese infecto paseo y no machacarnos a base de multas por desperfectos en vía pública y escándalo vecinal, la verdad.



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