Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Thursday, June 07, 2007








Atenas: condenados a extenderse (stage III)












Atenas es una señora rizosa que regenta la típica tienda de regalos para turistas a un paso de la plaza Syntagma, corazón capitalista de la ciudad multimilenaria. Rondará los setenta y tiene la cara surcada de arrugas: la encontramos comiendo un bizcocho en las escaleras que dan paso a su establecimiento; lleva mandilón sobre la falda y un exagerado -por los calores- jersey verde botella, casi colegial (pienso ahora que quizá su demasiado abrigo significaba una revindicación de la primavera entre tanto celsius y tanta pamplina: Atenas era el último reducto primaveral del adríatico, la golondrina que no hace verano) Nos sonríe porque se ha pasado la vida atrapando clientes con su sonrisa franca y sus labios breves: cuando nos queremos dar cuenta ya se oye el ruido de campanillas de la puerta al cerrarse detrás de nosotros. Supongo que debíamos traer la conversación puesta porque, al cabo, nos dice, un poco guturalmente: Españoles molto buenos. Ingleses, italianos, bah. Más mejores españoles. Imposible no dejarse llevar por su entusiasmo arrollador: incluso yo (que venía rumiando un mutismo delirante desde que, un par de horas antes, había estado a un puñado de metros del partenón, viendo con mis propios ojos la roca desde donde Saulo de Tarso había comenzado a predicar el cristianismo, en una ciudad que llevaba seis mil años siendo politeísta) me contagié y me dije o dije: qué demonios. El estruendo ametralleante de su voz (y las balas eran trocitos de bizcocho que salían disparados de su boca al hablar) había atraído a su nieta que, con un gesto de invitación, comentó: todo al cincuenta por ciento del precio marcado, una ganga, chicos, tenemos los mejores precios de Atenas, especiales para españoles. Su impecable castellano, nos explica, se debe a una chica de Burgos con la que habían trabajado codo con codo durante un par de años. Ambas recuerdan con arrobo a la chica burgalesa y es el único momento en el que parecen ponerse de acuerdo en algo, nieta y abuela. Imposible no enamorarse un poco de ella: mientras compro un par de cosas sin mucho afán, me pregunto qué habrá sido de Cristina, la chica en la que tanto piensan sus amigas y exjefas griegas, a quien tanto agradecen el castellano aprendido y a la que recuerdan con un leve brillo en las pupilas. ¿Habrá vuelto a Burgos?, me pregunto.












Pero Atenas también es esa ciudad de edificios bajos y calles estrechas en la que todo el mundo quiere asegurarse un trocito del Pireo, el puerto que nos recibe masjetuoso y azul, desde la ventana del salón. Así, han ido comiéndole terreno a las montañas a base de edificios de tres pisos, condenados a extenderse para poder seguir teniendo vistas al mundo, sin ignorar que el mundo nació un poquito allá arriba, donde la acrópolis se alza imponente, diríase que eterna. Aunque no, nada resiste a la mano del hombre, ni siquiera Athenea. Mi último vistazo al partenón contrasta la noche reciente con la iluminación artificial del recinto. El viaje de vuelta se hace en silencio y de él han desaparecido incluso los comentarios de la entusiasta guía grecoargentina. De la cena solo resalta un delicioso pastel de higo. No paro de pensar en la señora del bazar, en su sonrisa elástica, en los 37 años que, repite una y otra vez, lleva en el negocio. Y pienso en cómo sería todo en la época preturística, cuando solo los griegos y algún comerciante ocasional (o conquistador avezado) podrían disfrutar de todo aquello. Y pienso en la vieja controversia filosófica que trata de discernir si un libro es libro mientras permanece en la estantería, olvidado, si la obra de arte es arte mientras no haya nadie que la contemple y mire y desee. Pero sobre todo pienso en aquella señora que al salir nos plantó un beso en la mejilla a cada uno y luego se dejó fotografiar por mi mano inexperta. Ella es Atenas, pienso y pensaba mientras escribía estas reflexiones en la biblioteca ( y su apelativo, como el jersey verde botella de la señora rizosa, también es excesivo) del barco, cuyo lógico nombre es Athena.




1 comment:

Anonymous said...

oh

A mí me dijeron algo bien distinto, Pablo...


Bueno. Habrá que pensar que se dice de todo.

Un beso.

Hellye