Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Sunday, March 04, 2007



II


Sentada en la terraza del café de las letras aquella mañana de martes podría abandonarse y pensar que todo lo que sucede ahí fuera está lejos o es mentira, el horror no tiene cabida, nada ocurre que no sea ese sol tibiamente otoñal que las baña o el vaso estrecho mediado y en su interior un vino intragable que han ido bebiendo a sorbitos cortos y espaciados, intentando postergar el momento de tener que dejar la mesa a cualquiera de esos clientes ávidos que las miran desde el otro lado de la vereda, como buitres, esperando, mientras el mesonero -aunque aquello no es un mesón-, delantal a la cintura y bandeja en mano, intenta apaciguar ánimos y abreviar consumiciones con miradas de reproche y gestos teatrales de bigote y gafitas redondas. Aunque sigue con los ojos cerrados, siente que una sombra le corta el paso del sol y de pronto un poco de frío y Celia que le tira de la manga y le chista pero aún no, se dice, si tan solo ese hombre se moviera un poco a la derecha -a eso huele, a hombre, y su respiración es fuerte o agitada- y ella pudiera recuperar su momento de sol y de paz, si tan solo, piensa, pero ese hombre, esa sombra, no se mueve ni se aparta y el frío se intensifica, la devuelve por un segundo a Leizpig, a las botas, los uniformes, el Kauft nicht bei Juden y por eso se sorprende al abrir los ojos y enfrentar esa silueta demacrada y hambrienta de sonrisa incipiente que sujeta y retuerce una gorra contra el pecho con ambas manos, esperando. Hola, se decide él finalmente: utiliza un francés indeciso y tosco, como aprendido a martillazos. Es húngaro y se ha pasado toda su vida buscándola, dice. Normalmente a Gerta le molestaría ese tipo de empalago verbal, pero de momento le deja hacer sin decir gran cosa. Las presentaciones son torpes y frías, plagadas de silencios incómodos y risitas amortiguadas por parte de Celia que le insta con la mirada: sé más amable con él, es guapo. Se acerca la hora de comer y aquel magiar de mirada algo canina no se decide a proponer nada concreto: se parapeta detrás de sus manos y con ademanes un poco circenses (Gerda se imagina unos estirados guantes blancos en sus manos callosas, la cara empolvada de malva, una paloma por aquí: sonríe casi sin querer) va dando amplios rodeos conversacionales como quien le da palique a su compañero de asiento en un largo viaje de autobús: se acaban de conocer pero ya ha mencionado una adolescencia pícara en los suburbios de Budapest, una primera novia católica algo melindrosa, unos padres permisivos, un régimen represor; aunque Gerta sigue empeñada en disfrutar de su sol y su vino aguardentoso y apenas se fija en lo que dice o hace el joven famélico (ya le contará Celia luego, en la pensión, piensa) y acaso lo único que le despierta cierto interés es una especie de zurrón amarrado con cuerda de estraza que el muchacho lleva adosado a la cintura y al que, de vez en vez, echa breves miradas subrepticias casi tensas, como si en cada ocasión esperara descubrir que le han robado o ha perdido lo que en ella lleva y esconde, algo de gran valor, calcula.

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