Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Monday, January 20, 2014

Óleo de una mujer con sombrero -versión para clase-.


   Toda la vida he querido enamorarme de una mujer con sombrero, como en la canción de Silvio Rodríguez, así que cuando Sofía me adelantó por la calle Manso, la seguí. Fue algo instintivo, no parte de un plan elaborado a toda pastilla y sobre su marcha: la vi, me gustó y salí disparado buscando su estela. Que solo la hubiera visto por detrás no les restaba ni pasión ni enjundia a mis sentimientos recién adquiridos: la quería. Cómo no quererla, con esa espalda rectilínea y apesadumbrada -fruto tal vez de la natación y la culpabilidad-, ese cuello breve y blanquecino, esas piernas fulgurantes y atroces. Ni siquiera era seguro que Sofía fuera su verdadero nombre pero yo lo necesitaba para poder manejar con mayor competencia mis sueños y mis perversiones: Sofía era corto, musical y tenía cierto empaque: como un disparo de advertencia en un atraco de medio pelo. No me permití un segundo de tregua cuando la vi girar donde el café Gales -convertido hoy en no sé qué cervecería de diseño- y avanzar por Menéndez Pelayo hasta la calle Uría. A la altura de la iglesia de los Capuchinos se detuvo brevemente para encender un cigarrillo y la pude observar con mayor intensidad unos segundos, sin darme a conocer todavía. En un alarde de perfección todo en ella era simetría y parquedad. Monocromática y desmesurada, daba caladas intensas cuyo humo descendía desde sus alturas para que yo lo buscara entre los restos de una colonia metálica que no pude dilucidar y el dióxido de carbono de los coches que atestaban Gijón aquel martes por la mañana. Aprovechando el anonimato de un semáforo en rojo pude adosarme a su cintura: vestía una chaqueta como de pana, o de fieltro, que le daba aspecto de salvaje animal indomable y apenas habría bastado un instante para que el dorso de mi mano hubiera acariciado su lomo a contrapelo, generando un tsunami de hebras al viento que habría provocado en mi piel esa abrasión blanda y dulce, esa descarga eléctrica con sordina que tantas veces es una metáfora perfecta del amor y que otros llaman alergia. Pero seguimos camino y no la toqué sin embargo. No llegó a molestarme que en lugar de zapatos de tacón calzara unas botas vaqueras de suelo plano: detalles que en otras solo hubiera consentido en caso de alguna inoperable distrofia ortopédica, a ella se lo permitía con una pasividad propia de los herbívoros más rumiantes: cosas como el calzado, o que fumara o que midiera casi veinte centímetros más que yo eran minucias desechables comparadas con el ardor bajoventral que iba yo sintiendo ya desde hacía un buen rato. Casi al llegar al centro me decidí a actuar. Estaban a punto de dar las doce y, sospechando que se fuera a meter en una tienda -algo poco probable- o que estuviera haciendo tiempo hasta que llegara la hora de su clase semanal de violonchelo -esto lo creía yo más-, la intercepté a la altura del quiosco de la plazuela de San Miguel, fingiendo un tropezón con una farola inoportuna. El sombrero era, sin duda, espectacular, pero lo que me sorprendió de verdad fue su barba canosa, su nuez del tamaño de una pelota de tenis y su tono de voz rasposo como una cerilla quemada. Parecía un tipo bastante majo: se llamaba Ricardo y vivía en el Coto. Antes de pensar más estupideces, me disculpé con un par de tartamudeos y me fui rápido a casa, sin volver la vista atrás. Han pasado diez días y aquí sigo, metido en la cama, meditando. Estoy bastante preocupado, la verdad, porque siempre he sido de esos tipos que no permiten que la realidad les joda una buena fantasía y toda la vida he querido enamorarme de una mujer con sombrero, como en la canción de Silvio Rodríguez.

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