Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Saturday, April 25, 2009

La vuelta engaña: gijonesismo neotestamentario (a true story).

Pero volver, volver, volver, digo, no era tan sencillo. Bastaba, es cierto y está escrito más abajo, con entrar en Gijón desde la autovía minera e ir bajando por Ramón y Cajal con las ventanillas a media asta y los ojos como platos para reincorporarse al olor del salitre y al horizonte no tan lejano, pero inconfudible y bajo, con sus tonos plomizos de gris marzo y el reflejo espumoso en cada golpe de mar. Pero una cosa era poner pie a tierra y otra muy distinta retornar al flujo sanguíneo (de rojo y blanco vestida siempre ese sangre, sportinguista ella hasta el refajo) que vertebra estas venas como calles, antiguas y arrugadas y oxidadas, como si nada, como si nuestro hueco hubiese estado disponible desde entonces, absueltos de los pecados capitales -en doble acepción, principales y ovetenses-, y no hubiera que pagar ningún recargo. Se demostró, en fin, que necesitábamos ponernos al día en asuntos patrios, que la multa pertinente y pertinaz se te metía en los huesos sobre todo por la tarde, nada más terminar la hora de la siesta, y te dejaba un regusto de tristeza gelatinosa que te impedía llegar hasta el puerto deportivo para dar un paseo entre las barcazas de ocasión y los yates disminuídos, escuchando el primer movimiento del concierto para violín y orquesta opus 35 de Thaikovsky.






Vedados, pues, los paseos de tarde y muy Gijón mío, hasta nuevo aviso o fin del sancionamiento autorizado, quisimos poner en práctica un plan sacramental de unciones saladas para poder recuperar el apellido y las sensaciones fetales en su acolchado útero más placentero que placentario. Ocultos por la noche, con pasamontañas, sigilo y bañador, umbríos por la pena y casi brunos, bajamos hasta la playa por la escalera dos armados con una garrafa vacía de cinco litros y un algo de travesura adolescente en el aire y en el agua, entre las compresas vomitadas por una mar gruesa de fuerza cuatro a cinco. El plan consistía en hurtarle un chorrito de agua al cantábrico para, ya en la serena pila baustimal de Menéndez siete -también fregadero-, ungirnos luego ceremonial y alternativamente en un desesperado intento por reingresar en el gijonesismo activo de tres copas en la plaza del marqués y un puñado de churros al alba, en el Mayca, cabezeando el chocolate manchado con pegotes de rímel. La suerte quiso -o fue la fortuna o el destino o la casualidad- que una patrulla local pasara por allí en el preciso momento en el que sumergíamos las garrafas en el oscuro mar espumoso, frío y arremolinado, desconociendo ampliamente -pero la ignorancia no nos eximía al parecer de culpa- que era delito llevarse el agua del cantábrico a casa, aunque fuera en pequeñas dosis bautismales por una buena causa ritual.




Multados y ajenos y desgraciadamente anónimos todavía, nos soltaron a la mañana siguiente después de una aleccionadora noche insomne en los calabozos de la comisaría que pasamos practicando el tres en raya en la pared de la celda con polvo de ladrillo y otros juegos de interior en grupo para días de lluvia. Volvimos a casa caminando, borrachos de sueño por entre los arcos de Marqués de San Esteban, dando por sentado que no nos queda otra que ir regateándole la miseria al tiempo hasta que el verano nos otorgue la posibilidad de hacernos fuertes en los merenderos, en la playa al atardecer, en el lavaderu con las primeras horas de la noche, sumando pipas y pochas mal jugadas y bocatas de tortilla y un par de botellinas, para poder acaso lograr una aceptación por costumbre y quién sabe si con el tiempo cierta redención pecaminosa. Porque volver a casa, para un hijo pródigo imposible, requiere algo más que un breve acto de contrición y si te fuiste no me acuerdo, algo por encima de dejarte ver en los aledaños del Molinón los domingos por la tarde de tenebrismo y angustia, algo muy íntimo que has de estar dispuesto a dar si no quieres que la ciudad te olvide, enterrado por la borrina húmeda que parece colgada en las ventanas del segundo, por la niebla informe de la madrugada. Gijón, he pecado.





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