Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Tuesday, January 29, 2008

Los finales posibles -a novel-


Lo pienso ahora, confrontando las fechas en el periódico, y el mío tuvo que ser uno de los primeros casos de Pevarelo, cuando la lingüisticología estaba aún en pañales o era un proyecto o ni siquiera eso, cuando todavía Pevarelo recibía en su consulta de Ezcurdia 124 y las tardes las pasaba con sus amigos de la peña Barrio de la Arena jugando al mus y bebiendo carajillos, cuando ninguno de los dos éramos famosos (aunque yo no llegué a serlo del todo nunca: es cierto que mi segunda novela se vendió bien, que incluyeron mi nombre entre los precursores del hipermodernismo literario, o hipernismo, pero pronto mis libros empezaron a ser más curiosidad de librería de segunda mano que otra cosa y dejaron de invitarme a tertulias radiofónicas sobre el futuro de la novela en lengua castellana o a charlas en centros de día en las que, como excusa, principiaba disertando sobre poesía renacentista, mi viejo tema de tesis, para terminar ayudando a los asistentes con alguna carta de amor o con la lista de la compra)

Su teléfono me lo consiguió Sergio Agra, un amigo común, habitual de las timbas de los martes y poeta menor en la intimidad. Quizá pueda ayudarte, me dijo cuando le expuse el caso, ya ha tratado con cosas así antes. Más incrédulo que escéptico -y un poco chafado: creí que mi incapacidad era única, que nadie habría padecido algo así primero, que le darían mi nombre a la enfermedad- concerté una cita con su secretaria soltando como de pasada el nombre de Agra y fingiendo una ronquera intermitente. Mientras me preguntaba vaguedades sobre la calidad vitamínica de mi dieta, Pevarelo me pareció atento, cordial, afable y a la vez enérgico, vivaracho, puede que algo travieso. Después de veinte minutos de lugares conocidos, amigos comunes y estrenos cinematográficos, me obligó a ir al grano. Había estado, le expliqué, escribiendo toda la tarde y en mi habitación algo olía a estancado y como a coliflor. Decidí abrir las ventanas, parar un rato y bajar a la taberna de Julián a tomar un mosto y a leer la prensa deportiva. Así que dejé al teniente Matellán, con la reglamentaria desenfundada, en la esquina de Velázquez con Martínez de Castro, esperando. Aunque llovía, seguí contándole a Pevarelo, me preocupaba que el lector ocasional pudiera malentender que yo era uno de esos escritores torpes que se valen de las circunstancias climatológicas para crear ambientes oscurecidos, tenebrosos, admonitorios y no exentos de peligro (si llovía, en fin, era para poder introducir en escena el paraguas que habría de salvarle la vida a Maite en el capítulo noveno: Maite no era, según la había ideado, una de esas mujeres previsoras que llevan el paraguas en el coche por si acaso, porque han dicho en la tele que hay riesgo de precipitaciones y marejada, fuerte marejada, con posibilidad de mar gruesa). Y sin embargo Maite no aparecía. Inconscientemente retardaba el encuentro entre la chica y Matellán, lo había ido llenando todo de frases subjuntivas e incisos parentéticos como los de las descripciones peregrinas de alguno de los casos más sonados del teniente (así mencionaba, verbigracia, el misterioso asesinato del vicerrector de la universidad de Écija o el caso del secuestro de los gemelos Berenguela Díaz y cómo Matellán logró detener al vecino del tercero, fulano algo sonámbulo, bipolar y con tendencia al morapio de tetrabrick): inconscientemente, ya digo, postergaba el inevitable encuentro no fuera a ser que también Matellán terminara enamorándose de Maite y mi novela se volviera impracticable por decimonónica. Al volver de lo de Julián, con las ideas y el aire renovado, quise ponerme a trabajar en unas cuestiones de estilo del capítulo cuarto y enseguida me di cuenta de que algo no iba bien: cada vez que pretendía entrar en detalles me mostraba incapaz de usar los adjetivos necesarios para la ocasión -aunque pudiera pensarlos y también verbalizarlos-, daba absurdos rodeos perifrásticos para evitar escribir verde o cuadrado o aun brutal o maravilloso. Y así estoy: sustantivo mi novela, sí, pero son solo nombres sin apellidos ni personalidad, vagos, obtusos, generalistas, abstractos, difusos, neblinosos. Ya me oye, doctor, yo no sé describir nada sin adjetivos: ayúdeme, se lo suplico.


Pevarelo me tranquilizó con unas palmaditas en la espalda y un café con leche, asegurándome que mi incapacidad no tenía nada de frenopático y que él prefería pensar que se debía a un exceso de atributación copulativa en mis textos -o de fósforo en mi alimentación-. Me instó a leer más a Joyce y a comer menos pescado, prometiéndome que en unos meses los síntomas irían remitiendo. De mala manera, logré que mi editor postergara el plazo de entrega del primer manuscrito, empecé a comer más carne roja y a leer Dublineses. En seis semanas el asunto era historia. Como agradecimiento, le dediqué a Pevarelo la novela de Maite y Matellán, que se publicó con el nombre de Los finales posibles. Hoy ya no escribo, trabajo como cajero en un banco y no he vuelto a ver a Pevarelo desde el día en el que salí de su consulta. Me he acordado de él porque han dicho en la radio que salió ayer de la cárcel: me alegro, es un buen tipo.

1 comment:

Alberto Cuervo-Arango Rodero said...

De esas cosas que no llegas a comprender.
Cómo es que este blog no tiene comentarios y esa cartamor del que no voy a hacer ningún comentario -dios me libre- anda ya por los cinco.

Voy a matarte a Pevarelo. Te hizo destrozar a Matellán sólo para estar con Maite.

Hum