Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Thursday, October 11, 2007


Antaño, cuando el mundo era más civilizado y aún se podían comprar garrafas de medio galón de whiskey en la trastienda de la taberna de Peacock, había un camino empedrado que iba desde la estación hasta Main Street: todavía recuerdo el revuelo que provocó en el pueblo la llegada de los camiones rojos de Transfer Ltd. y cómo los chiquillos se agolpaban en el andén para ver trabajar con la pala y el azadón a Bob Armsfield y a los muchachos del aserradero, repartiendo la grava que descargaban los camiones. En aquel entonces todavía llegaban dos trenes a Stovington: el de las doce, impuntual como una dama irlandesa (si ello fuera posible), y el de las cinco, el mercancías. Si la epidemia de gripe noruega del 67 no se lo hubiera llevado consigo primero, al pobre Bill Fivepence, el casero de la estación, lo habría matado el disgusto de ver cómo la maleza ha ido creciendo por sobre los rebordes del viejo camino empedrado y cómo la civilización lo ha convertido en una jungla de latas de cerveza, preservativos y envoltorios de donuts.
Ahora apenas quedan rescoldos de aquella vida de estación en la que el tren era el progreso, el cordón umbilical con el que Stovington se alimentaba de la gran ciudad. Los bancos de madera -hinchados por la humedad, envejecidos, carcomidos, pintarrajeados-, la casa de las herramientas y la estafeta de correos aún permanecen en pie, al igual que la farola en la que Ethel Nithtingale rechazó al pequeño de los Winmasour delante de medio pueblo. Largos años se habló de aquel desplante, de cómo el joven Raphael se había alistado al día siguiente, de las cartas que aún le mandaba desde el frente y que Ethel guardaba sin abrir en una caja de sombrero parisino, de las exequias y la bandera a media asta y el luto oficial que duró una semana, aunque Miss Nightingale se lo pasara por el forro de sus enaguas largándose de juerga a la ciudad con Nick Cavel y sus amigotes. Sí, hay cosas que siguen en pie pero no son ni siquiera sombras de lo que fueron entonces: no conservan su vitalidad, ni su empaque, ni su magia. Yo sigo aquí, como antaño, más viejo y agraviado, más sucio, con las letras apagadas y ya inservible: no quedan trenes a los que dar la bienvenida a Stovington: hace años que no se detiene ninguno ante este cartel de estación.
La primera -y mucho mejor- versión de este relato se encuentra en el blog de mi bro www.tommybaxter.blogspot.com (si escribiera más, ay). Ambos están confeccionados a partir de una foto del menor de la saga, www.fotolog.com/editorialaljor

3 comments:

Alberto Cuervo-Arango Rodero said...

¡Ah!, el viejo Stovington, con sus ruedas de madera y sus mecheros de piedra...

En la página 346 de nuestra novela podríamos narrar la llegada de la luz eléctrica a la ciudad, y la expectación generada...
Estamos jodidamente locos...

tipodeincógnito said...

Un Macondo irlandés plagado de O'mallyes y flannagans en vez de amarantas y joseaurelios. Viva el costumbrismo, redios.

Anonymous said...

geniales estas aportaciones, sigamos en esta línea, mis queridos redactores!