Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Saturday, November 02, 2013

Madera Precoz -taller literario I-


La noche de casi verano en la que mi prima Verónica me llamó para contarme que Pinocho acababa de mudarse al segundo B, yo había ido de cena con unos amigos. Al principio no quise creerla -y no solo por el historial de ficciones y medias verdades de mi prima-: me parecía imposible que una celebridad como él fuera a acabar sus días en un pueblecito recóndito en mitad de ninguna parte, Asturias. Estaba claro que Verónica lo había confundido con otro. Luego, entre el vino del Bierzo, el ron Barceló y mi espíritu soñador me convencieron de que tal vez, quién sabe, fuera posible qué, cosas más raras se habían visto y por echarle un vistazo no se perdía nada. Le dije al camarero que me envolviera para llevar un trozo de tarta de queso casera y me presenté, zigzagueante y eufórico (controles de alcoholemia al margen) en casa de mi prima. Entre los dos, y en un periquete, pergeñamos un plan de ataque que incluía una cálida bienvenida vecinal y una generosa porción de escote -todo el mundo sabía de qué pie cojeaba Pinocho-. Nunca sabré si fue  gracias a la tarta, a la sinuosa insinuación bajo el exiguo jersey de angora de Verónica o a que el viejo muñeco tenía ganas de charlar, pero enseguida nos hicimos fuertes en el salón del segundo B, parapetados detrás de unos chupitos de orujo de hierbas, tuteando a uno de los personajes más singulares del siglo XX.

Como casi siempre en mí, primero habló el alcohol. Surqué vertiginosamente los alrededores de su mudanza, los cómo tú por aquí que a priori parecían lo más chocante del asunto -trasteando con el google earth me pareció un barrio tranquilo, respondió con pesadumbre o puede que fuera nostalgia-, y pasé pronto a temas más controvertidos, más antiguos, más sin respuesta. Yo había sido uno de esos niños pinochistas convencidos que habían bebido los vientos por aquellos ojos turbios y aquel mentón afilado y leñoso, y que se habían sentido traicionados  el 17 de marzo de 1984, el día en el que Pinocho fue acusado formalmente de la muerte de su padre. Aunque luego pareció demostrarse que no, que las causas de la muerte de Gepetto eran todas naturales, que el presunto parricida no había tenido nada que ver (y por lo tanto fue absuelto), en la calle existía el rumor de un acuerdo bajo cuerda entre el abogado defensor y la acusación estatal para salvaguardar la imagen de quien tanto suponía para tantísimos niños. Pinocho salió, pues, indemne pero muchos -entre los que siempre estuve yo- le consideramos culpable de la muerte de Gepetto y nunca volvimos a quererle igual. Así que, por todos aquellos niños, por mí mismo, aproveché que volvía de la cocina con más orujo y algo para picar para preguntarle a bocajarro: ¿fuiste tú? ¿tú mataste a Gepetto? Para nuestra sorpresa, y después de un silencio de casi 20 años, comenzó a hablar.

-No le guardo rencor, ¿sabéis? A mi padre. No le odio, aunque podría, nos dijo. Después de todo lo que me hizo. Yo era un niño feliz, de movilidad escasa y lágrimas complicadas, sí, pero feliz. Disfrutaba por las noches con mis baños de barniz o de resinas sintéticas, lo pasaba fenomenal con mis amigos en el colegio e incluso me habían dado el papel de silla decimonónica en la función teatral de fin de curso. No podía mentir pero, qué demonios, las mentiras están sobrevaloradas. Todo iba de maravilla, pero para Gepetto ese todo era poco. No le valía con que de un par de troncos astillados un hada azul hubiera dado vida a un muñeco contrahecho y jorobado, no. Tenía que seguir insistiendo, quería más, quería un niño de carne y hueso, con lo que duele la carne. Y rezó y rogó hasta que sus súplicas fueron atendidas y un buen día me desperté sin bulbos y sin clorofila. Podéis imaginar mi estupor, mi contrariedad, mi aprensión, mi soledad. (La verdad es que no podíamos, pero no se lo dijimos). Todo en lo que había creído, todo lo que era y lo que había sido, de pronto no existía. Aquella noche infecta, al volver del cole -sin amigos y sin sitio en la función del colegio: al parecer un ser humano no daba bien para el papel de silla-, intenté olvidarme de todo por un rato con un relajante baño: las resinas me provocaron quemaduras en el 30 por ciento de mi cuerpo, nadie me había explicado que los niños normales no se bañan con barniz, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre. Nunca había tenido una gripe o una depresión y de la noche a la mañana descubrí el dolor, el hambre y la miseria, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre. Años más tarde, cuando intenté llevarme a la cama a mi novia de entonces, me encontré con que había partes de mi cuerpo que aún participaban de la inercia propia de las maderas (según creo en el mundo de las hadas azules el tema del sexo carece de importancia), o quizá se habían ido al garete esa noche iniciática de resinas y quemaduras, pero Gepetto estaba contento y tenía lo que anhelaba. Y aún así yo no odio a mi padre, podría, pues la lista de reproches es interminable, pero no le odio. 

-La pregunta era si le mataste tú, no si le odias.

-Pues claro que sí, dijo, yo maté a ese cabrón, y volvería a hacerlo.

Mientras se lo llevaban esposado, pensé en cuán a menudo los cuentos de hadas salen mal.  

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