El último día de la Tierra suena genial como título para una película de serie B, con bajo presupuesto y monstruos de goma movidos por poleas, con Rachel Welsz y Richard Burton en los papeles protagonistas, pero, al parecer, la posibilidad de que eso suceda es prácticamente nula. A mí, la verdad, no me vendría del todo mal un abrupto epílogo terrestre, pues en el anuario del instituto aseguraba que antes de los treinta habría escrito un par de novelas y tenido al menos un hijo: y a falta de tres semanas para alcanzar esa mágica cifra, sigo siendo un vulgar escritor de cuentos cortos y no tengo -que yo sepa- hijo alguno, ni posibilidad real de engendrarlo en veinte días (qué digo, ni en veinte meses). Me pregunto cuánto tiempo tardaría un agujero negro en comerse la tierra, si seríamos conscientes de la pitanza, cómo sería su probable digestión y si, una vez liquidado el globo terráqueo, se detendría ahí o seguiría zampando rumbo a Marte.
Sea como fuere me tienta la posibilidad de coger un billete para Suiza y plantarme delante del laboratorio del LHC, en Ginebra, con el grupo de sonados calvos con pancartas que se reunirán allí seguro para protestar contra el fin del mundo y otras desgracias bíblicas. Entre ellos quizá esté el científico español Luis Sancho, que denunció ante un juez de Hawaii (creo que la elección jurídica de su protesta no es la más adecuada para que te tomen en serio) al Centro Europeo de Investigaciones Nucleares, porque cree que la puesta en marcha del acelerador de partículas tiene un 75% de posibilidades de acabar con la vida en la tierra, lo que ellos llaman genocidio planetario. Así que es probable, querido lector, que no estés leyendo porque nos hayamos muerto. Si es así, solo una cosa: gracias por pasarte.
Y entonces esta sería la última reunión del grupo Qtal, en Covadonga, el pasado domingo: la última gran caminata. Os quise, hijos míos.
P (de verde, segunda fila) y Pedro, Andrés, Albert y Jorge: para todos vosotros.