si en primera persona o en segunda, usando
la tercera del plural o inventando continuamente
normas que no servirán de nada.
Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna,
o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así:
tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo
delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros.
Qué diablos.
(J. Cortázar, Las babas del diablo)
Cómo contar lo que no tiene pies ni cabeza y entonces es solo tronco, nudo solo, segundo párrafo de algo, apenas, y carece de filiación y está huerfanito en mitad de la hoja. Yo soy la hoja, quede claro; pero hoja con ínfulas y ribetes, pergamino a ratos y a ratos hoja de bloc, de blog, milimetrada al compás y rayada (rayas que son rieles que son guías que son miguitas de pan en un camino pedregoso sumamente pulgarcito). Yo soy la hoja y lo que quiero contar está en mitad de mi todo, llámalo cuerpo, esperando la mano de nieve que; pero sin pretensiones -la querencia previa- y sin moraleja final -la invención del filólogo oficinista- no hay fábula; y sin contornos geográficotemporales no hay escenario; y sin diálogos no hay teatro; y sin teatro ni siquiera yo soy relevante. Podría apelar a la magia, en realidad no tengo más remedio que apelar a la magia, pero estoy un tanto cansado de estos artilugios de maestro jedi, elevándolo todo a la enésima potencia de una fuerza invisible que nos rodea y fluye y cambia y ciñe.
Si filmado, este cuento podría empezar en un restaurante japonés de poca monta, en la calle Echegaray, en Madrid, con un chapuzón de sashimi de salmón en una piscina de soja y wasabi; y con el posterior tsunami rojo y grumoso, provocado por dicho chapuzón -y por mi torpeza con los palillos y por la naturaleza resbaladiza del pescado crudo-. O tal vez comenzara frente a una pequeña vitrina donde reposa, diminuto también y perfecto, El beso de Brancusi: habría un hombre en escena del que se vería tan solo un reflejo cristal, unas formas vagamente masculinas, y ese hombre estaría pensando en algo que dijo Albert anoche y que es la frase perfecta para iniciar cualquier cuento: Yo vivía en un cuarto sin ascensor. Vivir en un cuarto sin ascensor es como tener una granja en áfrica o un relato con prolegómenos : uno sabe a qué aferrarse para que el huracán no se te lleve lejos de Kansas.
El caso es que volví a ver a L, ¿saben?. Lógico, que la viera, si se piensa que estaba aparcado en el coche de Fitz al otro lado del portón que delimita su casa, aunque yo no hice nada por verla, ni siquiera tenía previsto bajarme del coche. Hasta que me sentí sangrar. Y así se lo dije a Fitz: voy a sangrar; y ella, que sabe de L y de los apagones y del Soho y de los besos y los llantos, creyó que era una metáfora, una de tantas exageraciones de P. Y entonces mi nariz se convirtió en un surtidor de oro rojo (hay que ver lo sangrientas que se están convirtiendo últimamente estas páginas que gasto recordándote): y de rojo se tiñeron las Ditty Bops en mi camiseta y mis pantalones y Fitz, con la boca abierta de par en par y un mucho de incredulidad en los ojos, me iba inflando a kleenex con una mano mientras con la otra reclinaba el asiento del copiloto para que pudiera salir del coche, no le fuera a manchar también la tapicería. Ese fue el preciso instante que L escogió para salir de casa. Y yo allí, con la nariz salpicante en un pañuelo, sin poder parar de reír porque todo era tan estúpidamente inverosímil, como un apagón en mitad de un beso. Y detrás Albert, que salía en su coche, mirándonos sin entender.
Después de las despedidas, al poco de salir de allí, cesó la hemorragia. Como ya no vivo en un cuarto sin ascensor, me es imposible aferrarme a la realidad cuando estoy en los alrededores de L: mi cuerpo es incapaz y de repente hay apagones. Para salir del complejo residencial en el que vive hay una barrera electrónica, que más bien es una valla, que se abre pulsando un interruptor lateral, que queda lejos del alcance de la ventanilla de cualquier vehículo, así que suele ser tarea del copiloto bajarse del coche y accionar el mecanismo de apertura. Pero como en el universo que comparto con L la electricidad suele brillar por su ausencia, cuando pulsé el botoncito de marras no sucedió nada: lo pulsé mil veces, y nada: era el enésimo apagón entre nosotros, uno especialmente demoníaco que me mantenía encerrado en tus dominios. Volví al coche y le dije a Albert: bro, por dios, sácame de aquí, no puedo más. Pero aún tuvimos que esperar a que llegara el encargado de seguridad para poder franquear la puerta y emprender el camino de regreso a Kansas.
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