No me gusta hacer fotos ni posar para ellas (menos aún salir de rebote, esquinado, como si fuera un mero comparsa, apenas un extra), detesto dejar constancia en sepia de las cosas que veo y visito, de las que me suceden, de las que me interrumpen y me abordan, de las inesperadas, o las queridas, o las buscadas. Nada más estéril que una tarde de café y ceniceros, sentado al borde de un sofá de cuero chocolate, visitando álbumes y escuchando historias ajenas por las que nunca consigo interesarme demasiado -peor sería si tuviera que ser yo la voz contante- y, mira, aquí está otra vez ese niño tunecino que nos seguía a todas partes pidiéndonos bombons, caramelos. Y pareciera que hay un toque de sorpresa en su voz, como si de verdad no hubieran reparado primero en que ahí está, efectivamente y de nuevo, el niño tunecino (y es cierto que hay algo suplicante en su rostro, o petitorio, en la mueca que la cámara ha recogido y que dirige a Rebeca que, sin embargo, le ignora y posa frente a un edificio puede que gubernamental) y sería extraño pues deben haber repasado esas fotos (luna de miel norteafricana, así llaman a este corpus peregrino que más bien parece un book de pareja con fondo arenisco) unas mil veces antes de ahora: yo siempre el último en pasar por su casa, el último en ser invitado, me conocen bien. Y tendría que forzar una sonrisa y quizá alguna valoración sobre lo visto, oh, qué bonito desierto, es como muy, no sé, intenso ¿y dices que esto era en Marrakech?, mientras Luis guarda el primer volumen (¿primero?, me pregunto horrorizado, ¿es que hay más?) y Rebeca vuelve de la cocina con un bizcocho de yogur de aspecto siniestro y extraña forma trapezoidal. Es tarde y quiero irme, empiezo a ser esquemático, a llenarlo todo de interjecciones y monosílabos, a bostezar; pero Luis está cogiendo una barcaza para adentrarse en el Nilo y Rebeca, en plena rinitis aguda, no puede dormir y sube a cubierta a pasar la noche bajo las estrellas. Ah, digo, pero puaj, pienso, cómo se puede ser tan telefílmico.
Aunque en realidad lo que no me gusta son las instantáneas vacacionales, la historia contada a golpe de polaroid: se me da bien odiar a la gente que se inmortaliza sosteniendo en sus manos la torre de Pisa, adocenados violadores del daguerrotipo original, o delante de las estatuas más emblemáticas, o en los parques más conocidos. Yo sé que estuve en Piazza dei Miracoli y no necesito que ninguna foto casposa me lo recuerde.
Fingí un malestar intestinal difuso y me fui al baño a refrescarme la cara. Mientras ensayaba frases disculpatorias frente al espejo, Luis me carraspeó desde el otro lado de la puerta con ganas de saber si me encontraba bien y de que me fuera. Tal vez se te ha hecho tarde, dijo primero. Pareces cansado, dijo luego. Como no te quieras quedar a cenar, dijo al fin y, aquí, me imaginé la cara de túeresgilipollas de Rebeca fulminándolo desde el umbral de la cocina. A punto estuve de aceptar su oferta, más por molestar que por verdadera necesidad, pero era cierto que estaba cansado: vivía fatigado aquellos días, como anémico, un poco apático, ciertamente abúlico y unos cuantos esdrújulos desganados más, y la fatiga me había llevado al médico incluso: después de unos análisis nada reveladores, la doctora Bodelón me había recetado un complejo vitamínico que me provocaba somnolencia vespertina y erecciones inoportunas. Bostecé de nuevo pero nada se movía en la entrepierna, así que salí del baño. Sumamente hospitalarios me hicieron prometer que volvería, con más tiempo y ánimos y muchas preguntas y quizá algo de vino.
2 comments:
Por fin entra en escena la Dr. Bodelón! Espero que no sea la última vez que disfrutemos del placer de su compañía y que en próximas visitas le prestes un poco más de atención y espacio. Por lo demás, me gusta ver como pules las piezas...
Me recuerda una frase que escuché de semiadolescente y que me dejó huella: si necesitas algo para para recordarme significa que me puedes olvidar.
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