La nota manuscrita, de carácter urgente y génesis colérica, está fijada en la puerta, con un trozo de cinta adhesiva transparente, por la parte de la calle, justo debajo de la plaquita con nuestro nombre y seña, ocultando la mirilla, cuadriculándola. Y, en mi peor román paladino, reza: Querido ladrón, ingrato, pese yo mañana sobre tu alma y caiga tu espada sin filo. Si me lo hubieras pedido te lo habría dado, lo regalan sobre pedido en el chino de la esquina. Te odia, P. Enemigo del espumillón y alérgico al villancico, mi sentido navideño siempre ha ido en dirección contraria, con gesto de limón y el entrecejo fruncido y la bilis palpitante. Quiere decirse que nunca hemos disfrutado realmente de este conglomerado temporal de turrones y salseras que llega en diciembre, pero empieza a molestar en octubre -un picor, unas luces y otro año al garete-, y a veces se prolonga hasta febrero (Paco, ¿ no crees que deberíamos subir de una vez el arbolito y las luces al trastero? Que el calor está derritiendo las ramas de plástico y me huele la cocina a motorhome de Maclaren hombrepordios) Pero, ay, el motorista me cayó simpático (ese bigotito ralo, esa camisa blanca años cincuenta, esos pantalones invariablemente negros, esa incapacidad átona tan oriental) y se me vino el alma a los pies cuando, detrás del arroz tres delicias y el pollo al curry, me obsequió un feliz 2008 con un precioso calendario chino de bambú lleno de dibujitos animales esquinados y carga histórica por un tubo. Así que, atentando contra mi naturaleza austera, minimalista, monocromática y unidireccional, abracé bien mi calendario de bambú y le fui buscando acomodo entre paredes y azulejos. Al cabo, la navidad me dio una solución: haría como toda esa gente que atiborra sus puertas con christmas y sus ventanas con papanoeles a punto de más infinitivo: sería uno más, al fin. Atravesé mi bambú con un lacito amarillo surgido muy ad hoc de la nada cajonil y, arrollándolo lo mejor posible, lo até torpemente al pomo de la puerta de velázquez seis, para que fuera así bienvenida y salutación a vecinos e invitados: feliz año, oh, forastero, parecía querer decir todas las tardes mi bambú cuando llegaba a casa y lo veía ahí, inamovible, sonriente, zoológico él, prudentemente oriental. Y es que, como bien anotó mi bro al verlo, mi bambú no era un calendario al uso, de esos que se consultan antes de salir como quien pone el canal del tiempo para ver si puede ahorrarse la ropa de abrigo en la maleta, no. Bambú era más oráculo que agenda, vaticinaba en vez de anunciar, pero siempre de modo retrospectivo y muy conciso.
Bambú era así, pero ya no más. Algún desaprensivo hijo de una meretriz se lo ha llevado sin dejar atrás una nota, o una petición de rescate, o un lo siento o tan siquiera el hilo amarillo que yo había usado para colgarlo. Quiero creer que el hurto es obra de algún vecino y que bambú cuelga ahora en la sala marchita de cualquiera de ellos, siendo reclamo para visitas y orgullo para sus nuevos dueños y alegría para todos. ¿Insultaría su recuerdo intentando otro pedido a La gran Muralla para así procurarme un sustituto? ¿Llevarán en cuenta los granmurallenses qué clientes se han llevado ya a casa su calendario correspondiente? ¿Por qué ya nadie usa el imperativo? Sea como fuere, creo que Bambú está triste: le han cortado las alas délficas, ya no pronostica a posteriori, le han cercenado su mayor virtud y ahora luce como otro vulgar trozo de madera con dibujos de monos y gatos y cerdos y gallos.
1 comment:
Muchas gracias por el obsequio. Como siempre, una asombrosa capacidad para hacer narrable lo prosaico.
Post a Comment