Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Saturday, March 28, 2009

On the soap -a movie-.

Con la apática individualidad de una manzana golden en un bodegón figurativo, Jennifer Alegría Vidal intentaba borrar de su rostro, cada mañana y a brochazo limpio, los desmanes de toda una noche de duro y furtivo rodaje antes de coger en la calle Capua el autobús de las nueve que, llevándola al trabajo, la duplicaba: por el día mileurista y experta en ungüentos, lociones y demás parafernalia parafarmacéutica, y por las noches actriz de reparto en películas de bajo presupuesto y exiguo vestuario. Acostumbrada a las exigencias del pluriempleo, con un par de diestras pinceladas era capaz de movilizar sus ojeras a favor, convirtiéndolas en un elemento indispensable de su mirada torva e inquietante, profunda y misteriosa y casi siempre lila. Pero lo cierto es que llevaba doscientos catorce días sin dormir, sin que ninguna razón aparente o médica pudiera explicar su repentina caída en el insomnio: consultados los especialistas de rigor (incluídos varios amigos de amigos, un par de curanderos y una sicópata togada que había intentado un remedio a base de ancas de rana y pelillos de ratón de campo), Jenny había optado por encogerse de hombros y aprovechar las horas que la vida le regalaba sacándose unos euros extra en producciones de medio pelo de esas que evitan las salas comerciales y van a parar, tras las cortinas, directamente a tu videoclub.



Después de llamar al anuncio nueveceroseis que había visto en la prensa local, poco se imaginaba Jenny, a quien no le eran del todo ajenas las tablas pues había salido un par de veces con un tipo que era figurinista del grupo de teatro de la universidad de oviedo, que con apenas una prueba de sonido y unas fotos de perfil le iban a dar el papel de Molly, una veinteañera con coletas que se había fugado de su casa en La Felguera y que huía haciendo autoestop sin saber muy bien hacia dónde. Sin comerlo -figuradamente- ni beberlo había entrado a formar parte del equipo de Fack Kerouac, un director novel y asturiano que pretendía revolucionar el género a través de lo que él mismo llamaba porn road, y que no iba mucho más allá que las pelis porno convencionales aunque cambiaba el polvo del camino americano por la pedregosa realidad de la caleya de contrueces que ya todo el mundo en la FK Productions conocía como Ruta 69. Fue en el set de grabación (eufemismo de terminología hollywoodiense: no pasaba de ser un fiat panda con las puertas abiertas y una cámara tipo cinexin bien flanqueada por varias lámparas de pie Sven), unas veinticuatro películas más tarde y mientras el Sr. Kerouac le explicaba lo que esperaban de ella en una escena cualquiera, donde conoció al hombre que habría de cambiar su vida para siempre.



Se hacía llamar Seminem y lucía una sudadera con capucha, un antifaz de cuero y unos pantalones sin cintura que abrochaba a duras penas a altura de los muslos y que le daban a su baja espalda el típico efecto tableta tan de moda entre los hiphoperos y los adanes. Incapaz de aportar metrajes sobrenaturales, su fama en la indusria la basaba en la constancia indómita y en el misterioso morbo de su oscuro atuendo. Seminem se creyó morir cuando, apenas bajados los slips, se enfrentó a la mirada de Molly que lo esperaba, disciplinada, boquiabierta por exigencias del guión y porque había descubierto que su compañero de reparto lo era también de personal en los grandes almacenes donde Seminem, allí Juanjo, vendía libros con parecido mecanicismo que Jenny lociones. Y así, hartos de verse hasta en la sopa y compartiendo el aburrido yugo del insomnio, la presión asfixiante de la mentira y el goce fingido de los orgasmos en cinemascope, fue creciendo entre ellos una animadversión apasionante que asumían a regañadientes y aliviaban por las mañanas a golpe de cadera, como quien ensaya un guión, en los baños, en el almacén o en la garita del guardia jurado. Quererse no sé si se querían, pero me contó Laura que un martes justo antes de abrir, hará cosa de un mes, los pilló el jefe en pelota picada y durmiendo a pierna suelta al otro lado de la sección de bicicletas. El despido, claro, era procedente y como quiera que el amor resultó ser el somnífero que ambos habían estado buscando tanto tiempo, su existencia nocturna como Molly y Seminem ya no tenía ningún sentido, así que se retiraron también del porno y ahora viven de las ganancias en una casita con jardín en las afueras.

Sunday, March 22, 2009

El jardinero cien

Imposibilitado para la poda por parte de padre, Domingo Romo Sanjosé llevaba casi treinta años soportando la maldición de haber nacido en el seno de una familia de robustos pero fugaces armadores y terratenientes. Después de una infancia depresiva con institutriz y galopa, galopa, galopa caballito de madera, la adolescencia supuso para él la entrada al mundo sorprendente y vegetal que se abría más allá del camino de piedra y cercado tipo hermanos Grimm. Con la mano de su padre en el hombro, asistió con inesperado terror al todo lo que alcanzan a ver tus ojos será tuyo algún día, hijo mío: acres y acres de fulgor clorofílico y cultivos localistas. Para Domingo Romo sénior, la decepción de ver a su hijo correr despavorido de vuelta a las enaguas de su nani solo fue comparable a la que supuso la aparición del esperadísimo segundo disco de Vainica Doble: tantas expectativas para llegar a esto.


Y es que Dominguín (quizá por culpa de la educación individual impuesta: un buen internado prescolar habría terminado de raíz con aquellas tonterías, porque genético no era) le tenía un pánico atroz a las tijeras, los podones, las cizallas y cualquier instrumento para recortar, perfilar o eliminar impurezas sobrantes. Era víctima de insoportables espasmos y pesadillas con el mero hecho de escuchar palabras como esqueje, vivisección, gramíneas u horticultura. Agrícolamente inhábil, en fin, se enfrentaba a la ignominia y al descrédito ante toda su estirpe al no poder hacerse cargo, como dictaba la tradición romera, él solo de sus posesiones y cultivos. Así que la misma mañana en la que enterraban a su padre -a la, también tradicional, edad de cuarenta y seis años-, en el panteón familiar de impecable ascendencia churrigueresca, se puso a buscar jardinero en los anuncios por palabras a pesar de la abierta oposición y cruenta burla de Adelita Sanjosé, entre otras muchas cosas su madre biológica.


Pero algo que había parecido sumamente sencillo en clase de etiqueta, protocolo y trato a la servidumbre, se convirtió en una retahíla de incompetentes enguantados incapaces de diferenciar un rododendro de un abeto nórdico. Y cuantas más entrevistas realizaba, más se abrían paso ante sus horrorizados ojos la mala hierba, la cizaña y las ortigas blancas. Así hasta que se plantó ante su puerta Rafael Salvado, electricista de toda la vida y devoto en la intimidad de los cultivos de latifundio, que numéricamente tenía el dudoso honor de ser el entrevistado cien. Todo fue de maravilla hasta que, cuatro meses después de la rúbrica del contrato y cuando ya las extensiones y praderas de los Romo de siempre volvían a refulgir con el esplendor de antaño, Domingo encontró a su madre y a su jardinero cien en bíblica relación en el cuarto de los aperos. Y tomando cartas en el asunto hizo lo único que se creyó capaz de hacer: abandonar decorosamente este mundo ayudado por una infusión irónica que contenía dos partes de adormidera y una parte de poleo, como si pensara: el que a vegetal mata... Los periódicos dijeron que había muerto joven aun para ser un Romo.


Saturday, March 21, 2009

Una cartulina azul para la crisis:

Cuando la presión filosa de un ere a destiempo se hizo en extremo insoportable, y siguiendo los consejos arbitrarios de su médico de cabecera, Rebeca González Tul se personó una mañana en la oficina del gerente con un discurso preparado y una carta de tres folios presentando su dimisión irrevocable. La carta (manuscrita sobre papel de estraza personalizado con ribetes, mariposas y otros motivos sinuosos) era más bien un resumen de la incompetencia, la inequidad y el descaro con los que había sido tratada durante los últimos nueve años y, como navegaba entre el escarnio y el ultraje, tampoco esperó demasiado por si hubiera alguna respuesta. Cerró de un portazo la cancela del departamento de Historia de la moda y salió por última vez del Museo del traje sin volver la vista atrás. Tenía 623 euros en su cuenta corriente y un puñado de ideas innovadoras sobre un modelo de zapatos que quería patentar.

Cuando la conocí, intentaba atravesar el parque infantil agarrada a una cartulina verde de cinco por cinco metros y un golpe de viento la arrojó a mis brazos con una precisión de novela barata. Entre las disculpas, los déjame que te ayude y otras galanterías de manual, me fui enterando de su pasión diseñadora, de sus visitas al inem, de los créditos imposibles y de un oscuro proyecto al que estaba dedicando esfuerzos y ahorros mientras no surgiera otra cosa. Ya cerca de su casa, esquivó con ternura mis intentos de café con leche y me agradeció mi compañía de porteador con un beso volado en el que creí ver, escondidos, cantos de sirena y fatalidad de precipicio: dulces labios para encallar, sin duda, pensé. Enamorado hasta el tuétano, pergeñé un plan repleto de posibles encontronazos que pasaba por patrullar su manzana con insistencia de publicano todas las tardes, a la salida del trabajo y hasta las doce o la una. Por eso estaba allí, frente a su portal, señoría, la noche de autos y por eso la seguí hasta la avenida de la constitución, sin saber aún qué se proponía e imaginando mil encuentros con amantes furtivos y muriéndome de celos a cada paso.

Cuando salí de mi escondite, ya llevaba varios minutos subida a una de esas horribles farolas que contaminan la avenida, decorándola con vestidos de cartulina, gasas, sombreros de ala ancha y zapatos de papel de plata. Su idea, me dijo mientras nos esposaban, era crear una especie de teatrillo gigante usando las farolas como perchas para colgar sus recortables y así poder montar escenas de películas a lo largo de toda la calle. Contaba con pelucas, rascacielos en miniatura, parques ajardinados e incluso con un par aviones y algo que tenía pinta de nave espacial y que era fundamental para las escenas vangelizadas del comienzo de Blade Runner. Alguien debería haber ocultado hace ya tiempo esta abominación estética, esta horterada luciente, ¿no te parece?. Y yo, que había establecido con su boca una sincera relación de creyente y dogma de fe, lancé la cazadora a un lado y me apresuré a sujetarle la escalera mientras colocaba una nube de tormenta sobre el montaje de Cantando bajo la lluvia. Estábamos aplicándonos en Casablanca, a la altura casi ya de Manuel Llaneza, cuando llegó la policía con sus malas maneras y sus imprecaciones censuradoras. El resto de sobra lo conoce usted. Aunque lo que me suceda me da un poco igual, por supuesto que me declaro inocente: deberían condecorarnos por arreglar ese infecto paseo y no machacarnos a base de multas por desperfectos en vía pública y escándalo vecinal, la verdad.



Wednesday, March 18, 2009

Castiga, exhausto, el poste tosco y recto e insiste, infausto, que ha visto a los espectros

Desde que me tienen encerrado aquí arriba, en el desván, he estado meditando la idea de convertirme en uno de esos fantasmas tocapelotas de los que tanto hablan en los programas nocturnos de la radio, para hacerles la vida imposible a los de abajo, a mis captores, ululando como el viento todo el día de aquí para allá y arrastrando mis cadenas con penoso pesar y patibularia pesadumbre. Aunque, siendo sinceros, a mí el tema este de la ectoplasmia como que me chirría un poco, la verdad: yo soy más de vivir, a qué engañarles. Si al menos pudiera convertirme en uno de esos espectros sofisticados con sombrero de copa y bigotito y bastón a juego, qué sé yo, un vizconde de algún coqueto terreno escarpado astur, me lo pensaría: desde que era niño he querido añadir un toque de elegancia a mi naturaleza perpetuamente tosca, torpe, como a granel.

El caso es que si alguien me garantizara la completa fantasmeización de mis esencias más fluidas... Porque esa es otra, ¿y si al final voy, fabrico una soga con mis sábanas sucias, me cuelgo de la lámpara, la diño y luego nada?. Me aterra la idea de convertirme en otro montón de huesos más en el desván, de solo ser otro cadáver. Morirse, qué les voy a contar, es un asunto delicado y yo soy de siempre sensible a los cambios: se me llena la piel de molestas urticarias y erupciones pustulantes con tan solo comprar un gel en oferta. Y eso que, por otro lado, estos últimos meses de aislamiento silencioso y tranchetes, he ido maquinando diversas maneras de suicidarme, a cada cual más aparatosa y compleja, que van desde la rotura de venas por astilla punzante, pasando por una traqueotomía casera con celofán, hasta la asfixia total por introducción de jersey de lana en la laringe.


En especial me atrae el tema de la sangre: si pudiera rasgarme las arterias un poquito, e ir muriéndome a ratos intermitentes, podría usar mi propia linfa para escribir a dedo alguna reflexión final, unos últimos insultos o quizá una dedicatoria postrera y mi testamento, lo que me diera tiempo: dicen que tardas un montón en quedarte dormido. Y es que he llegado a la conclusión de que lo que realmente echo de menos es escribir. Lo del silencio lo llevo bien, nunca me gustó hablar más de la cuenta, ni expresar mi opinión, ni dar mi apoyo, ni mostrar recelos ni nada; pero vivir sin bolígrafo me jode, y bastante. Durante mi gratuita estancia -gastos pagos- en este minúsculo desván he tenido un montón de ideas gloriosas para cuentos y novelas de diverso pelaje, pero se han ido diluyendo en el inevitable olvido por falta de tinta. Ni siquiera sé si tienen intención de soltarme o si han pedido por mí un jugoso rescate: el caso es que a estas alturas como que me dolería que me liberaran sin haber llegado a ninguna conclusión ectoplásmica: seguro que el pálido tono vaporoso habitual en los espectros me sienta divinamente y estoy en un periodo vital en el que me apetece tomar descabelladas decisiones estéticas, por probar. Seguiremos informando.


Tuesday, March 17, 2009

Prontuario de un veleta recién mudado

Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido. Rayuela, capítulo 40.

Aunque detesto la literatura de viajes, mi vida se ha ido convirtiendo en una suerte de movimiento traslatorio en el que cada mudanza supone la clausura de una etapa, el abandono de una estación, el deshielo propiamente, y origina en mi existencia un fondo de primavera con los primeros brotes retoñando al tibio sol de marzo. Empeñados hasta el estrépito en volver, el súbito reingreso a la vida gijonesa de señorona plenamente dindurra lo estamos viviendo con un comprensible alivio, como si el periplo ovetense no hubiera sido más que un largo viaje o un mal sueño, como si una patrulla de rescate nos hubiera abierto al fin las puertas de Dachau. No echamos de menos, en fin, aquel pasillo breve cuya angostura era el único destello de calor de toda la casa, pese a todo lo vivido, pese a las copas y a los líos y a Berli, pese a Berli por encima de todo.

Y aunque, nominalmente, solo hemos cambiado un Velázquez seis por un Menéndez siete, apenas un pequeño salto en el tiempo (y en el espacio, y en el confort), ahora puedo principiar todos mis cuentos con un: apenas le bastaba salir al balcón y estirar un poco el cuello para ver de reojo el mar. Acaso me esté acomodando, quizá haya cambiado banquetas por sillas Luis XVI, tal vez los treinta estén suponiendo el inevitable ingreso en una acomodada vida de barriga y alopecia -pese a que yo barriga tuve siempre-. Pero quiero pensar que no, que todos estos cambios no tienen un porqué acomodaticio, que el viejo y rebelde humano P sigue bullendo bajo estos pliegues sebáceos, que mi amargura no hay amanecer soleado que la domeñe.

He vuelto, hemos vuelto: se ha destapado de nuevo la caja de resonancias, el teatrillo gijonés de empedrado y nordeste girando otra vez, quién nos lo iba a decir. Desempolvemos los viejos trajes de agrios mimos malencarados para reconciliarnos con nuestros rincones, con los bancos de los besos iniciáticos; abracemos sin pudor nuestros viejos fantasmas que aún pululan desconcertados por la calle de los Moros buscando guía o sentido o sepultura. Sigue sin haber nada como estar en casa, ni lugar como esta vieja meretriz de tres al cuarto de tarifa asumible y tan tierna, y tan bella, y tan mí.


Solo espero que volver no sea cuestión de lágrimas, que la exagerada ausencia nos la haya perdonado en el mismo momento en el que asomamos la furgoneta llena de sillas y de promesas por Álvarez Garaya. Y como la desesperanza no cabe en cajas de cartón, diríase que estamos recién desembarcados y como nuevos, como limpios, como si le hubiéramos disculpado a Gijón el detalle atroz de convertir el teatro Arango en una corporación dermoestética y nos hubiésemos hecho un lifting dispensatorio. Cabrán tristezas, en esta nueva singladura a orillas de la calle Corrida, pero siempre podremos aliviarlas mirando de reojo el mar.


Gijón, 17 de Marzo de 2009, tres años y medio después.

Canciones para una renovación:

Cara A.- Desde el lado de P: Zahara, "Con las ganas".





Cara B.- Desde el lado de Albert: Vetusta Morla, "Sálvese quien pueda".