Con la apática individualidad de una manzana golden en un bodegón figurativo, Jennifer Alegría Vidal intentaba borrar de su rostro, cada mañana y a brochazo limpio, los desmanes de toda una noche de duro y furtivo rodaje antes de coger en la calle Capua el autobús de las nueve que, llevándola al trabajo, la duplicaba: por el día mileurista y experta en ungüentos, lociones y demás parafernalia parafarmacéutica, y por las noches actriz de reparto en películas de bajo presupuesto y exiguo vestuario. Acostumbrada a las exigencias del pluriempleo, con un par de diestras pinceladas era capaz de movilizar sus ojeras a favor, convirtiéndolas en un elemento indispensable de su mirada torva e inquietante, profunda y misteriosa y casi siempre lila. Pero lo cierto es que llevaba doscientos catorce días sin dormir, sin que ninguna razón aparente o médica pudiera explicar su repentina caída en el insomnio: consultados los especialistas de rigor (incluídos varios amigos de amigos, un par de curanderos y una sicópata togada que había intentado un remedio a base de ancas de rana y pelillos de ratón de campo), Jenny había optado por encogerse de hombros y aprovechar las horas que la vida le regalaba sacándose unos euros extra en producciones de medio pelo de esas que evitan las salas comerciales y van a parar, tras las cortinas, directamente a tu videoclub.
Después de llamar al anuncio nueveceroseis que había visto en la prensa local, poco se imaginaba Jenny, a quien no le eran del todo ajenas las tablas pues había salido un par de veces con un tipo que era figurinista del grupo de teatro de la universidad de oviedo, que con apenas una prueba de sonido y unas fotos de perfil le iban a dar el papel de Molly, una veinteañera con coletas que se había fugado de su casa en La Felguera y que huía haciendo autoestop sin saber muy bien hacia dónde. Sin comerlo -figuradamente- ni beberlo había entrado a formar parte del equipo de Fack Kerouac, un director novel y asturiano que pretendía revolucionar el género a través de lo que él mismo llamaba porn road, y que no iba mucho más allá que las pelis porno convencionales aunque cambiaba el polvo del camino americano por la pedregosa realidad de la caleya de contrueces que ya todo el mundo en la FK Productions conocía como Ruta 69. Fue en el set de grabación (eufemismo de terminología hollywoodiense: no pasaba de ser un fiat panda con las puertas abiertas y una cámara tipo cinexin bien flanqueada por varias lámparas de pie Sven), unas veinticuatro películas más tarde y mientras el Sr. Kerouac le explicaba lo que esperaban de ella en una escena cualquiera, donde conoció al hombre que habría de cambiar su vida para siempre.
Se hacía llamar Seminem y lucía una sudadera con capucha, un antifaz de cuero y unos pantalones sin cintura que abrochaba a duras penas a altura de los muslos y que le daban a su baja espalda el típico efecto tableta tan de moda entre los hiphoperos y los adanes. Incapaz de aportar metrajes sobrenaturales, su fama en la indusria la basaba en la constancia indómita y en el misterioso morbo de su oscuro atuendo. Seminem se creyó morir cuando, apenas bajados los slips, se enfrentó a la mirada de Molly que lo esperaba, disciplinada, boquiabierta por exigencias del guión y porque había descubierto que su compañero de reparto lo era también de personal en los grandes almacenes donde Seminem, allí Juanjo, vendía libros con parecido mecanicismo que Jenny lociones. Y así, hartos de verse hasta en la sopa y compartiendo el aburrido yugo del insomnio, la presión asfixiante de la mentira y el goce fingido de los orgasmos en cinemascope, fue creciendo entre ellos una animadversión apasionante que asumían a regañadientes y aliviaban por las mañanas a golpe de cadera, como quien ensaya un guión, en los baños, en el almacén o en la garita del guardia jurado. Quererse no sé si se querían, pero me contó Laura que un martes justo antes de abrir, hará cosa de un mes, los pilló el jefe en pelota picada y durmiendo a pierna suelta al otro lado de la sección de bicicletas. El despido, claro, era procedente y como quiera que el amor resultó ser el somnífero que ambos habían estado buscando tanto tiempo, su existencia nocturna como Molly y Seminem ya no tenía ningún sentido, así que se retiraron también del porno y ahora viven de las ganancias en una casita con jardín en las afueras.