A MArk Knopfler, en su 59 cumpleaños
Conocí a Mark Knopfler desde una cercana y muy calurosa primera fila, el 22 de agosto de 1992, en el Molinón, en el concierto que él y su banda dieron en Gijón aquel sábado veraniego y sofocante. Yo tenía trece años y desde siempre los discos de los Dire Straits habían sido la banda sonora recurrente de mi casa. Estábamos entrando a pasos agigantados, e indecisos, en la adolescencia, y en ese tiempo de revolución hormonal, mientras unos aspiraban a ser futbolistas, otros soñábamos con liderar una banda de rock (ya conocéis el tipo: muñequera, melena al viento, camiseta sudada, unos vaqueros desteñidos)
Cuando nos enteramos de que los Dire venían a Gijón, sentimos por primera vez aquello que Martín Romaña llamaba la horrible modernidad del dinero: teníamos tres o cuatro meses para reunir la pasta de la entrada, y el asalto, la prevaricación, el hurto con atenuantes y el tirón de bolso a ancianitas desvalidas en plena calle ezcurdia, estaban descartados. Solo restaba portarse muy bien, hacer la cama con constancia y bajar al supermercado cuantas veces fueran necesarias para poder sisar algo de las vueltas, además, claro está, de ir ahorrando a trancas y barrancas unos duros de la paga semanal ( daros cuenta de que en aquella época, el verano de primero de bup, empezábamos a tener nuestras primeras citas con chicas y la tarde de sábado con cine, bolera y besos furtivos era fundamental, así que ahorrar se convertía en una tarea difícil y sacrificada).
Sea como fuere, al final pudimos hacernos con el montante necesario: compramos nuestras entradas y esperamos paciente e histéricamente a que llegara el ansiado día. Lo único que me disgustó fue que, como era pleno verano, uno no podía llegar el lunes siguiente a clase fardando de haber visto a los Dire en concierto, con lo que eso le hubiera venido de bien a mi vida social. El resto fue espectacular. Supongo que el momento álgido de la noche fue cuando, ya de noche, el alumbrado artificial del estadio se apagó justo cuando empezaban a sonar los primeros acordes de Romeo y Julieta, mi canción favorita de entonces, cantada a coro por los 50.000 asistentes que abarrotábamos el molinón, bajo un ligero orbayu refrescante. Estoy convencido de que fue uno de los mejores momentos de mi vida, aunque luego los guardaespaldas nos detuvieran con malos modos al intentar colarnos en los camerinos subrepticiamente y termináramos la velada en el hospital, con varias fracturas y un recuerdo imborrable.