Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Sunday, July 31, 2011

Si el antagonista se va (lo que termina y nunca se acaba)

Lo que Rowling ignora - o, peor, quizá es que lo desdeñe, a sabiendas- cuando obliga a Voldemort a apuntar con su varita a un Harry Potter sumiso y resignado a su suerte mártir, es que la inagotable batalla entre el bien y el mal en el arte se consume, y no funciona, si uno de los dos adversarios  se va y el otro permanece. Los héroes de cuento, villanos o no, solo lo son en la guerra y en la guerra se agotan sus atributos. Una doble muerte en el campo de batalla habría catapultado la saga hacia lo más alto, solo así se hubiera mantenido vivo el legado de Harry Potter, su espíritu: solo en la muerte habría tenido sentido su lucha. Así, las últimas 20 páginas de Harry Potter and the deathly hallows son una burla hacia la historia de la literatura y con el olvido pagará Rowling esa afrenta, o ese despiste, o esa incapacidad. Y eso es algo que su versión cinematográfica no repara (más aún, lo incrementa, con un vestuario indigno y una barba incipiente y una barriga cervecera mal hecha: todo muy grotesco y absurdo, 19 años después)


Terminé de leer el séptimo libro de Harry Potter en las calles de Florencia, mientras esperaba una larga cola para entrar en la Galleria degli Uffizi, el 4 de Agosto de 2007, hacia las once de la mañana. Y de pronto me puse a pensar lo poco que me gusta que me defrauden por escrito. En un puñado de páginas finales había estropeado Rowling más de diez años de interesantes aventuras y, lo que es peor, había tapiado sin necesidad la puerta por si algún día quisiera regresar. Tapiar puertas no es oficio de escritores, porque un día te levantas y te mueres por volver y esos impulsos febriles no hay quien los combata. Después de Uffizi, y de una tarde de caluroso paseo florentino, terminamos el día -y las vacaciones- con una estupenda función verdiana en los jardines del Palazzo Pitti. Más allá de que las mujeres sean tan volubles, cuando Rigoletto descubre a su hija Gilda, agonizante, en el saco donde debería descansar el cadáver del odioso Duque de Mantua, me di cuenta de que ese sacrificio por el hombre que amaba era exactamente el mismo que le había pedido aquella mañana a la Rowling para Potter, sin respuesta. 


Por eso Rigoletto perdurará para siempre y Harry Potter naufragará, espero, en las densas aguas del olvido. Porque lo mismo que no hace falta llegar primero si sabes llegar, no sirve de nada matar a Voldemort si luego no sabes despedirte con clase. Porque hay historias que, aunque terminen, no se acaban nunca frente a otras que se agotan en el último punto final. Porque a los espectadores, a los lectores, no nos gustan las excesivas explicaciones, ni que todo quede claro de repente ya que, así, no podemos aportar nuestro bagaje ni sumar nuestra experiencia: si no nos dejan usar nuestra imaginación, bien lo sabían los Gun´s and Roses, el mundo se convierte en un aburrido fraude. Cuando un antagonista se va, en fin, los héroes ya no tienen sentido y habrían de huir, dejando el futuro en manos de los que, menores tal vez en la guerra, simbolizan mejor la paz, puesto que es suyo el futuro.

Wednesday, July 27, 2011

De qué hablo cuando hablo de huir -de las últimas novelas de Murakami-.

Estaba buscando un autor nuevo en el que trasnochar y una amiga me recomendó a Murakami. Al parecer, Tokio Blues era lo mejor que había leído en varios meses así que me embarqué en su obra, pero con cierto recelo: la cultura japonesa y yo nunca hemos llegado a intimar, aún a pesar de Lost in Translation  -quizá porque Lost in Translation es una visión americana de la cultura japonesa-. Fue todo un acontecimiento. La novela era una inesperada mezcla de angustia y frescura, de musicalidad y destreza, de ternura y confusión, y viajaba siempre bordeando los límites de la verosimilitud pero sin darse mucha importancia, con un navegar despreocupado, casi indiferente. Y era cercana, extrañamente familiar pero sin pasarse, dejándote siempre un regusto de esto no me podría pasar a mí pero al tipo del tercero, ese que toca la guitarra, seguro. Así que aposté por Murakami.

Lo siguiente que supe de él fue Kafka en la orilla, una de esas novelas que desquician y en la que, después de cada destello puro de genio narrativo, sobreviene un pelotazo inverosímil que te deja contra las cuerdas. Es la del tipo que habla con los gatos (lugar común por excelencia en la literatura del japonés, los gatos y la música y tal vez la soledad). Y mientras eres Kafka Tamura y te largas de casa con 15 años, te vas al sur, te medio enamoras de una señora que podría ser tu madre y que, hasta donde tú sabes, lo es: todo va de maravilla con Edipo y toda la pesca. Pero como luego está esa otra historia sobre el tipo que habla con los gatos, y ambas se van aproximando hasta confluir en un final apoteósico, marino e intragable, no sabes bien a qué atenerte, te gustaría protestar pero como te quedas con buen cuerpo, lo aceptas y te compras la siguiente, a ver.  El problema es que la siguiente que te compras, a ver, está cronológicamente publicada entre las dos anteriores y ahí es cuando empieza el lío, porque tú crees realmente que Crónica del pájaro que da cuerda al mundo es con diferencia la mejor de todas y, claro, como no puedes hablar, aunque te gustaría,  de clara evolución en la obra de Murakami, lo dejas en que acaso sea este  un escritor con altibajos, así, sin más. 


Crónica es como Kafka, pero mejor. También tiene esas largas y preocupantes dosis de irrealidad que te hacen, y así lo decía Bryce, pensar: ficción sí, conchudez no. Pero, al mismo tiempo, todas las historias van casando geométricamente, como en una buena partida de Tetris. Y al final casi ni te preocupa que el protagonista guste de meterse dentro de un pozo a reflexionar o que acuda a una especie de casa de citas a que le laman por dinero una mancha extraña que le ha salido en la cara. Lo importante es lo demás, el poderoso brío narrativo que demuestra Murakami para convertir un tochazo de novecientas páginas en un abrirycerrar de ojos ávidos y necesitados. En resumen, que cada Murakami que devoraba era mejor que el último pero muy parecido, pero totalmente distinto. Así que en ese desasosiego literario me moría por consumir lo siguiente.


Y lo siguiente llegó ilusionando y por partida triple. Primero con El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas y luego con After Dark y la obra que da título a esta entrada, De qué hablo cuando hablo de correr. Pero la ilusión, ay, se partió en mil disparatados cachitos inasibles. En El fin del mundo uno piensa: a este tío se le ha ido definitivamente la pinza. Luego, rebuscando por ahí, me enteré de que era una novela de juventud, previa incluso a Tokio Blues, que habían tardado mucho en traducirla, y le di el beneficio de la duda, quizá era uno de esos experimentos post-adolescentes, un palo de ciego, un disparate sin continuidad. Pero After Dark, primero,  no me dijo nada y el libro de correr, después, lo encontré solo apto para iniciados, ideal para que gente que corre, para gente que huye, para gente que en lugar de pasear, galopa. Así que Murakami empezó a decepcionarme, o quizá es que la chapuza editora de Tusquets me había hechizado con sus mejores libros para atizarme luego las obras menores, la morralla indigna, o puede que fuera yo, y no Tusquets, el que me equivocara al navegar a Murakami o me confundiera sobre cómo transitarlo. El caso es que al poco de publicar su última novela de alfanumérico título, 1Q84, me la compré por los viejos tiempos, por el qué dirán, por estar al tanto de lo que se cocina, por no dejar de leer a ese tío del que todos hablan. Y, aunque no he podido pasar de la página 100 -pero volveré, siempre vuelvo-, me pareció en su momento un pestiño insoportable. 


En definitiva, no sé si colocar a Murakami en la misma categoría que a Woody Allen, es decir en la de autores colosales que ya han dado lo mejor de sí, o permitirle aún otro desliz más -con Woody ya van cinco o seis, no sería justo para Haruki-. De quien me sigo fiando es de Paul Auster. Su última joya, Sunset Park, está ayudándome a quitarme el mal sabor de boca del sushi murakamiano, que me había angustiado la lengua hasta dejármela gris. 

Sunday, July 17, 2011

Tahures Burdos

Inmerso en la intrincada obra de Daniel Goleman encontré al fin el faro que habría de regresarme a buen puerto. Y eso que no recuerdo la frase exacta (pero aprendí hace décadas que las frases exactas son un poco como la universidad: no sirven para nada y basta con que te lleves una idea general). Lo que decía el bueno de Daniel, o lo que yo recuerdo que deduje que decía, es que resulta sencillo imaginar lo extraordinario en momentos de necesidad, y que lo realmente difícil es salirse de la norma en tiempos de bonanza. Incapacitado para lo excepcional por factores genéticos y no, estuve largos meses dándole vueltas a las enseñanzas de Goleman, buscando una manera de aplicarlas a mi modorra diaria para así mejor combatir la ausencia del subsidio de desempleo, que se extinguía entre mis manos sin remedio. Al cabo di con mi solución: acaso lo original ahora, me dije, en mitad de este pozo alquitranado de asfixiante depresión, era apostar por lo de siempre, ahondar en la reconfortante vulgaridad y  abrir una mercería. 

Lo de la mercería era, para mí,  un sueño recurrente, desde niño, aunque no tenía una idea precisa de lo que pudiera ser: yo la imaginaba como un paraíso angosto de botones y corsés en el que los pedidos se despacharan en apasionantes paquetitos de  papel de estraza coronados con un poco de celo. Me gustaba sobre todo el nombre, mercería, mercería, y su sola repetición como una letanía servía para calmarme mis habituales crisis de ansiedad -eso y hundir durante cinco minutos las manos en enormes tarros transparentes llenos de botones rojos que había ido comprando por si algún día me daba por cumplimentar mis sueños-. Como local ya tenía (usaría el salón de mi casa como cuerpo del negocio y la cocina como trastienda), reunifiqué todas mis deudas para solicitar un crédito minúsculo con el que comprar algo de hilo, un mostrador, unas vitrinas y una de esas cortinillas de látigos con cuentas ambarinas tan chulas que abundan en las películas de chinos y en los bares de carretera. 

Mientras el banco gestionaba mi petitoria, y para no perder mucho el tiempo, organicé un vino español a modo de inauguración  a la que invité a casi todos mis amigos y a la vecina del cuarto, con la que solía fantasear envuelta en hilo de seda suplicándome que le dejara probar todo el género. En mitad de la cuarta botella de Cune alguien sugirió que montáramos una timba de Pocha a diez céntimos el punto, y así podríamos usar los botones rojos como moneda de cambio. Al final de la velada había ganado nueve euros con cincuenta y la promesa airada de varias revanchas que se sucedieron a lo largo de todo el mes con idéntica fortuna. Poco a poco y sin saber muy bien cómo, mi casa se convirtió en un peregrinaje de tahures torpes de bolsa fácil a los que desplumaba con prestancia mientras mi vecina del cuarto, escotada hasta el esperpento, me hacía masajes delicados y me servía chupitos de orujo de hierbas. Cuando me llegó, por carta certificada, la denegación del préstamo bancario que había solicitado me dio un poco de pena, por la mercería, pero yo ya estaba inmerso en otro negocio bastante próspero, aunque no sé si muy legal. Me compré una de esas viseras de crupier y me fui alejando de las mesas de juego para vivir del dinero de las entradas y del porcentaje de cada partida que se llevaba siempre la casa. Con la vecina del cuarto me he casado y me he instalado en su casa, ya que en la mía hay como un aire viciado que huele a ginebra y a derrota y que le viene fatal a mis geranios.