Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Tuesday, June 16, 2009

Ecología del lenguaje (una historia vegetal)

Fue Araceli quien, aún con restos de lecitina de soja entre los dientes, le puso al gato el cascabel vegetariano al comentar, como de pasada, que ya había encargado el menú de la boda y que ni se le ocurriera pensar en sangrientos solomillos de buey y perfumados caldos del país: se casaba con una naturista convencida y en el convite reinarían el brócoli, las ensaladas y los purés de zanahoria. Aunque por dentro se temía lo peor, y se veía atrapado entre la lechuga y la pared, la reacción de Ricardo Carnicero Arias -para quien la vida era eso que sucede más allá de la ventana mientras te comes un filete poco hecho con patatas- fue más blanda de lo esperado (apenas unos gruñidos protestantes y un mohín con carrilleras), quizá porque confiaba en que al final su futura entrara en razón y permitiera unos medallones de ternera en salsa de grosella o confit de pato a la emulsión de módena. Sea como fuere, la tormenta se mantuvo en sus comienzos -cielo gris tubería, bochorno, algún rayo pasajero- hasta que, impresas ya las invitaciones, Ricardo lo vio todo verde con ribetes dorados, volutas y algo de gasa, y quiso montar en cólera. Pero al enfrentar la desafiante mirada de Araceli se echó un poco hacia atrás, se lo pensó mejor y convino en que esa guerra podría tal vez empatarla (en el matrimonio no hay victorias, le había prevenido su padre siempre) desde la lágrima suplicante y arrodillada. Haré, le prometió Ricardo a Araceli, cualquier cosa que me pidas, lo que sea; y con ello condenó, sin saberlo, su alma y la del pobre Trilero, que pastaba a ochocientos kilómetros de allí ajeno a toda esa contienda ecológica, aunque sobre la del bicho ya pesaban inciertos futuros de verónica y media.


Animados por el sorprendente resultado electoral del Pacma en las últimas europeas, la pequeña congregación local, agreste e insípida, aunque violenta, a la que Araceli pertenecía, los ECDLL -Enemigos Contumaces De la Lidia, nada que ver con el grupo musical de las casi mismas siglas-, había decidido pasar a la acción y, arropada por los miles de votos cosechados, demostrar a toda esa gente que no habían depositado en ellos su esperanza en balde: en ese marco de situación, la súplica de Ricardo Carnicero a su prometida le puso en el disparadero del partido y en una envidiable (por alguno de los miembros más radicales) posición para ser cabeza de lanza en las primeras misiones, planeadas en las largas reuniones ácimas de los martes por la tarde. Enamorado hasta el tuétano, hasta la raíz, de Araceli y de lo cárnico, Ricardo decidió que unas tiernas brochetas bien valían el esfuerzo y dijo que sí a todo lo que le plantearon, actitud un tanto suicida si se observa a posteriori, pero romántica que te mueres en todo caso, y ahí es donde el zagal merece todos mis respetos y por eso es que relato su historia pudiendo contar la de tantos otros. Total, que con la boda firmemente asentada y con los terneros ya colgando bocabajo como vulgares remedos de San Pedro, Ricardo Carnicero Arias cogió un alsa provincial e interminable hasta Sevilla y se personó en la Maestranza en plena corrida de la feria de abril, con la sana intención de secuestrar a punta de astado al diestro Gonzalo "Chicuelón" Tiznaja y, por teléfono y con falsete, presentar sus reivindicaciones -cuya premisa mayor pasaba por la creación de un estado laicista, antitaurino y vegetariano- de cuyo cumplimiento dependía directamente el que los familiares de Chicuelón pudieran volver a verlo con vida.


Como en la facultad había leído a Konrad Lorenz, y dado que la ECDLL le había dejado libertad de movimientos a la hora de ejecutar el plan, se le ocurrió que podía soltar uno de los toros, charlar con él amigablemente, montarlo a lo Aníbal, y presentarse en el vestuario de Chicuelón espada en mano, amenazante. La cosa salió mal desde el principio -si no fuera por la evidencia de las formas aquí cabría decir que el plan era ridículo y descabellado-: el bóvido seleccionado, de nombre Trilero, era manso como uno de esos charcos absurdos que se forman en mitad de la playa San Lorenzo cuando baja la marea, si bien no olía a nitratos, además de estrábico y patizambo, por lo que en vez de cojear hasta los vestuarios se equivocó de camino y prefirió la calle (aunque aquí acaso influyeran sus improbables ansias de libertad: cansino, el animal, no parecía tener querencias ni arrebatos). A la salida de la plaza, y perseguidos por un guardia de seguridad que se había percatado de la jugada, Trilero se puso nervioso, metió la pezuña donde no debía y acabó con su jinete de cabeza en el empedrado. La resultante -una fractura inconveniente de cuello, para Ricardo, y una vuelta al coso para ser largamente lidiado y despedazado, para Trilero- no satisfizo al respetable, que regresó a casa comentando lo aburrida que se estaba volviendo la fiesta nacional. A Araceli el disgusto le duró un par de meses, lo que tardó en apañarse con un gurú dietético que se anunciaba en internet y que se avino rápidamente al menú vegetal de la boda dispuesta. Su traje, sin embargo, hubo que ensancharlo un poco.

Monday, June 08, 2009

A costa de los phoskitos

Como me gustaba vivir mis asociaciones sicopáticas en la más rabiosa intimidad, prefirí no consultar al jefe de reponedores y, haciendo un poco de tripas corazón, saqué el número 57 en la pescadería y me puse a pensar que quizá la cosa no fuera más que otro vulgar truco de marketing para momentos de penalidad y angostura, aunque tenía su gracia que la fecha de caducidad de las alitas de pollo y la pasta de dientes con extra de mentol coincidieran. No obstante lo anterior, aquello que en sus inicios no pasó de ser un entremés, una bagatela, un tropezón entre contingente y jocoso, devino en clamor metabólico cuando, al repasar la lista entera de los productos de mi carro, descubrí que todos, hasta los phoskitos, prescribían el 12 de diciembre de 2009, doce del doce para supersticiosos y cabalistas. Enseguida sospeché una trama hilada en la sombra por los poderes fácticos que habitualmente marionetan el bacalao, una orquestación para promover el fin del mundo o para dar salida a algún lote antiguo de sardinas en escabeche: como no podía decidirme entre lo planetario y lo tangencial, y tenida en cuenta mi habitual incapacidad para hablar con extraños, dejé pasar ante mí la ocasión de, avisando a los de Gente o al Diario de Patricia -y si estuviera Patricia, ay, y no esa suplente atiplada e insípida- obtener mis cinco minutos de fama denunciando tejemanejes tabernarios en el colmado de mi barrio; y, como quien dice: si total qué más da, pedí otro gallo extra por si acaso a Rifas le sobrevenía un antojo de madrugada.





Pero mis silencios pronto se volvieron amarguras: todos en el súper sabían que sabía y, como consecuencia, los pasillos se llenaron de miradas capciosas, delictivas y culpables entre las que era capaz de localizar una película de nerviosa intranquilidad recubriendo pomelos y cajeras, un comportamiento desagradable y accidentado en la manera de sisarme unos céntimos en las vueltas, un conspicuo caos de papel higiénico en oferta y gel de baño en marcas blancas sobrevolándolo todo; y un juego constante de miraditas, de cuchicheos y de guiños bajocaja me confirmó que también muchos clientes estaban al tanto de lo que allí se cocinaba, si es que eran clientes y no se trataba de meros actores, figurinistas contratados para dar color, ambiente y fondo a aquella patraña infecta de repugnantes manipulación e intriga. Una mañana de agosto en la que soportarlo no pude más, le abrí mi corazón, a golpe de herrumboso abrelatas, a Flor-Amable García Ruiz, la segunda ayudante de frutería, porque siempre me había gustado que fuera al trabajo peinada con coletas y quería ver en sus pequeños ojos casi orientales un velo de complicidad y ternura y unas ganas horribles de llevarme al catre. Así que mientras imaginaba el delantal de Flor, aliñado con tatuajes de picotas y aroma de limones a granel, en el suelo de mi dormitorio, a merced de la corriente y de Rifas, y a ella misma ofreciéndome dulcemente su pistilo en una oblación exquisita sobre las sábanas de raso, la llamé a un proscénico aparte , en el que fingí interesarse por la madurez de una caja de fresón de Huelva, y le hice partícipe de mis sospechas más fundadas, pidiéndole comprensión y consejo a una cada vez más horrorizada Flor.





Según entendí más tarde, ya con las mangas de mi nueva camisa blanca abrazándome en un nudo inasequible, la reacción de la frutera (desencajada, mustia y un poco temblorosa, sí, pero a primera vista sonriente) fue la de dejarse medio dedo apretando con disimulo el botón rojo de alarma de pensamiento independiente, oculto bajo el mostrador de los tomates y los pepinos, pidiendo ayuda a gritos sordos al encargado del pasillo siete quien, quiéralo dios, vería la llamada en su garita y en forma de luz parpadeante y aviesa, y acudiría de inmediato a sofocarme sin llamar mucho la atención, que hay clientas mirando, haz el favor, Julio. Ni la policía, ni el médico de guardia, ni el chico encargado de quitar y poner los electrodos me hicieron mucho caso mientras me extendía en razonables explicaciones, bien sazonadas con retortijones, alaridos y espumarajos, prometiendo portarme de maravilla si relajaban el nudo marinero que me mantenía inmóvil, aunque de lo único que tuviera ganas es de partirle a alguien la cabeza en dos con una silla. Los primeros meses, en fin, pensaba que si me hubiera llevado a Rifas aquella mañana al súper, él me habría comentado lo de la alarma silenciosa y juntos podríamos haber puesto pies en polvorosa; ahora, en cambio, me alegro de haber venido a vivir aquí: la comida es bastante buena, las paredes son de gomaespuma y a veces los miércoles por la tarde nos dejan jugar al parchís. Añoro a Rifas, sí, pero sé que sabrá arreglárselas sin mí: para ser un gato de peluche es bastante imaginativo, la verdad.

Wednesday, June 03, 2009

La cebolla es escarcha, cerrada y pobre







La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.



Mollar aprendiz de Marco Polo, siempre que cruzo la frontera y estoy lejos se me ocurren ideas peregrinas para viajes venideros de las que me desprendo fácilmente, sí, -inconstante, yo, como la luna- pero que dejan un poso fatal en mis adentros o tal vez es una mella, una rozadura, un recuerdo. Así, mientras capeaba con desigual fortuna el caluroso temporal de mercachifles vietnamitas, se me ocurrió -pero puede que solo estuviera recordando y que ya Bringas lo hubiera pensado por mí- que este verano quería tostarme al sol de medianoche más allá del círculo polar ártico, en la torrencial Noruega de expertos balleneros y arenques en vinagre. Y como en los aviones de Vietnam Airlines te conceden múltiples horas de oscuro fuselaje -sin luz, ni música, ni entretenimientos varios: solos tú, tu celda con reposabrazos y un océano de asias- para solaz y regocijo de filósofos y rumiadores, fui madurando mentalmente un plan de calado nórdico y repercusión veraniega que habría de ser dulce praliné para propios y envidiosa hiel para el extraño resto. Plan que, bien es cierto, fue acogido con júbilo por mi compañera de sábanas quien, sin pudor, lo hizo suyo ipso facto y lo modeló, a su imagen y semejanza, concretándolo mediante una retafila sinuosa de aeropuertos, albergues y teleféricos.









Tan dichosos estábamos, henchidos de puro fiordo, que nos quisimos morir, anoche, cuando acudimos imprudentemente después de la llamada de Noche tras Noche (vid rpa) al preestreno asturiano de "La escarcha", o "The Frost", coproducción hispano-noruega, basada en una pieza teatral de Henrik Ibsen -dios mío y aún así fuimos- y ópera prima (y esperamos que última) de Ferrán o quizá Ferran Audí, cortometrajista catalán curtido en las excelentes y tenebrosas tablas noruegas, guionista él mismo de la cinta prima y a cuyo bautizo astur asistió entre las bambalinas del teatro de la Laboral -rediez, cuántas veces no habrá sido capaz el andoba de tragarse su propia criatura, de cabo a rabo, como un indolente Víctor Frankestein- acompañado, bien regia en el porte y trémula sonrisa al saludo, de la actriz principal, mi musa de juventud Aitana Sánchez Gijón. Si la Noruega de Ibsen_Ferrán es la que nos espera, Mery, si ese cuajo de personajes frenopáticos y verborreicos y ojerosos y prozaicos representan al nórdico común, si ese cartonaje con armario ikea y televisión de plasma sobre fondo blanco palpitante es el escenograma plano habitual escandinavo yo, qué quieres, me quedo en Atocha, id est, jamás mi sombra pretenderá oscurecer su umbral. Me has jodido Noruega, Ferrán, tío.









Temporalidad difusa, montaje azaroso, color telefunken con el verde fundido, metafóricamente reprobable e improbable e imposible, sosa, lenta y chillona -mención al margen merecería el genio del diseño musical, el Sr Viento, y sus gritos pianísticos desagradables-. Los personajes, poco creíbles en un mundo nada interesante y de paisaje mutilado, no dejan de hablar de sí mismos, de mostrar sus sentimientos, de darle vuelta al calcetín empático en un torpe intento por atrapar al espectador (a quien ya las costillas han empezado a dolerle por culpa del mal asiento y del peor doblaje) sensibilizándolo con sus problemas que a nuestros ojos asoman vulgares y carentes de cualquier interés. Al final, cuando los dos puñados de espectadores abandonábamos boquiacontecidos el recinto laboral, alguien se arrancó por soleares y hubo tímidos aplausos que sonaron más a te concedo el esfuerzo que a muy interesante tu peli. La última imagen, la que me deja sin vacaciones de verano en las islas Lofoten, me persigue mientras abandono el teatro: el director y su actriz aislados, al fondo, con la sonrisa colgada de la cara, esperando que alguien se acerque a felicitarles por el trabajo, casi encogiendo los hombros como quien pide disculpas por no poder haber llegado a más aunque en esto, querido Ferrán, como en casi todo, la incapacidad no es eximente.









Del pastón que se haya podido gastar el Principado o el consistorio gijonés financiando este casposo proyecto por cuarenta miserables segundos de metraje en los últimos dos minutos de película-una visión sesgada de la escalera ocho de la playa San Lorenzo y otra más frontal de la mastaba de Correos- mejor no hablo: los miércoles prefiero la lasaña al ardor de estómago, la verdad. ¿Alguien se viene a Kenia?