Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Friday, October 24, 2008

Pericia en el país de Cimadevilla (nota costumbrista)

A Marta que me dio los datos, me propuso el juego y me quiere tanto, tanto.


Afincado desde siempre en la filatelia, para Fermín Sánchez Dubois todo recomenzó una mañana, en el trabajo, de la más estúpida de las maneras posibles: con un adventicio derramamiento de tinta en un documento dizque gubernamental. El incidente (sustantivo que contaba con el beneplácito a posteriori de Fermín pues vadeaba otros de mayor calado, o superior enjundia, como desgracia o aun catástrofe) sobrevino pocos minutos antes del descanso para café, mientras nuestro héroe revolvía el segundo cajón de su escritorio en busca de un formulario KJ14/637, obligatorio en casos de mudanza epistolar. Con la inevitable precisión de un dispositivo bien engranado, el codo de Fermín, el bote de tinta y el sobre dizque gubernamental se unieron durante un desalentado instante en el que, contrayendo una serie de estrechas y parduzcas relaciones efectocausales, echaron a perder sus vidas irremisiblemente.


A Fermín le sobraron segundos para comprender que, así bañada en tinta, la carta jamás debería abandonar la estafeta de correos. Presa de la ansiedad y del desatino -y obviando la parte de su cerebro que, sin pausa, le recordaba, irónica y metafóricamente, que aquel era el primer borrón en su dilatada carrera-, hizo lo que cualquier empleado de correos con más de treinta años de experiencia en el ramo podría haber hecho en su misma situación: coger un sobre nuevo y fingir que nada había sucedido. Y habría funcionado si la curiosidad no le hubiera obligado a leer la carta primero. Así se enteró de la existencia de Ricardo, de sus vanas aspiraciones funcionariales, de su máster en nuevas tecnologías. Y, ya leída, le daba la sensación que la maquinaria estatal denegaba las petitorias ricardianas de un modo en exceso áspero y descarnado, así que se dijo que, metidos en harina, porqué no ir un paso más allá y suavizar un poco la negativa con unos adjetivos de consuelo por aquí, y unos destellos para la esperanza por allá.


Ni que decir tiene que, animado por la esponjosa reacción gubernamental, Ricardo Pérez Ayuso reduplicó sus esfuerzos suplicantes y que, siguiendo una aplastante lógica Newtoniana, Fermín Sánchez Dubois dedicaba sus descansos vespertinos a interceptar las cartas de Ricardo para, erigiéndose en estado él mismo, seguir dándole largas epistolar y dulcemente.Y no quedó ahí la cosa: al asunto Pérez Ayuso le siguieron el de Raquel Agradable Díaz y su inestabilidad venérea (y los males que ésta pudo provocar en su novio madrileño y cómo Dubois se los ahorró paternal, tierna, cariñosamente, vistiendo de inapetencia, periodicidad y migratoria lo que no era más que cornamenta e infidelidad premarital y múltiple), o el de Rodrigo Fernández Doblo y su calamitoso comportamiento filial. Fermín se convirtió, al cabo, en una suerte de amable divinidad filatélica alopécica, cejijunta y con un corazón grande como un castillo.

Y los meses se sucedieron hasta que, cierto día, respondiendo a una llamada de la secretaria de dirección, se personó en la estafeta de la Avenida de Castilla una pareja de la policía local para investigar un caso probable de hurto de grapadoras y material laboral. Creyéndose descubierto, Dubois contestó histéricamente y con monosílabos las vagas preguntas de los agentes para, en el primer descuido policial, salir pitando de allí con dirección Cimadevilla. El plan de escape, ideado por Fermín en las noches de culpabilidad e insomnio, era más una tentativa de suicidio que otra cosa, pues comprendía un salto angelical desde el Cerro de Santa Catalina y aquí paz y después gloria. La pericia de la gendarmería, sin embargo, evitó cualquier tropezón imprudente personándose en el Cerro antes de que Fermín se soltara de una de las patas del Elogio con sentido descendente y mortal. Hoy, sigue en espera de juicio pues nadie sabe muy bien qué achacarle, aunque Rodrigo Ayuso ya le ha interpuesto una demanda por falsas esperanzas, exigiendo la pena capital o un puesto en el ayuntamiento de Campo de Caso.

Ver para creer.



Letter to Hermione (David Bowie)


Monday, October 13, 2008

Gastronomía razonable (el melón, la soja y el guardarropa)

¡Que me aspen si lo enciendo!. Allí estaba yo, cariacontecido, chinorri total, legañoso y violeta por culpa de los primeros fotones matutinos que atravesaban con su coqueta velocidad habitual la tela de araña que ikeiza el alfeizar de la ventana de mi/nuestra cocina. En el principio fue la nevera: y una mano -la mía, entiendo, pero sigo sin poder abrir los ojos, ni sentir gran cosa- apoyada en el quicio de su puerta, esperando sabe dios qué revelación divina que me dé el pistoletazo de salida: ¿algún deus ex machina a la manera de unos huevos revueltos tal vez?. Pero en lugar de un andamio de madera decisorio manejado con poleas, acerqué un taburete, me senté frente al frigorífico y me canté: It's now or never. Luego sobrevino el ingerido y, más tarde, el estupor y, al final, la náusea. Sí, queridos niños y vecinos todos: haciendo caso al fin a miles de naturópatas, nutrípetas, endocrinólogos y otras faunas digestivas (y a mi madre), y como punto de partida de este periodo de gastronomía razonable que en Velázquez seis llamamos dieta, hoy he vuelto a desayunar.

Si bien estos prólogos en Tiffany's no son más que un vago remedo de lo que mi chamán muy británicamente me aconseja y consisten, apenas, en un trago largo de batido de vainilla bajo en calorías y otro, más corto, de yogur azucarado. Y es que todo empieza siempre por un líquido, desde la vida en este mundo hasta mis enmiendas digestivas: tiempo vendrá en el que aparezcan en mi dieta matinal amebas, reptiles, peces de colores y mamíferos diminutos. Mientras aterrice y no ese momento evolutivo en cuestión, mi par de tragos me ayudan a sentirme medioflex desde que cierro la puerta de casa por fuera, dejo atrás nuestra dorada chapa Baxter&Cortázar, y me lanzo escaleras abajo naufragando en mis propios pantalones: 5.643 kilogramos más tarde, mi armario ropero se ha convertido en un lugar extraño y confuso lleno de inmensos ropajes para figurinistas, payasos y otros elementos circenses de anchos vuelos. Para paliar esa entrada en el ensanche, le daría un giro angosto a mi guardarropa, pero sé que estos arrebatos desengrasantes me suelen durar dos telediarios y, luego, la horrible visión de todo un vestuario estilizado apenas puesto, en mis viejas perchas de plástico azul, me conduciría sin remedio al desenfreno chocolatáctico y a los sujetadores para hombres.

Sancho o no, si a algo jamás haré caso será a los cantos de la sirena soja: no comprendo cómo la gente puede dedicarse a esos brebajes lechosos de tonalidad hepática y tropezones con tanta fruición y tanta vitalidad. Lo mío es el melón, la verdura fresca, el filete de lenguado, las lechugas frutalmente acompañadas con un chorrito de módena, el agua siempre a borbotones, la balanza solo los viernes y el reencontrarme con mis caderas y pedirles perdón por haberlas sepultado en vida hace cuatro años. Dicho lo cual, estos últimos días ha ido creciendo entre mis pliegues un terror amorfo que solo ahora verbalizo: desde que no me dedico a la caloría soy incapaz de escribir una buena línea. La probable existencia de una relación directamente proporcional entre mis michelines y mis ficciones, me tiene un poco acojonado estos primeros días de mis treinta años ya que, llegado el caso, no sabría qué preferir ser: un cachalote con blog o una sílfide sin imaginación.

Glups.


Bob Dylan - Ballad of a Thin Man (Homenaje a Albort, el otro hombre sin barriga)



Thursday, October 09, 2008

Black: to back?

El invento en sí no aportaba nada novedoso al mundo de la ciencia: consistía apenas en un brazo articulado de titanio reforzado, cubierto con un revestimiento de gomaespuma negra que alejaba la posibilidad de cortes o arañazos y que le añadía al asunto un toque de indispensable comfort. Al final del brazo brotaban como bulbos cuatro ágiles dedos de un material flexible aunque macizo, una especie de evolución rígida del látex, y un pulgar oponible robusto y decidido. Su nombre de guerra en el mercado, Evolved (Evolucionado, en culta latinoparla), nacía de la creencia darwinista de que la oponibilidad del dedo pulgar a los demás dedos en las extremidades de los homínidos es uno de los momentos cumbres en la evolución: la posibilidad de coger objetos y manipularlos, al parecer, influye decisivamente en el desarrollo del cerebro, casi de la misma manera que el dominio del fuego hizo innecesaria una mandíbula tan prominente -ya no se necesitaban quijadas superpotentes para lidiar con carne cruda- y posible que su disminución dejara espacio al aumento de la capacidad cerebral.

Evolved aterrizó en los estantes más accesibles de los supermercados de medio mundo dispuesto a convertirse en el mejor amigo del hombre: Doggy times are over, era su celebérrimo eslogan publicitario. La metodología era breve y sencilla: 1.-colocar sobre el hombro sujeto por un pequeño arnés (incorporado); 2.- encender (Evolved funciona con pilas de litio-vanadio. Incorporadas dos.); 3.- relajarse y disfrutar de la maravillosa compañía de tu evolpet mientras ves la tele, lees un libro o zurces los calcetines. ¿Nunca antes habías podido irte de vacaciones a La Manga porque no sabías con quién dejar a la abuela?: haz las maletas, Evolved ha llegado a la ciudad. Y en las ilustraciones folletinescas, una señora de cierta edad, con bastón cercano y chal rosa, sonreía y entornaba los ojos con precisión de sátira mientras su evolpet le cuchicheaba al oído sabe dios qué recetas para potajes. Con ese tipo de publicidad pantanosa, Evolved se convirtió de la noche a la mañana en el artilugio favorito de las familias patrias. Yo, claro, compré el mío.


El primer tacto era rugoso, quizá frío, puede que hasta distante: un pequeño ronroneo previo, mientras las baterías de litio-vanadio se cargaban, te impedía entrar pronto en calor. Luego los dedos se estiraban, iniciaban cierto contacto timorato con la superficie de tu nuca, llegaban misteriosamente hasta los hombros, parecían agrandarse, ensancharse, proyectarse mientras te masajeaban la espalda y te acariciaban la zona de intersección entre el cuello y las orejas. Y, entonces, el paraíso: el látex endurecido se movía con prestancia de pianista por tus zonas recargadas, liberando tensiones y congestiones y nudos, provocando suspiros y gemidos y cancelaciones de agenda. Todo iba bien hasta que Evolved llamó para decir que no volvía, que había encontrado a alguien, que mi nuca era siempre lo mismo, la misma rutina muscular, que ya no teníamos nada de qué hablar, que tocarme se había convertido en un acto superfluo y misericorde del que prefería más no acordarse, que quería salir, ver mundo, conocer otras espaldas, quizá enamorarse. De esto hace tres meses y sigo fatal, no levanto cabeza: he probado con otros evolpets pero ninguno es capaz de tocarme como el primero.

Conocí el paraíso y me tocó la espalda.




Wednesday, October 08, 2008

Mimosidad variable

Este nubarrón está intensamente dedicado a Albert y a Jorge, cicerones de Bunbury en Coruña y tantas veces vigías.


No me llena de orgullo acatar con la cabeza bien alta la más-que-básica terminología climatológica para hablar de mis desavenencias, mis desdichas y mis revoluciones, pero en el ojo del huracán me resulta imposible no hablar del viento. Como si el aire pudiera enfriar esta necesidad de zarza ardiendo, de escalón fundamental a cada paso, de revelación con voz en off y dolby sorround, de apartar a un lado la mosquitera y caer en la jungla con los brazos desnudos. Como si la lluvia fuera a arruinar esta cosecha del 78 madura a borbotones, uva a destiempo en una cornucopia ne(u)roniana. Hoy, cuando todos mis cuentos empezaban "a la mañana siguiente", sigo siendo ayer; y seguiré siendo ayer hasta que no me quede nada y sean otros los que me cuenten o silencien o nostalgien. Cuando P cruce el espejo y empuñe la pluma por el lado de la tinta.

Mientras tanto, el tiempo sucede a tu alrededor con parsimoniosa simetría e inexorable cadencia renal, como una última pedalada antes del desgarro extraída del alma flaca. Te espero y te preveo sin conocerte, y no te espero pero te temo sin haberte escuchado sonreír y me impaciento y no. Eres solo un día más, otra gota desecha en el alfeizar, un resto de rocío evaporable. Te esperaba hacia las ocho, cualquier tarde, para irnos a gascona a tomar unas cañas y hablar de predeterminismo, del tarot, y de cómo tu sonrisa se dobla y espumea en un mar de cerveza y yo me vuelvo loco buscando en los bolsillos un chiste que te arranque el sí quiero a una próxima cita.

¿Y si mañana ya no me apetece?. Entonces decidiré que sigo siendo ayer y me sentaré cómodamente en una silla de mimbre a esperar que el remolino me desaparezca Kansas y me enseñe un Oz en el que adorar la exquisita manera en la que recorres el camino de baldosas amarillas con tus recién exprimidos escarpines, porque cuando uno se sienta a degustar el huracán es imposible no pararse a hablar del viento.

P



Tuesday, October 07, 2008

Amanece tan pronto y yo soy Han Solo

A P, a mí, treinta años después. Felicidades.


"Esta ausencia que ahora puebla mi casa (...) me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro" Cortázar, Julio. Silvia.



La cosa empezó a gestarse hará cuatro semanas: una tarde, al llegar a casa, escuché sin poder evitarlo una conversación privada y telefónica de mi compañero de piso en la que planeaba montarme una fiesta sorpresa por mi treinta cumpleaños (hablaba de guirnaldas, de cuántas botellas de ron serían necesarias, de un regalo basado en unas entradas para la ópera y un ampli para mi bajo nuevo). La excitada palpitación de mi arrobo me impidió dormir formalmente aquella noche, y en la pesada oscuridad de mi tiniebla fui dándole molde a un pequeño plan de agradecimiento con sorpresa de rebote.


Todos los que me frecuentan saben de mi adoración por Alan Poe y que me creo, de alguna manera, vinculado a su melancólica figura por el mero hecho de haber nacido un siete de octubre, el mismo día de su extraña muerte ciento sesenta años trás, y que me siento obligado a compartir sus obsesiones varias, sobre todo aquella en la que temía ser enterrado vivo. Me hice, en los almacenes de Ikea, con una caja de cartón que metí en casa subrepticiamente y que fui decorando por dentro, durante aquellos laboriosos días previos al ágape, con un forro de raso fucsia de motivos romboidales y acolchado , unas telas de araña de mentira y unos cojincitos mullidos para la cabeza y los pies. Era el perfecto ataúd en el que cumplir treinta años.

Para mejor recrear en mi salón el ambiente de la época de Poe, bajé al chino de la esquina y compré cuatro candiles enormes, como de latón, que emitían una luz ténue, enfermiza y amarillenta que me parecía ideal. El efecto neblina lo conseguí gracias a un par de tubos de gas discoteca que coloqué en una esquina del salón con un tempoizador, adecuadamente escondidos detrás de unos adoquines falsos de cartón piedra que guardaba en el desván desde mi breve y tenebroso pasado teatral. Cuando terminara con ella, la estancia parecería una calle recién sacada de cualquier oscura ciudad americana de mediados del siglo XIX: llegué a componer incluso, gracias al photoshop, un pequeño cartel que semejaba a aquellos que, antaño, decoraban las farolas de las ciudades con los nombres de las calles. Mi particular calle mortuoria se llamaba: "La tumba de Alan".


Tenía entendido que la fiesta daría comienzo hacia las ocho de la tarde. Andrés hacía de gancho: le habían encomendado la misión de mantenerme varias horas fuera de casa, así que en la misma mañana del día siete me llamó y me citó en una cafetería del centro. Quedamos, pero no fui. Me pasé toda la mañana preparando a conciencia el rincón de Poe y, hacia las cinco, metí el féretro de cartón en la sala de la fiesta, me introduje dentro y me puse a esperar. Me moría de ganas por ver las caras de mis amigos al entrar y encontrarse mi cuidado atrezzo decimonónico. Fue pasando el tiempo y me extrañó no oir ningún ruido, pero me mantuve quieto, tanto que llegué a dormirme. Al despertar, la luz del día atravesaba torpemente las rendijas de mi tumba. ¡No había habido fiesta! ¿Me habría confundido de lugar o de día? Intenté moverme, pero mis músculos estaban atrofiados, gomosos y parecían no tener ninguna intención de sacarme de allí. Esperé algún rato, a ver si encontraba fuerzas para incorporarme, pero no hubo manera. Además, empecé a pensar que tampoco se estaba tan mal así, tirado en mitad del salón, atorado en mi propio ataúd; y que antes o después llegaría alguien a casa y me sacarían.



Sin embargo han pasado un par de días y no ha venido nadie. Estoy empezando a preocuparme y tengo algo de gazuza, pero me alivia pensar que, al menos, no estoy enterrado en ninguna parte. Creo.