Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Tuesday, September 09, 2008

En el fin del mundo

Siempre hay un fondo morboso genéticamente inquebrantable en la desgracia -una maceta infeliz y un viandante descuidado-, en el accidente -la sangre mezclada con gasolina que mana entre cristales y hierros retorcidos- e incluso en la tragedia: unos casquillos de escopeta junto a tres cuerpos inertes, quizá una familia. Sobre todo cuando desgracias, accidentes o tragedias son particulares y próximos, aunque ajenos. Más inusual es el morbo provocado por una tragedia de dimensiones apocalípticas: un meteorito de trayectoria perversa aproximándose a la tierra, que sea para nosotros azote y ajusticiamiento y muerte invernadera. Sin embargo, yo, que siempre me precié de ser un gran catastrofista, contemplo, no sin cierto interés, la posibilidad de que la vida en la tierra se esté acabando en estos mismos instantes, mientras lees esto, devorada por un agujero negro de creación autóctona o consumida por una materia extraña que convierta el planeta en una estrella de neutrones inerte: estas son dos de las posibilidades que baraja cierto sector de la física como respuesta al encendido del Gran Colisionador de Hadrones, o LHC, que tendrá lugar mañana miércoles, 10 de septiembre: quizá el último día de la Tierra.







El último día de la Tierra suena genial como título para una película de serie B, con bajo presupuesto y monstruos de goma movidos por poleas, con Rachel Welsz y Richard Burton en los papeles protagonistas, pero, al parecer, la posibilidad de que eso suceda es prácticamente nula. A mí, la verdad, no me vendría del todo mal un abrupto epílogo terrestre, pues en el anuario del instituto aseguraba que antes de los treinta habría escrito un par de novelas y tenido al menos un hijo: y a falta de tres semanas para alcanzar esa mágica cifra, sigo siendo un vulgar escritor de cuentos cortos y no tengo -que yo sepa- hijo alguno, ni posibilidad real de engendrarlo en veinte días (qué digo, ni en veinte meses). Me pregunto cuánto tiempo tardaría un agujero negro en comerse la tierra, si seríamos conscientes de la pitanza, cómo sería su probable digestión y si, una vez liquidado el globo terráqueo, se detendría ahí o seguiría zampando rumbo a Marte.






Sea como fuere me tienta la posibilidad de coger un billete para Suiza y plantarme delante del laboratorio del LHC, en Ginebra, con el grupo de sonados calvos con pancartas que se reunirán allí seguro para protestar contra el fin del mundo y otras desgracias bíblicas. Entre ellos quizá esté el científico español Luis Sancho, que denunció ante un juez de Hawaii (creo que la elección jurídica de su protesta no es la más adecuada para que te tomen en serio) al Centro Europeo de Investigaciones Nucleares, porque cree que la puesta en marcha del acelerador de partículas tiene un 75% de posibilidades de acabar con la vida en la tierra, lo que ellos llaman genocidio planetario. Así que es probable, querido lector, que no estés leyendo porque nos hayamos muerto. Si es así, solo una cosa: gracias por pasarte.










Y entonces esta sería la última reunión del grupo Qtal, en Covadonga, el pasado domingo: la última gran caminata. Os quise, hijos míos.



P (de verde, segunda fila) y Pedro, Andrés, Albert y Jorge: para todos vosotros.





Tuesday, September 02, 2008

Para Ninfa

Es cierto que había algo en su voz entre angelical y cristalino, como si al hablar vertiera litros de palabras sobre un lago transparente y azul, si la cosa fuera posible a la vez. Es cierto que el lógico toque rosado de su rostro tenía en ella tonalidades más bien verdosas, como un musgo apoderándose milimétricamente de una roca, aunque yo al principio lo atribuí a cualquier enfermedad de la piel, o a alguna ictericia enrevesada. Y también no es menos cierto que más de una vez me había fijado en sus extremidades largas y angulosas, de dedos finos y descarnados como ramas, y en su cabello enmarañado y oscuro, húmedo y profundo como raíces de un árbol cententario. Pero cuando me comentó, entre la segunda y la tercera cerveza, que era una Ninfa del Bosque, la verdad, no me lo creí. Me sorprendió, para qué nos vamos a engañar, aunque soy un tipo acostumbrado a salir con chicas raras, como aquella que se había tatuado en el cuello el nombre de su estilista favorito, o aquella otra que llevaba las orejas, la nariz, los labios y el ombligo perforados por decenas de pendientes, alfileres, lanzas e imperdibles. Al principio intenté tomármelo como algo normal, seguí llamándola para salir aunque le di a mi vestuario un giro más otoñal, con colores naturales y vívidos como verdura fresca sobre una manta de hojas secas, para estar en consonancia con sus preferencias selváticas. Me compré también un manual de botánica, una guía fácil de Esquejes y Vivisección y me hice socio numerario de la fundación de amigos del bonsái: quería estar preparado para cualquier contingencia que pudiera surgirme con mi nueva Ninfa.




Sin embargo, y pese a todas mis precauciones y proyectos, las cosas pronto empezaron a torcerse. A ella el invierno le sentaba muy mal y hablaba de migrar a algún sitio con luz, preferentemente en el hemisferio sur, aunque yo la viera incapaz de moverse a ninguna parte: era de carácter estático, abúlico y un poco vago. Aunque me moleste adoptar la metáfora en cuestión, lo cierto es que, por momentos, parecía marchitarse como una flor enterrada entre las páginas de un libro: lejos del agua y del sol y en pleno proceso de momificación. Como un último intento desesperado por salvarla, le regalé la edición en tres tomos del Señor de los Anillos, de Tolkien, una de esas novelas en las que el entorno natural más que rodear y ser contexto, interpreta su papel y se interrelaciona hasta el punto de convertirse en un personaje más, y en la que además abundan las ninfas, los elfos y los seres mitológicos en general. Pero se me fue el tiro por la culata: dejó mi regalo con desgana sobre la mesa y me dijo abiertamente que se iba, que lo nuestro no funcionaba, que no la regaba como era debido y que necesitaba un transplante urgente como plan último y desesperado.




Me quedé solo, en fin, y sin saber muy bien qué hacer me puse a leer el primer volumen de El señor de los Anillos. A las dos horas comprendí que había perdido una Ninfa pero había ganado un escritor. Sin embargo, hay noches en las que aún me despierto en mitad de la noche, empapado en savia elaborada, y sé que he soñado con la profundidad de sus ojos color verde clorofila y con la nervadura de sus labios ambarinos. Diríase que la añoro frutalmente.



A la fundación de amigos del bonsái sigo suscrito, porque nunca se sabe lo que puede pasar.



Ay, cómo es la vida...




Coldplay. Green Eyes.