Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Tuesday, April 29, 2008

La realidad (A Dita Von Teese, al fin soltera)

Salí de correos despacio, deslizándome entre divino y angustiado, sintiendo un leve vacío en el empeine y cierta dificultad motriz, usual dadas las circunstancias. Procuraba mirarme de reojo en los escaparates, sin pararme nunca del todo, y a veces creía distinguir fugaces destellos rojos y brillantes según caminaba, como discontínuos fogonazos en los que me parecía entrever algún tipo de alfabeto luminoso cuyo significado desconocía, pero cuya existencia daba la sensación de revelarse solo a mi paso, y eso me hacía sentirme especial, único, envidiado y como ocho centímetros más alto. En el cénit de mi paseo por el centro comercial, pensé que recorrer los pasillos de la sección de librería sería un poco como callejear por la zona antigua de cualquier ciudad y la cosa me pareció arriesgada y a la vez romántica y puede que también algo bohemia. Así que cogí las escaleras mecánicas que bajaban al segundo piso y esa fue la puerta de acceso hacia la catástrofe. En un primer instante me situé cómodamente en la fila de personas que descendían agarradas a la barandilla, temiendo que quizá el cambio de nivel pudiera provocarme algún acceso fatal de vértigo; luego me dio miedo pensar que los que iban detrás de mí empezaran a cuchichear y malentendieran la situación, creyéndome uno de tantos depravados que andan sueltos por ahí, así que casi al final del recorrido me volví para ahuyentar las censoras miradas de mis perseguidores, y ese fue mi gran error. Me precipité en la media vuelta, perdí barandilla e intenté agarrarme al bolso de la señora que iba bajando justo delante de mí, pero esta creyó que le estaba robando así que me dio un codazo que me hizo rebotar y me mandó al otro lado, al carril rápido donde choqué de cabeza con el soporte de goma que separa las escaleras de subida con las de bajada. Mareado, indispuesto, indignado y avergonzado intenté forzar al máximo mi salida de las escaleras y, en el último instante, cuando ya me creía a salvo y por fin en tierra firme, metí el tacón de mis flamantes Jimmy Cho rojos de 400 euros en la rendija que se traga la escalera sinfin. Oí un golpe seco, unos gritos y un creciente chirrido mientras el típico olor a motor quemado empezó a invadirlo todo como una neblina acusadora. Alguien llamó a los de seguridad y pensé que me iba a desmayar.

El juego había comenzado en clase de narrativa como una propuesta del profesor Ayuso, que nos instaba a deslexicalizar la realidad para poder transvasar luego las experiencias acumuladas al papel y así lograr que nuestros relatos se desmarcaran del habitual contorno criminalísticoamoroso en el que todos recaíamos una y otra vez. Para deslexicalizar la realidad, nos explicó Ayuso, es necesario desoír las normas básicas, vulnerar el sentido lógico de las cosas, nadar a contracorriente por el río de la vida. Es cierto que su fuerte no eran las metáforas de corte ontológiconatural, pero me sentí muy identificado con su manera de pensar, así que me puse manos a la obra en cuanto llegué a casa. Googleando por ahí, mirando esto y aquello, se me fue el santo al cielo y acabé pululando por las páginas de casi siempre, entre faldas de cuero y botas de altísimo tacón. Como buen fetichista militante, no podía obviar los cantos de sirena del pvc y, en un momento de lucidez, vi claro lo que tenía que hacer. Deslexicalizaría mi realidad luchando contra el pánico absurdo que tenía a que la gente supiera de mis correrías fetichistas: me compraría unos zapatos de mujer. Y eso hice: entré en la página de Jimmy Cho, escogí unos que me gustaran, los pagué y esperé a que me los enviaran por correo. Lo de probármelos a la salida de la estafeta de Los Prados no estaba en el guión, la verdad, pero eran tan preciosos y tan de mi número que me dije: al diablo.






Y ahí estaba yo, completamente lexicalizado, veinte minutos después, sin capacidad alguna de movimiento, con el tobillo atrapado por los zapatos y los zapatos atascados en la escalera mecánica, aguantando las miradas del respetable y los comentarios irónicos del guarda de seguridad, que trataba blandamente de contener al gentío mientras charlaba con el tipo del servicio técnico que acababa de llegar. Uf, pues este motor va a haber que cambiarlo, está pa' tirar, dijo, y va para rato: tengo que aflojar la cinta, sacar los rodillos, subirla de este lado y tratar de sacar el zapato. Ponle una hora, como poco. Lo suyo sería cortar el zapato para que el chaval pueda sacar el pie por lo menos, creo que tengo una sierra de calar en la furgoneta. Ante la posibilidad de que me arruinaran mis Jimmy Cho, cogí al del servicio técnico de la solapa roñosa de su mono y le dije: ni se le ocurra, mi pie y yo nos quedamos, pero el zapato ni me lo toque. Con mi negativa atraje hacia mi lado, hacia la causa escorada por la medioausencia de uno de los tacones, a una parte importante del público, incluso una señora me animó desde la tercera fila: di que sí, hijo, que son preciosos.






¿Y al final?. Pues ya me ve, doctor, al final mi madre no entendió gran cosa de lo que traté de explicarle entre balbuceos, me tiró a la basura mi colección de Nancys góticas y me obligó a tres horas semanales de terapia. Para serle sincero, no creo yo que fuera para armar tanto revuelo, ¿no?.




Saturday, April 26, 2008

Postales desde el vinilo

No puedo imaginarme un lugar mejor. A veces me despierto a media noche con la sofocante necesidad de tocar arte, de respirar arte, de morder arte, de vivir. Me incorporo, me siento en el borde de la cama y cojo un libro de mi biblioteca, improvisada sobre la cama de invitados que nace desde la mía como una t, como una prolongación, como un recodo, como una esquina. No enciendo la luz todavía: toco el libro, paso mis dedos por el lomo atravesando el polvo, lo huelo, lo abro. Como nunca bajo la persiana soy capaz de distinguir ríos de letras y muchas pausas a la escasa luz de las farolas de la calle. Como no puedo leer a oscuras me imagino que es mi propia novela la que transcurre, una que yo haya escrito o la que alguien escriba sobrevolando mi vida: tocar un libro me hace sentirme más humano, me acerca al mundo que comienza allí donde las farolas vigilan la noche, más allá de la t que es mi cama y mi biblioteca, más allá de todo el polvo acumulado en mi cuarto, en el segundo A de Velázquez seis, el pequeño y desaliñado palacio en el que sueño desde hace casi tres años (nunca había escrito una frase con tantas eñes, pienso, qué maravillosa letra, me digo). Sin mirar el reloj sospecho que son las tres, quizá las cuatro, de la mañana: una hora perfecta para sentirme P.

El arte me envuelve como un torbellino delicado de viento, inofensivamente me vibra la ropa, me revuelve el pelo, me hace temblar. Lo que yo llamo arte, el apasionado momento en el que una canción se hace tuya cuando, en el minuto 2 y 12 segundos, entra el bajo acompañando de fondo, vagamente, a las guitarras principales. Luego vendrá el piano, y los violines, pero aún no, todavía es rock sin apellidos, sin zarandajas sinfónicas. Estoy vivo en una canción, respiro si acaricio un libro, me muero un poco siempre que termina una película de las que enganchan. ¿Qué es la luz de las farolas?. ¿A dónde conduce el camino cuyo prólogo es mi t?. Este cuarto barroco es mi corazón y mi caperuza, mi coraza un poco, mi ternura a veces. Después de dejar el libro de vuelta en su estantería de algodón 100%, levanto la mirada y repaso mis paredes azules. Cada póster es un relato, un trozo de mi vida, una explicación de P, de sus meandros, de sus tortuosas avenidas. Bogart e Ilsa con sombreros, los búhos solitarios del café de Nighthawks, la piazza S Marcos en plena construcción, los protagonistas de una saga espacial y Giovanna Tornabuoni me velan, o quizá me vigilen. El arte me vigila, me sospecha, me atestigua. Mi relación con la luz de las farolas se mueve como dedos punteando una guitarra, a veces caricia, a veces mordisco, a veces me apetece abrir la ventana para despertar a los vecinos con La Barcarola de Offenbach, que quizá os suene de La vida es bella, en ese maravilloso momento en el que Benigni la pone a todo trapo en el gramófono del campo de concentración, buon giorno principessa.

Si estoy en el messenger, mientras espero alguna frase desde el otro lado, pienso que el aviso que te anuncia que P está escribiendo un mensaje podría variar, modificarse de alguna manera, mostrar estados de ánimo, decir por ejemplo: P estaba escribiendo un mensaje pero se lo ha pensado mejor, creyó que lo que iba a contestar era una tontería y borró todo lo que había escrito, ahora está mirando al techo pensando en alguna frase ingeniosa, pero nada le viene a la cabeza, la resaca no le deja pensar con claridad y la fiebre tampoco ayuda: espera un minuto, tal vez vaya a la cocina a tomarse un fluimucil y en el ínterin se le ocurra algo impactante, una de esas frases para la historia; y si no, tampoco pasa nada, solo será un minuto. Pero cosas así nunca suceden, la realidad virtual no para de repetirse como una monotonía cíclica y machacona. La música, los libros y el cine nos hacen salirnos del ciclo por un rato o, mejor, aproximarnos tanto a él que perdamos de vista los bordes, las barandillas y las cúpulas y nos quedemos solo con el mero centro, con la pulpa, con lo que llena y agrede, con la esencia agria de las cosas. He pasado media tarde viendo Almost famous (Dreamworks, 2000), tirado en mi vieja cama en casa de mis padres, con el portátil sobre las rodillas, pensando en la música y en el pasado. Me da cierta pena haberme perdido los 70 y ahora no es plan de volver a los pantalones de pata de elefante, a los chalecos floreados y a los flecos y a las chupas de ante (bueno, a las chupas de ante sí que sería genial volver); ni siquiera tiene sentido drogarse ya, todo eso ha pasado. Vivimos en la época de generación triunfo, en la música de diseño, en la canción de un verano que dura doce interminables pero fugaces meses. Joder, hemos olvidado el rock. Yo no quiero olvidar el rock, no quiero malgastar mi vida...¿por qué necesito ser intenso cada jodido minuto?. Una tardenoche de agosto, sentado en las escaleras que hay justo detrás de la iglesia de San Pedro, viendo atardecer, hablaba con L de todas estas cosas, del tempus fugit, de lo miserable que me sentía a veces al tirar mis mejores minutos a la basura, de que la belleza reside un poco en la fugacidad, en la explosión, en la magnificencia del recuerdo. El sol se estaba ocultando y todo parecía perfecto, una verdadera postal desde el vinilo, sin filo. Entonces me cogió de la mano y me dijo que tenía razón y que aquel momento en particular ya había explotado y que había que empezar con las cañas. Sí: necesito a alguien que me diga cuándo parar para no estirar demasiado lo que podría mancharse si se exprime.






Monday, April 21, 2008

De genomas y escarchas



A Inés, recién aterrizada, y a Luna, con 19 meses de imperdonable retraso: todo lo que tus ojos alcanzan a ver, hijo mío, será tuyo algún día.






Esta tarde, mientras hacía la compra en el Alimerka, he aprendido algo nuevo sobre mí que me tiene un poco conmocionado: la piña colada me gusta menos de lo que creía que me gustaba. Esta realidad, sin ser desgarradora por sí misma, viene a incidir en la general sensación de abatimiento y dolor de garganta en la que me encuentro sumido esta semana. Me dejé, tal vez, llevar por lo novedoso y en lugar de meter en la cesta mi Sunny Delight sabor limón de toda la vida, que es cercano y es ameno y entra bien y funciona, escogí el de piña colada atraído por los colores ambarinos y por las promesas caribeñas. Una vez en el coche recordé que a mí el caribe me parece más bien horrible y sofocante, pero las bolsas viajaban ya en el asiento del copiloto y era tarde para cualquier devolución retractora. En mi nevera, me temo, deambulará este error colado durante semanas, hasta que a alguna mano afable le dé por hacer limpieza de campamento (soy incapaz de tirar nada que no lleve más de nueve meses caducado) y nos libre y me libere. La conclusión que saco, y llevo pensándolo unos diez días, es que verdades en principio tautológicas sobre P y sus alrededores, que antaño participaban de la indestructibilidad de los dogmas de fe, parecen estar ahora teñidas con la fragilidad de un andamio Curri.




Lo del dolor de garganta es uno más de los síntomas de la enésima gripe de la temporada que hoy ha ido callejeándome desde la cabeza hacia zonas más extrarradiales, hacia las barriadas de brazos y piernas, y se ha asentado en la espalda, lugar común para todos los achaques que me abrazan. Así, tosiente pero encantado, me presenté anoche en la cola de Los Prados a mi primera sesión de ópera con palomitas. Sin miedo al que dirán, nos acodamos en la tercera fila y disfrutamos de un barbero de Sevilla bastante potable, aunque un tanto estruendoso. Ir al cine para ver una ópera le restó cierto glamour a la resultante, pero le otorgó un toque de casera comodidad, como ir a una recepción a la embajada de Canadá en zapatillas y batín, un espíritu de todo a cien que me encanta. Rossini parecía, a primera vista, una buena guinda a un día del libro que había pasado sin pena ni gloria por Velázquez seis. Y es que desde que M me abordó con la noticia de que, para el New York Times, La sombra del viento (ópera prima y lastimosamente no última, ni por lo tanto omnia, tampoco póstuma, eso no se lo deseamos a nadie, del celebérrimo, y rollizo, Carlos Ruiz Zafio, ese hombre) parece escrita a seis manos por, pásmense, Umberto Eco, Borges y García Márquez, los días son túneles de tinieblas, vivo sin vivir en mí y no muero porque la gripe está controlada con frenadol, que si no. El caso es que envidio a Zafio, más que por los demonios literarios que lo pulpifican, por lo hexagonal de sus extremidades: como yo suelo escribir agarrado a una botella de Barceló con la siniestra, el tipo me saca cinco manos, así cualquiera puede enfrentarse a una primera edición de un millón de ejemplares. Yo, en mi humilde blogcidad, prefiero tenerte conmigo, querido lector, a figurar en las vitrinas de las pescaderías y las farmacias, junto al cuarto y mitad de mero y a los frascos de Ceregumil. Y eso que a mí lo que de verdad me pide el cuerpo estos días es tener un bebé.




Sí, mis idolatrados todos, la genética está que bulle dentro de este amasijo de recuerdos que es P, sobre todo desde que el domingo fuimos a ver a la recién, y deliciosamente adorable, nacida Inés, segunda hija de Vicen, un gran amigo de la casa. Así que entre la piña colada, el sexo anal y la urgencia procreadora estoy conociendo a un P que ni en pintura hubiera asimilado hace once años. Hace once años, la cifra no es baladí, tuve mi última -y única- experiencia con la paternidad. Conté unas fechas atrás, ante este mismo auditorio, que mi primera experiencia sexual coincidió con el terremoto que hizo temblar España en mayo del 97, y que de alguna manera yo me sentía partícipe o responsable o motor de aquel tembleque. La chica se llamaba -y quiero creer que se sigue llamando- Paloma. Un día cualquiera de 1998, unos meses después de dejarlo y en uno de mis últimos viajes universitarios a Vigo, la vi o creí ver en Santiago, cerca de su casa, conduciendo un carricoche calle arriba. Estaba de espaldas y el corte de pelo era el mismo que yo había besado tanto aquellos días, también la estatura y el ensanche caderil coincidían: siempre creeré que era ella. Y como habían pasado varios meses desde nuestra ruptura otoñal puede, pero también puede que no, que en aquel carricoche viajara mi hijo, y ahora tendría casi once años, sería un preludio de adolescente galegoastur con nariz romana y pestañas interminables. Aunque todas nuestras relaciones tuvieron un estricto control profiláctico, nunca se sabe, quizá tenga ya el hijo que entonces no pensaba siquiera tener y ahora quiero. Sería un poco mayor para jugar con Inés y con Luna y con la hija de otro amigo, Andrés , que debería estar naciendo a estas horas, mientras escribo: niñas que no conocerán la escarcha, hambre sobre sus cunas. Tal vez me venga a buscar algún día, sí, eso pienso a veces y tendré preparada la historia de cómo creí verle una vez, al poco de nacer, en una calle de Santiago al lado de la estación de autobuses, una tarde de otoño gris y ventosa, pero sin lluvia. Aquel era otro P, eso seguro.







Friday, April 18, 2008

Prismas

Portiso, Amalia. [La verdadera histeria de Gunfio el Payaso], en Abracadabra, num. 73, pags 111 y 112.




Pero Gijón no duerme la siesta. Decenas de niños corretean por entre los bancos de la plazuela San Miguel bajo la atenta mirada de sus abuelas, fieles vigías con merienda. Desde mi mesa, a la vera de la ventana del Café di Roma, la tarde parece anclada en los innecesarios paraguas de la gente que pasa y en los vagos movimientos paulatinos del camarero de la terraza recogiendo tazas de café vacías y devolviendo vasos de agua con una piedra de hielo, si me haces el favor. Estratégicamente sentada de espaldas a la calle Uría, busco a Gunfio en cada rostro que aparece desde la oscura densidad de Menéndez Valdés como vomitado por una falsa boca de metro. En algún momento entre el segundo y el tercer cacaolat, el tipo de la mesa de al lado se da la vuelta, dobla el periódico y me sonríe. Tardo unos instantes en reaccionar pero, cuando al fin despierto, le elogio la puesta en escena: al parecer una parte de mí esperaba verlo llegar embutido en sus bombachos rayados , con los tirantes, los zapatones y el pelucón a juego, regalando flores de plástico y sonrisas enormes al personal. Aunque no intenta disimular las ojeras, las bolsas negras e hinchadas bajo sus ojos rasgados no le restan encanto o magnetismo a su mirada traviesa y burlona. Contraviniendo flagrantemente la ley doesnt de entrevistación, es Gunfio quien formula la primera pregunta: ¿tan viejo parezco a unos jóvenes ojos?. No será la última vez que parafrasee algún diálogo de La guerra de las galaxias: cuando intento llamarle por su nombre real me corta y, en una imitación torpe de Constantino Romero, me dice: "ese nombre ya no significa nada para mí". Le contesto que no, que al contrario, que le queda muy bien el traje, y que el efecto despeinado le da un toque juvenil muy atractivo. Aprovechando su incapacidad manifiesta para encajar un piropo, le atizo la primera pregunta.

Amalia Portiso: Gunfio, ¿cómo estás?
Gunfio: Bueno, bien, ya sabes, con el funeral y todo eso apenas he tenido tiempo para pensar. Supongo que es ahora cuando empezará lo duro, cuando tenga que afrontar la próxima feria sin él y las cartas de apoyo se vayan espaciando hasta apagarse.
Amalia: Está siendo duro para todos, la gente lo adoraba. Y a ti. Recuerdo que cuando era pequeña todos los niños queríamos tener a Redolat el Mago y a Gunfio el Payaso en nuestras fiestas de cumpleaños.
Gunfio: Y algunos lo conseguían, intentábamos llegar a todas partes, queríamos cambiar el mundo, como todos los jóvenes, con risas y juegos de cartas. Qué tiempos.
A: ¿No te costaba vivir a la sombra del gran Mago?
G (tomándose unos segundos para reflexionar y encendiendo un cigarrillo): No. No. Es algo que he oído estos años atrás, cuando Redolat cayó en la quetamina y la gente empezó a machacarle, venían y me decían que era mi momento, que ahora tenía la oportunidad de brillar con luz propia. Nunca nos entendieron: yo no era sin Redolat, su sombra justificaba mi existencia, por citar al poeta. Y no quería ser sin él: cuando me propusieron seguir con la serie sin Redolat yo solo acepté porque él me lo pidió, esto la gente no lo sabe, me obligó a coger el trabajo.
(...)
A: Hemos hablado ya de su madre, de Tatiana, de los años en el olvido. Me gustaría volver ahora a los últimos días: ¿te cogió por sorpresa que hiciera algo así, que se matara?
G: Se notaba que iba mal, que sufría por no poder darle al mundo su magia. ¿Terminar así?. Bueno, quería despedirse a lo grande, ya habéis visto la cinta, no quería dejarse manipular por ese puñado de hijos de puta, sí, puedes citarme verbatim, lo son, ellos lo mataron.
A: Gunfio, hay quien dice que vas a seguir los pasos de tu gran amigo: ¿es cierto que has pensado en el suicidio?
G: Nunca, ni en los peores momentos. Tengo planes, ¿sabes?. Tatiana quiere darle prioridad a lo de la Fundación Redolat para niños desfavorecidos y me apetece ayudarla en eso. Además estoy preparando un libro en el que recojo vivencias, anécdotas y muchas fotos de los años dorados: quiero que la gente conozca al Mago que yo conocí, al hombre. Tal vez luego me retire a una islita y nadie vuelva a saber de mí. Pero no, la muerte no está entre mis planes a corto plazo.

La última frase la dice levantándose ya. Deja un billete de cinco euros en el platillo, sobre la cuenta, aparta la silla y se despide hasta la próxima. Me apetece salir detrás de él y darle un gran abrazo, acercar mi frente a su boca sin mueca, oler su desgastada sombra de hacer reír. Pero el pudor me lo impide, la timidez me lo impide, el respeto me lo impide, no diferenciar si es él o soy yo la que necesita un abrazo me lo impide. Ahí se va un gran hombre, pienso. Al pasar por delante de mi mesa, al otro lado del ventanal, me dedica una última sonrisa, su viejo gesto de enarcar las cejas, que tanto nos divertía siendo niños, ahora parece una nostálgica huella sobre el polvo acumulado en un viejo desván. Y en un acto de puro mimo agarra un monociclo imaginario, se monta estrafalariamente en él, los zapatos de piel se alargan, se hinchan, enrrojecen; veo tirantes donde antes solo veía rayas diplomáticas y el efecto despeinado ha ido dejando paso a un enorme pelucón verde y rizoso. Esa es la última imagen que tengo y la que me llevo a casa: Gunfio el Payaso montado en su sempiterno monociclo, haciendo cabriolas para no caerse, fingiendo caerse para provocar mi risa. No puedo evitar una lágrima mientras cojo el abrigo, pago la cuenta y salgo del Café di Roma. En la plaza los niños ya no juegan, hace rato que se acabaron las meriendas y son testigos mudos de ese acabamiento las bolas de papel de plata que ruedan por los jardines de San Miguel a merced de un viento triste y racheado. Necesito una copa.


(Vesti la Giuba de la ópera I Pagliacci, los payasos, de Leoncavallo)



(E lucevan le stelle de la ópera Tosca, de Puccini)


Monday, April 14, 2008

Todos los asuntos nos irán mejor jugando juntos

A Juan Ramón Sánchez, Chema el panadero, fallecido el viernes 11 de abril a los 51 años, In memoriam.



Yo también conocí a Ricardo Granate. Fue en el 2004, justo después de mi segunda recaída, en un taller de escritura para pegamentodependientes, subvencionado por el ayuntamiento de Siero, al que acudí aconsejado por mi terapeuta, el doctor Pevarelo, que tenía fundadas esperanzas de que la rutina literaria me ayudara a superar la leve afasia en la que me había dejado mi última sesión inhalatoria de pegamento Imedio. Acuciados por una edad parecida y una memoria televisiva similar hicimos, Ricardo y yo, migas enseguida: participábamos más bien poco en el taller, nunca hacíamos los deberes y nos pasábamos la hora y media rememorando los buenos viejos tiempos, los adorados años ochenta. Fue Granate el primero que me habló de la Academia, en uno de tantas tardes con café a la salida del taller. Si te portas bien, me decía, quizá te lleve alguna vez, creo que encajarías allí. Pero nunca me quedó claro qué pretendía de mí o cómo podía ganarme esa visita, así que me mantenía a la expectativa, le seguía la corriente y le llevaba la mochila cargada de libros que no leía: a mi me encanta leer, no creas, me confesó una vez, pero basta con que me impongan una hoja de ruta para que me pase un año sin abrir un libro. Hasta que una tarde me alcanzó justo en la puerta del taller, me cogió del brazo y me dijo: hoy no hay clase, sígueme. Y yo, ay, le seguí.

La Academia de las palabras compuestas era una organización no gubernamental que había surgido como respuesta a una necesidad dialógica, pero que luego había trascendido convirtiéndose en el último bastión contra la estulticia conversacional generalizada. Lo de las palabras compuestas que le daba nombre al asunto no era más que la punta del iceberg, uno de los muchos temas de trabajo que manejaba la gente de la Academia. Había, según fui leyendo en el dossier que me encasquetaron nada más asomé la cabeza por la puerta, una tendencia bajista en el uso de las palabras compuestas (hazmerreír, correveidile y puntapié eran las más amenazadas) que ellos, en vano, luchaban por repuntar. La desigualdad en la que viven inmersas las haches, la persecución catacúmbica de las ges o el racismo para con las perífrasis adverbiales parecían los puntos más interesantes. Como en toda Academia, me fue explicando Granate mientras me enseñaba las mesas de trabajo y las bibliotecas temáticas, hay un proceso de elección riguroso y una prueba iniciática y selectiva, algo parecido a una tesis de aceptación. En la entrevista les encanté, no podía ser de otra manera, y parloteaban emocionados sobre lo útil que iba a ser yo para el trabajo de campo.

La tesis que defendí -y que me valió la entrada cum laude en la Academia de las palabras compuestas, con explícita felicitación del tribunal- se basaba en el desarrollo lingüístico de una antigua idea mía sobre la composición del corpus de los hablantes: hay, he creído yo siempre, dos tipos de personas en este mundo: los soplanucas y los muerdealmohadas, los que son capaces de crear tendencias y los que solo sirven para continuarlas; a estos últimos, finalizaba yo ante el clamor de los asistentes, es a los que hay que exterminar -dialógicamente hablando, claro-. La idea les pareció tan interesante que me propusieron encabezar el siguiente número de su revista semestral con un artículo en el que describiera al muerdealmohadas tipo y las maneras posibles de acabar con su adocenamiento borreguil. Y fue investigando para ese artículo como di con usted. La dirección salía en google, no hay misterio en ello: Calle de la Mazmorra número siete, sótano; su lema, Damas expertas en la privación del habla, me pareció muy interesante. Y eso era lo que yo venía buscando, Señora, un poco de información para escribir un artículo; el tema este de colgarme bocabajo, inmovilizado con decenas de tiras de cuero, y con el arnés que me está matando, no sé, no lo veo de recibo, qué quiere que le diga. Lo de lamerle las botas, pase, pero me niego terminantemente a tener cualquier contacto sodomita con esa vara de abedul que, por cierto, escuece que no vea, Miss M, así que deje de pegarme, si no le da más.


Un recuerdo para la lágrima




Y otro para la sonrisa



Recordad, hijos míos, cuando fuimos los mejores: no dejéis nunca de ser un poco niños.

Wednesday, April 09, 2008

Supuso que lo habría oído en la radio, una de tantas mañanas camino del trabajo, quizá en el boletín de las siete si, como casi siempre, llegaba tarde por culpa de la lluvia y de los camiones y de haber sido incapaz de desprenderse del abrazo de las sábanas a tiempo; aunque cabía la posibilidad de que hubiera sido a la hora de la cerveza, justo antes de comer, en el repaso vertiginoso a las noticias en el periódico local, puesto que lo que recordaba le sabía a letra impresa, a noticia de media página con foto ad hoc en la sección de cultura, entre los nubarrones previstos para el fin de semana y los sudokus ideales para matar el tiempo. Lo primero que pensó, un poco estúpidamente, fue: "no se puede tocar el piano con guantes", pero la situación (entre cómica y triste) invitaba a dejarse llevar por pensamientos absurdos, relajados, anecdóticos. Y luego se fijó en sus hombros desnudos, y en como el pelo, recogido en dos simpáticas coletas, caía directamente sobre ellos proyectándoles una especie de sombra figurada. Los hombros eran fundamentales en aquella pantomima, se movían desde las manos como marionetas, pese a que en ciertas ocasiones, durante ciertos movimientos, parecían adquirir una leve vida propia, se desgajaban de la representación y ofrecían un solo por su cuenta, ajenos a todo, para diversión de los que estaban sentados al otro lado de la vitrina de cristal.

Humberto ya había ido un par de veces a conciertos en aquella sala y las tímidas quejas de los otros espectadores -las sillas de madera demasiado incómodas, la temperatura demasiado alta- le hicieron sonreír. Cogió un programa en la mesita de la entrada y se entretuvo con los datos biográficos del creador, buscando en vano cualquier referencia a la pianista, a la actriz. Había pensado levantarse y preguntarle al acomodador, que quizá participaba de algún modo también en el montaje o era parte del atrezo (vestía un extraño frac naranja y sonreía de una manera un tanto diagonal), cuando se apagó la luz en toda la sala. Humberto oyó imprecaciones, golpes, unas monedas que caían, una voz que venía de su derecha protestando porque aquello era una vergüenza; de todos modos no tardó mucho en verse alguna luz: móviles que se encendían, un mechero de llama vacilante, el resplandor de los faroles del jardín que parecían brillar al doble de su potencia, denunciando un poco la oscuridad interior. Cuando sus ojos se hicieron a las tinieblas pudo entrever movimientos más allá de la vitrina: a veces parecían dos cuerpos, a veces muchos, pero cuando se encendieron otra vez las luces -no todas, había lámparas estratégicamente apagadas y Humberto se preguntó, por enésima vez, si aquello también respondía a una necesidad artística-, al otro lado del cristal estaba, de espaldas, sola, la pianista. Y sus hombros.

Fue entonces cuando pensó lo de los guantes. Y también que la caricia de los dedos blancos de, parecía, seda sobre el teclado hacía las veces de lenta marea al albur de los caprichos de una luna de halógeno, breves olas de ida, espuma suave de vuelta. A Humberto se le llenaba la cabeza de metáforas selváticas, de naturalezas vivas: los hombros como montañas de origen volcánico sobre la jungla espesa del vestido negro de tafetán. Aunque lo que de verdad deseaba era saltar de la silla, cruzar la sala e irrumpir al otro lado de la vitrina de cristal para morder esa piel desnuda, ensombrecida por el pelo oscuro, a ser posible ver la cara cuya espalda deseaba pero, sobre todo, escuchar qué demonios podía estar tocando en aquel maldito piano. El programa no aclaraba la pieza que interpretaba la muchacha del traje de tafetán detrás de la vitrina insonorizada y Humberto quería distinguir un glissando aquí, una proliferación del fa sostenido allá: su asiento esquinado y en la última fila no le permitía ir mucho más allá del silencio sepulcral que se mantenía en la sala, más por la falta de costumbre de la concurrencia que por verdadero respeto. Sin música, Humberto se veía obligado (nos vemos obligados, pensó en un considerado plural acumulativo) a fijarse doblemente en los movimientos de la pianista, en la capacidad teatral de su nuca, en los brazos huesudos, en los omoplatos afilados, en las orejas respingonas.

Irse enamorando de una espalda le parecía de una originalidad literaria, así que se permitió alguna licencia visual, algún pensamiento impuro, que en ocasiones más sonoras hubiera dejado desfallecer en virtud de la música. Empezó a trazar planes pasada la primera hora de representación, cuando ya los ancianos de la tercera fila habían cedido al sueño y el acomodador del frac naranja había desaparecido por la puerta del fondo, reservada al personal autorizado. Sería sencillo esperar una oportunidad en la calle de atrás, a que saliera la taquillera o llegara el tipo del catering, y entonces tal vez colarse y... Aunque Humberto no quería que lo tomaran por uno de esos viciosos de callejón, por un aficionado de gabardina y alopecia; le daba miedo que le malentendieran, que hubiera una confusión y acabara llegando la policía y todo por una espalda desnuda y un piano afónico. Además, se estaba tan a gusto en aquella sala ahora que parecía que habían revisado la calefacción y el tipo del frac naranja reaparecía con una bandeja llena de bollitos y unas botellas de vino. El viejecito de la tercera fila se había despertado al olor del jamón york y ahora se daba media vuelta y sonría a Humberto con complicidad de niños a la hora de la merienda. Humberto aceptó dos bollitos y un poco de vino que bebía en sorbos cortos, espaciados, sin quitarle ojo del todo a la pianista, incansable después de casi dos horas de actuación sorda. La digestión de los bollitos se sumó al ambiente cálido, al envolvente silencio, a los movimientos (ahora acompasados, ahora quebradizos) de la chica de tafetán, provocándole a Humberto una modorra pastosa que no luchaba por evitar. Casi al final -pero aquello parecía no tener ningún final- se le ocurrió otra estupidez como la de las manos enguantadas tocando el piano: si el tipo del frac naranja y la iluminación y la vitrina y dos coletas sobre unos hombros desnudos son parte de la representación, quizá el público, nosotros, también formemos parte de todo esto o, más aún, tal vez el proscenio es la sala y no lo que hay tras la vitrina insonorizada, ese espacio ausente (y entonces el tipo de frac, y los ancianitos y la cuarentona de la derecha serían actores) y, pese a que no sabía muy bien qué esperaba el director de él, suponía que estaba cumpliendo a la perfección con su papel, que ahora tocaba quedarse dormido y tal vez luego habría música y la chica de los hombros desnudos y el traje de tafetán se volvería al fin para recibir los aplausos del público. Si bien, y fue lo último que pensó antes de cerrar los ojos, no supo discernir si serían sonoros, esos aplausos, o si en el otro lado del cristal tampoco era posible la música.

Tuesday, April 08, 2008

Sin setas no hay paraíso

O eso debió pensar Alfredo Villaveirán, de Hotel Restaurante CasaVillaveirán, alojamiento y comidas, cuando descubrió la fórmula del éxito culinario una tarde de domingo, durante una excursión campestre y familiar, bajo un olmo seco, en forma de alegres y hermosísimos champiñones. Recogió un puñado con la intención de hacerse una tortilla esa misma noche y el resultado se convirtió en una cena que nunca olvidará: "(...) las bombillas brillaban de una manera especial, casi corpórea, te parecía que si alargabas la mano ibas a ser capaz de tocar la luz. Estábamos de un humor excelente, todo el rato riendo, a Mari casi le da un ataque en el sofá, y eso que la tele estaba apagada. No sé cómo explicarlo, me sentía muy bien, divertido, hasta guapo, lleno de vida. Mari me dijo: "teníamos que haber cogido más champiñones, no recuerdo una cosa igual". Y eso me dio la idea". [Esto es un extracto de la entrevista concedida a Amalia Portiso, la presentadora del late show Contigo, el programa estrella de Tele Sagunto 2]. Al día siguiente Alfredo Villaveirán volvió al bosque y así comenzó todo.

Su pequeño negocio gastronómico se convirtió de la noche a la mañana en un restaurante temático de dos plantas. Pasó de dar tres o cuatro comidas al día a tener el local lleno hasta septiembre de 2009. Hizo un montón de reformas para hacer frente a las nuevas necesidades: cambió de menú, de decorador, de mujer y de cocinero. El boca a boca le catapultó a la fama y, pronto, no había restaurante de la región que no intentara su famosa receta de champiñones a la Villaveirán, aunque sin el mismo éxito. Politicos locales, comerciantes y primeras vedettes se convirtieron en sus clientes más habituales y el precio del menú comenzó a subir escandalosamente. En febrero , apenas tres meses después del hallazgo silvestre, costaba ya unos 150 euros comer en Hotel Restaurante CasaVillaveirán. Era cuestión de tiempo que las autoridades se hicieran eco de la fama de don Alfredo: un cliente, molesto porque le habían adjudicado a otro su mesa, un primo en narcóticos, una investigación, un laboratorio dispuesto, unos análisis y la noticia estaba servida: los champiñones de Villaveirán resultaron ser unas setas parecidas a los bonguis con una cantidad de psilobicina suficiente para tumbar a un caballo. El escándalo se hizo alucinógeno. La policía entró a saco, confiscó, precintó, interrogó y Villameirán pasó la noche en el cuartelillo. A la mañana siguiente, en la televisión local, el teniente Ulibarri comentó: "Sospechábamos desde hace tiempo, no era normal que la gente fuera tan feliz"

Nadie ha vuelto a cruzar el umbral de CasaVillameirán desde entonces. La fiscalía del Estado pide penas de diez a veinte años por posesión, tráfico y consumo ilegal de drogas y por atentado contra la salud pública. Mientras, el acusado explica su culpabilidad imprudente y habla de un complot gubernamental para cerrarle el chiringuito y quedarse con las setas. Además, se queja de una excesiva presión social: "(...) llaman a media noche, una vez, dos veces. Si contestamos, callan. Luego cuelgan. Al rato vuelven a llamar. Me han llenado el buzón de amenazas mortales y de insultos la fachada y las paredes del ascensor. Mi mujer ha tenido recurrir a un psicólogo para sobrellevar todo esto, no tenéis piedad, por favor, yo no he hecho nada". Aunque lo cierto es que media comunidad valenciana está siendo tratada en curas de desintoxicación con opiáceos e hipnóticos para superar el síndrome de abstinencia. La gente se despierta malhumorada, agria, irritable. El índice de felicidad marcado por la unión europea para la zona de levante ha caído treinta puntos el último mes y parece que aún no ha tocado fondo. El sol ha dejado de brillar con esa intensidad material, los colores ya no son tan vívidos ni el personal tan sorprendemente sarcástico y tendente a la risa. La vida se ha vuelto triste, en fin y uno no sabe si abrazar la vieja y anodina realidad o desear que vuelvan a abrir CasaVillameirán, alojamiento y comidas.




Thursday, April 03, 2008

El origen de las especias

A Charlton Heston


Mientras espero a que el conglomerado de hormonas que preside la recepción del gimnasio me alcance un formulario de suscripción, me entretengo con la máquina de batidos y alimentos energéticos: siempre que muestro mi adhesión a cualquier organización o cosa me entra hambre y, además, tengo ganas de averiguar a qué sabe una chocolatina de dos euros y medio. El resultado es una adictiva explosión de sabores a mitad de camino entre el cartón y la nuez moscada que me vuelve loco. Como quiera que el señor hormonal sigue abriendo cajas y revolviendo archivadores sin encontrar una solicitud de ingreso, me lanzo a por la segunda chocolatina chocogetic. Es el paraíso, noto la energía corriéndome a raudales por las venas, tengo ganas de saltar, de correr, de escalar el K2 y de ir al baño. Detesto ir al servicio en casa ajena, así que -y aprovechando mi nueva carga energética- salgo corriendo del gimnasio, cruzo la calle y entro en mi portal. En el descansillo hay una turba de gitanos haciendo una mudanza y yo no tengo mucho tiempo que perder: las escaleras parecen mi mejor opción. Subo los escalones de tres en tres con una potencia desconocida, y a la vez que subo pienso que estos gitanos son la quintaesencia de la practicidad: en mi última mudanza me hice polvo la espalda llevando la torre del ordenador en una mano, una bolsa con platos y sartenes en la otra y las llaves en la boca; ellos, por su parte, reúnen medio clan y van subiendo pequeñas porciones de cosas que parecen muebles con una elegancia formicular: el día que reviente el dique de las Tres Gargantas, el gobierno chino haría bien en contratar a varios cientos de gitanos para la contención con sacos terreros. Total que, tras aliviar mis urgencias, me dio pereza bajar hasta el gimnasio otra vez y me dije: hoy no, pero mañana...

La necesidad gimnástica de esta semana no tiene nada que ver con la operación bikini, no se crean, sino más bien con que he leído en una conocida revista de divulgación científica que investigadores de la NASA (Nariz Ajenjo Solipsismo Ajenjo otra vez) sitúan la llegada del hombre a Marte hacia el año 2030. Y pienso que no está nada mal y que si el colesterol o la imprudencia automovilística no me truncan antes, tendré 52 años por entonces: una edad muy maja para ser astronauta y quizá abuelo. La abuelidad la veo más cara, realmente, tendría que ponerme enseguida a traer polluelos al mundo si quiero que en 22 años mis vástagos alumbren una segunda generación de P's, y no estoy yo muy por la labor, aún no. Así que me centraré en lo de ser el marciano original: hay que tener una forma física envidiable para poder soportar todas las fuerzas centrífugas y zarandajas gravitatorias que conlleva salir al espacio, por lo que he pensado viniendo del trabajo que lo mejor es empezar a entrenarse ya. Bueno, tal vez mañana: como ya estoy en casa -y aprovechando que la carrera por velázquez y el alpinismo escaleril me han dado más hambre- me pongo a hacer un poco de arroz, una de mis grandes especialidades. Y eso es de lo que quiero hablar hoy.

Tengo un bote de cristal -que un día contuvo leche condensada y no silencia su pasado láctico: la etiqueta, medio arrancada y medio borrosa, aún es legible- con un poco de azafrán en el armario que hay sobre la campana de mi cocina, detrás del vinagre de módena y del platito con restos de pan rallado. El azafrán -ya embotado- me lo dio mi madre al poco de independizarme, en un acto que tuvo mucho de iniciático, y lo uso levemente en todos mis arroces. El arroz es la expresión enésima de mi vagancia culinaria y de mi incapacidad para las sorpresas (aunque me encanta cocinar detesto que me salgan mal las cosas -la sorpresa-, así que no me muevo de mis dos especialidades, esas que conozco, controlo y domino como nadie: el arroz y los sandwiches mixtos: hago los mejores sandwiches mixtos a este lado del río Nora, con un toque personal y secreto de extra de queso), y lo bordo, el arroz, con una pizca de azafrán -la pizca, esa unidad de medida gastronómica- y dos gotas de tabasco. El ritual azafránico me devuelve un instante, con su rojiza esencia polvorienta, a espacios más exteriores, a territorios vírgenes y marcianos. ¿Podré ser yo un Marco Polo espacial?. Quizá pueda traer de Marte especias, fragancias, sedas maravillosas nunca vistas. Eso voy pensando mientras emulsiono con delicadeza el azafrán sobre mi arroz en sus hervores originales, en el tiempo de la sal y las especias.

3000 años de humanidad sobre mis guisos. Y, ahí fuera, miles de años luz esperándonos. Tantos aventureros y exploradores muertos para que yo azafrane. No sé si azafranar es un verbo de nuevo cuño, de los que aún no han salido de mi cocina, pero si así fuera lo introduciré de polizón en mi segunda novela, a ver si cuaja (ahora solo me queda quitarme de encima la primera, que ya huele a huerto). Después de bullir a conciencia va desapareciendo el agua y retiro la olla del fuego para que repose unos minutos. Son casi las diez y Albert no debería tardar pero no sé si esperarle o cenar solo: estoy cansado y mañana me toca ración doble de gimnasio al salir del curro, para compensar la que hoy he esquivado. Tengo que machacarme bien si quiero, como el sobrino de Fry, ser el marciano original.




Wednesday, April 02, 2008

El club de la ducha

Cogí el teléfono aprovechando ese momento de respiro. Tenía el brazo extendido y la mano abierta como si el puñado de pelos fuera una ofrenda o me estuviera mostrando de lo que era capaz. Pálida aún, y temblorosa, al menos había dejado de gritar o, más bien, los gritos se habían convertido en un hipo arrítimico y un sollozo suave cuya cadencia marcaba con los hombros y un poco con las rodillas. Daba la sensación de ser una de las últimas réplicas de un terremoto severo: todo parecía girar alrededor del piercing de su ombligo generoso -o generosa, mejor, la barriga que lo contenía y que gelatineaba al son de sus hipos replicantes-. Un poco avergonzada, tal vez, se tiró de la camiseta negra hacia abajo en un vano intento por ocultar sus carnes: la camiseta no era de su talla, le estaba muy pequeña, como si hubiera dado un repentino estirón o una lavadora descuidada la hubiera dejado para vestir muñecas; aunque quizá fuera fruto de una nueva moda que apostara por el raquitismo y la incomodidad. Ese repentino pudor absurdo le había devuelto cierto color a su piel, aunque no lo suficiente: volví a pensar si no se trataría de una gótica adoradora de belzebú de las que se tiñen de blanco y se pintan ojeras y participan en oscuros rituales orgiásticos llenos de sangre, velas negras y gallos degollados; quizá estaba allí para secuestrarme y llevarme ante su líder, puede que tuvieran pensado sacrificarme ante algún altar cáprico y llenar mi cuerpo luego de mensajes bíblicos escritos con letra abigarrada sobre mi piel con la punta de un cuchillo herrumbroso. Pero no, me dije mientras oía el tono de la línea del teléfono, el ritualismo satánico, el secuestro premeditado y la palidez gótica no concuerdan con su reacción al verme aparecer en el cuarto de baño: Oh, eres tú, oh dios, eres tú, eres tú, había dicho y entonces se había puesto a gritar.


Me contestó una voz de mujer. Oiga, ¿recepción?. Hay una adolescente neurótica en mi ducha. Sí, lo que oye. No, dentro de la ducha, en la bañera. Pues eso quisiera yo saber. Claro que conmigo no ha subido, ¿se cree que soy imbécil?. No, no le grito, disculpe, pero es que comprenderá que me he llevado un susto de muerte. Habrá entrado en un descuido, no sé, mientras limpiaban la habitación. Sí, es la 217, sí, espero. La muchacha se había sentado en el borde de la bañera, con su pelo arrancado todavía en la palma de una mano mientras con la otra me señalaba y se tocaba la frente y me señalaba, intentando quizá algún tipo de lenguaje corporal cuyos rudimentos yo desconocía pues no entendía qué coño me quería decir. El hipo, el llanto, el tembleque y la vergüenza imposibilitaban la comunicación verbal inutilizando su aparato fonador que, todo lo más, profería algún gorjeo gutural de vez en cuando. La mujer de recepción aún no había vuelto así que sujetando el auricular entre el cuello, la cabeza y el hombro, me acerqué al lavabo, llené con agua uno de los vasos de cristal que había sobre la repisa y se lo acerqué a la casigótica que se lanzó sobre él como un azor sobre un ratón de campo. Hay que ver, fui pensando, un poco para hacer tiempo, estos hoteles de cinco superestrellas clase vip: tienen langosa en el menú del servicio de habitaciones y teléfono en el baño pero son incapaces de evitar que una adolescente de camiseta disminuida se cuele en tu bañera para secuestrarte o agasajarte o sorprenderte o solo gritarte.

Fue entonces cuando empecé a comprender lo que pasaba. Había oído hablar de ello en el telediario pero no creí que me fuera a tocar a mí, no en vano entonces mi nombre aún no era demasiado conocido para el gran público: iba sonando un poco, eso sí, en los círculos poéticos de la universidad y ya había concedido un par de entrevistas de media página al periódico de mi barrio. La muchacha era una histérica y espasmódica víctima del paroxismo y la convulsión: era una fan. Mi propia fan, pensé, rediez. Entre tanto, desde recepción se había hecho cargo del asunto un subdirector de personal que me comentaba, amablemente, que el hotel no se hacía responsable de ninguna adolescente trasnochada, que ellos no habían permitido la visita ni le habían dado la llave a nadie, faltaría más, y que el problema venía a ser mío y solo mío. Como el fenómeno fan había cambiado la situación radicalmente, le di las gracias al subdirector y pedí una botella de Moët Chandon Millesime del 99 para celebrarlo. Colgué y me enfrenté de nuevo a mi casigótica fan número uno (¿habrá más?, preguntaba sin cesar mi ego). No sabía bien qué debía decir así que fui rompiendo el hielo con algunos tópicos: hola, dije, gracias por leerme, soy P, jajaja, aunque bueno, eso tú ya lo sabes: ¿quieres que te firme un ejemplar?.

¿Ejemplar?, preguntó ella al fin y al instante me enamoré de su voz musical, tierna, blanda. ¿P?, preguntó también. ¿Leerte?, siguió preguntando: una vez que había arrancado a hablar nadie podía pararla. ¿Pero no eres Adolfo Peralada, el de OT?. A que me he confundido de habitación. Vaya corte, usted perdone, pensará que estoy chiflada, ya decía yo que la tele le adelgazaba mucho. Bueno, yo casi que me voy, eh, adiós, adiós. Y abandonó mi cuarto sin poder evitar una nausea que quedó reflejada en el espejo del armario empotrado que me la devolvió como un certero disparo al corazón del ego. Hay días en los que uno no está para nada, caramba.

Tuesday, April 01, 2008

Si tuviera que ser feliz estaría inventado, sería una película de sobremesa de las que se ven desde el sopor de una siesta leve con una manta pequeña y roja retorcida entre las piernas, con los flecos asomando por las rodillas como fosilizados paramecios, trágicamente inertes ya sin buscar comida, veletas al capricho de un viento de sueños que cambiara de postura en el filo del sofá, inconsciente tramoyista de sala de estar. Sería un P manejable y cotidiano, me iría dejando llevar por las mareas como una lata de fanta naranja doblada y pálida, pero por cualquier marea, nada habría de especial en ese ir y venir de ola a roca, de roca a playa, de playa a ti, hasta encallar un día y que ese fuera el final del universo fanta. Si tengo que ser feliz sé cómo hacerlo: escoger la corbata de cada martes y comer en el hotel cristina y quedar a las siete donde la gorda para la revisión semanal con unas gotitas de anís; marcar ciertos números a ciertas horas y quedar de acuerdo en el amor y en la nostalgia, compartir los miedos y las hipocondrias, decir puedes contar conmigo aunque sepas que puedes, decirlo porque a veces hay cosas que el silencio difumina y callar es un deporte tan grosero.

Si tengo que ser feliz he de encoger los hombros y bajar los brazos y desdibujar un poco mi silueta hasta que se confunda con el entorno, como si redujera el brillo de la pantalla con el mando de la tele, y así reunirme con las sombras y formar parte -de qué, no sé, pero formar parte-. Deja de apostar por la tristeza, P, no te hace bien abrazarte al aguacero, te carcome como a una mesa camilla abandonada junto a un contenedor un domingo de tormenta, te va calando la humedad, te cala, se inserta en tus tejidos, se instala y te deforma, te hincha, te adormece, te agrieta, te liquida. No puedo ser madera de lluvia porque la tristeza perjudica tanto pero tanto la salud, cuando te das cuenta lo único que te ata a la realidad es un tubo de ansiolíticos y una hora de terapia dos veces por semana. Pero también hay carne debajo de esta coraza metálica, no solo gota. Aunque escuches el quejido de la hoja de lata si me cruzas por general elorza o por martínez de castro, hay un volcán de células y un manojo de sinapsis retorciéndose en su interior (uso aquí la tercera persona de los que se distancian cuando todo empieza a ser demasiado personal): pero no es grato ni demasiado original mostrar como lava la sangre o un fondo de azufre en el iris.

A veces me despierto de esa siesta y la manta me tiene maniatado, pierniatado, almiatado: siento un fondo de cosquilla en los brazos y un foco de calor en el perfil sobre el que me he quedado dormido: siento una inmovilización de marioneta que aguardara la función de las siete en una caja, porque a las siete de todos los días unas manos prestas, ágiles, decididas tirarían del hilo de sus brazos y el foco de calor iría remitiendo, y la cosquilla apagándose, y en el alma se diluirían los nudos de fleco rojo y ya solo quedaría el diálogo facilón de todas las sesiones empujado por un hilo que saliera de una mano que surgiera de unos labios fruncidos. La tristeza no es un antagonista de western con el índice en el gatillo y el sombrero calado, duelo a la sombra, no intimida ni agrede, no te espera a la vuelta de la esquina para un ajuste de cuentas. No me gusta, empero, la felicidad-ficción y siempre que pienso una letra la visualizo varada en puerto, capeando el temporal, esperando que los densos nubarrones se diluyan para salir a faenar. Así que quererte es un proceso interminable de caricias y tensiones. Y si me oyes volcán, fleco, hojadelata o gatillo recuerda que, para llegar a ti, escojo el camino tortuoso y que si al final no estás habrá merecido la pena caminar. Y qué si no estás.