Merde alors ¿por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este balance elegiaco en que ya sabemos que el juego está jugado.

Wednesday, May 30, 2007






Dubrovnik o la ciudad de los desastres (stage II)



Hay una fotografía de la calle principal de viejo Dubrovnik, después de un bombardeo, del seis de diciembre de 1991, que pone los pelos de punta. La foto esta tomada desde la puerta de Pile, principal acceso a la fortaleza que guarda la ciudad (pienso en qué andaría yo haciendo por el mundo aquel seis de diciembre, cursaba octavo de EGB, al verano siguiente el Barcelona ganaría su primera copa de europa y yo vería en directo a los Dire Straits: debía de estar en clase, supongo, de religión o de historia, mientras la historia tenía lugar a un puñado de kilómetros de allí) La calle está llena de cascotes y de una tienda cercana surge una lengua de fuego. Hoy es la típica avenida de un puerto turístico, plagada de tiendas de abalorios y camisetas -me llevo una divina de Le petit prince que ya tendremos tiempo de paladear- y pendientes de plata trufados de arabescos y filigranas (originales de Dubrovnik, las filigranas plateadas, nos dice una guapa dependienta local en vago italiano) Nada queda a la vista de los horrores de la guerra en esta ciudad maltratada por la historia y, sin embargo, hay algo en la mirada huidiza de Maika, la guía escuchimizada, algo en el fondo de sus ojos, repleto de precaución, o cautela o presagio de catástrofe, que hiela la sangre.

Adoro las historias de guerra, aunque tal vez no haya transcurrido tiempo suficiente para que la huella hollywoodiense haya podido convertir en adorable los relatos de esta guerra fraticida. Pienso en otros conflictos, en otras historias: cuenta mi padre que, siendo el niño, un muro partía por la mitad el patio de su colegio que luego fue mi colegio: y cuenta que, si se era afortunado, aún aparecían de vez en cuando, incrustados en esas paredes divisorias, proyectiles recuerdo de otra guerra fraticida, la nuestra, la que libraron nuestros abuelos. Pienso en Albert, que disfrutaría como un niño ante la mano de Luca Giordano, o la de Tiziano, tan patentes en la catedral y en el museo local. Las fotos que yo saco a traves de su cámara no le harán justicia al estilo obligatoriamente ecléctico de Dubrovnick y, yo, no sabré explicarlas acertadamente: además de la guerra, el destino se ha puesto al día varias veces con esta ciudad (dos grandes terremotos, una explosión del polvorín) y sus edificios emblemáticos son ahora una mezcolanza un tanto peregrina de estilos góticos, renancentistas y barrocos, dependiendo de en qué época hubieran tenido que afrontar su inevitable reconstrucción.

Empiezo a pensar que, más que una travesia por el Adriatico, este crucero es un viaje en el tiempo antropológico. Del prodigio renacenista italiano que es Venecia hemos pasado a una ciudad embutida en las montañas, a orilla del mar, puramente medieval y, ahora, seguimos travesia hacia el Pireo, cuna de la civilización occidental, en un periodo prejesucrístico, para concluir en eurasia, uno de los nucleos de ebullicóon civilizativocultural pregrecolatino. Esta marcha atras antropológica sucede en un barco birrioso y lleno de contratiempos, pero de la noche de la chica ye-ye y el metre impertinente tal vez hablemos otro dia.

Tuesday, May 29, 2007






Venecia o el placer de citar (stage I)



Pero aquí, a diferencia de lo que sucede en otras catedrales, las palomas se desperezan del plomo y bajan a jugar a piazza S Marcos, son protagonistas del flash, del gatillo fácil de los turistas, por una vez no defenestradas ni odiadas, ejemplarmente antigárgolas y ni siquiera las inundaciones las arredran: allí siguen, saltando entre los charcos de la última crecida. Solo algún catastrófico deshielo las desalojará de su plaza algún día, cuando el agua reine de nuevo sobre los ocho islotes y devuelva a la ciudad sin coches a las profundidades de la laguna. Ya algún campanario se inclina sobre las casas diminutas al deslizarse por entre los troncos sobre los que se cimenta Venecia: la ciudad se hunde, en fin, y la gente sigue haciendo fotografías.


Sabina tenía razón: de nada sirven Paris con aguaceros o Venecia, sin ti. De nada César Vallejo o Charles Aznavour. Los carnavales son muecas tristes sobre yeso pálido, las esquinas donde brotan los canales son meros vestigios de una suntuosidad con los años apagada, de una fiesta barroca con sordina; del viejo amor solo restan botellas de agua vacías flotando a merced de las olas bajo el puente de San Simon Piccolo, y las algas enredadas en los pilares y en las balizas de señalizacion. Llueve, es cierto, pero ni siquiera es un aguacero romántico: apenas cuatro gotas molestas que caen con intermitencia y desgana. Aunque puede que también Aznavour tuviera razón cuando cantaba aquello de que c'est triste Venise/ Au temps des amours mortes. Y entonces las palomas olvidan su papel y se posan sobre los sorprendidos viandantes: apenas cinco segundos detenido en algún lugar de la plaza y ya las palomas le transforman a uno en estatua milenaria. Esa es el recuerdo más vivo que me llevo de Venecia: una niña abandonada en medio de S Marcos, llorosa, cubierta de palomas mientras sus padres, a una distancia prudencial, la filman encantados. Me voy recordando que Cortázar habia prologado su Todos los fuegos el fuego precisamente del mismo modo: Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto de saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y calor no han fatigado.

De vuelta al barco nos sorprende un simulacro oblitatorio de hundimiento. Le comento a una de las chicas de la tripulación si uno podría escoger no salvarse, si prefiero hundirme con el barco, ¿no puedo? Se rie levemente y me corrige la posicion de las cintas del chaleco. Me despacha y se aleja por cubierta. Cuando me quiero dar cuenta el canal de Giudeca es una mancha en el horizonte. Así que esto es alta mar, pienso. Ojalá se puedan ver tiburones o bancos de caballa. Estropea mis reflexiones nacionalgeográficas un ruido ensordecedor: en la cubierta siete ha estallado una fiesta de recepción y veo pasar varias filas de octogenarios bailando la conga. Yupi!, pienso, va a ser la semana mas larga de mi vida.

Friday, May 25, 2007










Thirty years ago




in a galaxy, far, far away












Repaso ahora las fechas y no entiendo cómo pudo ser, pero si google no miente La historia interminable se estrena en 1984 y sin embargo El retorno del Jedi es de 1983. No me creeréis pero juro que uno de los primeros recuerdos que atesoro es el de mi hermano montando un pequeño escándalo, en la cola del cine, porque la mayoría ha decidido que esa de naves espaciales no es para niños y que la del tal Michael Ende parece muy entrañable. Yo tendría unos cinco años con lo cual él no podría andar muy lejos de los 10. Pudimos, con Bastian, darle nombre a la Emperatriz, para así salvar Fantasía, y dejamos a George Lucas para otro día. La casualidad quiso que dos años después, en mi segundo año de colegio, los alumnos de COU me escogieran para hacer de Bastian en la función del colegio (y allí estaba yo, delante de 2000 personas, sentado, con un ejemplar de La Historia en el regazo, acaso mi primer libro encuadernado) y volví a salvar Fantasía (el día George Lucas llegó, qué duda cabe, y el azar y mi mente enferma quisieron que me convirtiera en un auténtico chiflado de la saga galáctica: lo confieso hoy, 25 de Mayo, treinta años después de que Star Wars viera la luz por vez primera, en el día mundial del orgullo friki)








Va de efemérides la cosa. Anteayer, 23 de Mayo, el mundo celebraba otro nacimiento pródigo: el de Hergé, cien años atrás, creador de Tintín, cuyo reloj swatch conmemorativo luzco con orgullo. Y lo celebran con la siguiente noticia inquietante: Spielberg y Peter Jackson -el chapucero creador de El señor de los anillos- han unido sus fuerzas para filmar una trilogía sobre este flequilludo periodista, eterno solterón y perspicaz resuelvemisterios. Ya Albert nos iluminará pronto con su tintinmanía, tachándome de falsario y aprovechado pues, es sabido, mi infancia pertenece y pertenecerá siempre a Astérix y así lo defenderé, capa y espada, ante quien ose rebajar su calidad ante primos belgas sinsustanciales. Serán películas de animación digital, eso sí, nada de actores de carne y hueso que nos estropeen la idea que de Haddock y la Castafiore todos tenemos.








Y rebuscando en el jardín de mis memorias, en fin, me surge una tercera efemérides, un poco más personal si acaso. Fue el día en el que tembló España, un 25 de mayo de 1997, hoy hace diez años. Como era el cumpleaños de Paloma -y Paloma era mi flamante nueva novia, la tercera en un estricto orden cronológico- habíamos salido a cenar para celebrarlo. Bebimos un poco, es cierto, y al volver a la residencia todo estaba como silencioso, apagado, ausente. Yo lo atribuí a mi enamoramiento supino: la realidad extiende un pasillo alfombrado a nuestro paso, pensé. No hacía demasiado calor y sobre Vigo había caído una noche lenta, linda, sin nubes. Me recuerdo temblando como un colegial (preso de unos nervios adecuadamente primerizos) mientras empezaba a besarla, al otro lado de su puerta, la 223, a oscuras, respirándonos, entreviéndonos a la breve luz de las farolas del puerto -no nos habíamos molestado en bajar la persiana siquiera y aún no había sonado el portazo y ya nos buscábamos con las manos como locos, bendita adolescencia-. Más tarde, en plena coyunda, pensaría: "así que esto es el sexo, caray"; y también: "pues es bastante incómodo, no puedo mover el brazo"; y también: "diríase que disfruta".








Al igual que no puedo probar que en aquella tarde de mi infancia estuvieran en cartel, a escoger, una peli de 1983 y otra de 1984, pero juro que así era, tampoco puedo probar que tras mi orgasmo (suyo no hubo, lo busqué pero me dijo: déjalo, es igual termina tú, no pasa nada) empezara a caerse el cielo sobre nuestras cabezas: las camas se pusieron a bailar un fox-trot, las ventanas intentaron salirse de los marcos, los armarios se adelantaron dos o tres pasos hacia el escritorio. Un terremoto, en fin, y de los gordos. Pero recuerdo que me dio tiempo a pensar: "dios, así que esto es el sexo". Perdí la virginidad en medio del gran terremoto (5.1 Richter) que sacudió el norte de España en mayo del 97. Es curioso cómo casi todo el mundo recuerda qué hacía exactamente aquella noche de tembleques y jarana: se durmió poco, muchos salieron a la calle por si las réplicas, mi madre me llamaba a la habitación para ver si su nene estaba bien pero su nene estaba muy bien en otra habitación, cinco pisos más abajo, pensando que el mundo se movía al compás frenético de su amor por aquella chica de pelo corto y nariz romana.
A Paloma, pues, con cariño en el recuerdo.

Friday, May 18, 2007

O! swear not by the moon, the inconstant moon, That monthly changes in her circled orb, Lest that thy love prove likewise variable









Tú no estarás aquí, porque aquí todo presagia distancia








Conocí a Bryce durante el otoño-invierno de 1998. Francia era campeona del mundo y los primeros partidos del mundial me habían pillado, entre exámenes de bioquímica y pachangas de baloncesto, aún en Vigo. Mi masa corporal había crecido escandalosamente durante el inolvidable periplo gallego (y en los apartes, entre bambalinas, se me conocía con el visual pseudónimo de La ballena blanca), había dejado de ser virgen y mi libro de cabecera era El origen de las especies. Aquel fue un verano de cambios: cambié de universidad, de novia, de fruta preferida, de talla de pantalón, de dietista, de libro de cabecera, me compré mi primer teléfono móvil (y aún lo conservo: es enorme, un zapatófono con el que parecía el gemelo albino de MA Barracus), empecé a trabajar en la recién creada empresa familiar (solo estivalmente, por echar un cable, pon este saco ahí y luego barre un poco el almacén), cambié de marca de ron y de colonia y de película favorita dos veces. He engordado y adelgazado varias veces desde entonces pero, en esencia, sigo siendo el fruto de aquella tonelada de cambios veraniegos; de la época prebryciana quizá conserve a Los Suaves, a Stephen King y a un puñado de los mejores amigos que uno desear pudiera. No más.






Aunque en realidad (si es que la realidad se concentra en lo puramente físico) conocí a Bryce en la primavera de 2001, después de una insoportable conferencia sobre Quevedo, El Quijote y no sé cuántas tonterías barrocas más que ya no recuerdo. Enfrenté su bigotito entrecano y sus gafas circulares con un ejemplar inquieto de El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Ni siquiera es mi novela fetiche de Bryce pero fue la única que encontré por casa cuando supe que venía a Oviedo y, ahora, la tengo en mi habitación con una rúbrica suya en la segunda página y una dedicatoria: A Pablo, dice, con mis mejores deseos. Y claro, pensé en Isabel cuando no fui capaz de recordar a quién le había prestado mi ejemplar de La Amigdalitis de tarzán, el primero de todos los Bryce que leí y acaso el más querido porque hablaba de mí, de nosotros ¿no es cierto, Isabelita? Pregunta absurda que quedará sin respuesta (hace años que no me lees y eso que te ahorras; el futuro no te ha tratado muy bien, aunque a quién sí) y que no niega aquella evidencia oscular: después de ponderar el aroma de tu pelo, aquella noche noventayochesca, cien años hace que volvimos cantando de Cuba (huele como a pan recién hecho, dije, hay que joderse lo sumamente cursi que era yo entonces) y cuando parecía que la cosa estaba hecha y que volvería a haber un beso entre nosotros, seis años después del último, mis labios erraron los tuyos que se habían movido o apartado y en su lugar encontré una mejilla dispuesta: besable, sí, pero insípida. Y entre las cosas que adujiste para que no se produjera aquel beso destacaron sobre todo dos: el nombre de aquel tipo -que ni siquiera tú ahora recuerdas, seguro- y un imperdonable fallo del estimated time of arrival entre nosotros.






Sé que ahora no entenderás esto último, me dijiste, pero leete La Amigdalitis de tarzán, de Bryce Echenique, y comprenderás nuestra historia y porqué no tenemos futuro a pesar de querernos tanto como decimos que nos queremos. Era la primera vez en mi vida que me dejaban por culpa de una novela (y debió ser entonces cuando le cogí gusanillo a la cosa, que viva la ficción) pero tenías razón: la historia de nuestros desencuentros por la vida la había escrito un tal Bryce, peruano él y autor de otras novelas de renombre. Nuestro problema era que llegábamos siempre a la realidad del otro tarde, mal y nunca. Y así me dolía leer: Diablos… Tener que pensar, ahora, al cabo de tantos, tantísimos años, que en el fondo fuimos mejores por carta. Y que la vida le metió a nuestra relación más palo que a reo amotinado. Pero algo sumamente valioso y hermoso sucedió siempre entre nosotros, eso sí. Y también dolían cosas como: Ella intentaba inútilmente pasarse la noche pegadita al desastre que era yo por entonces.






Y si traigo ahora a colación todas estas tonterías pasadas por agua es porque leo en la prensa nacional (estatal, quiero decir, seré fascista!) que acusan a Bryce de plagio, alcoholismo y desfachatez. Al parecer ha ido cobrándole a varias publicaciones peruanas por artículos que copia íntegramente de otros lugares, a otros escritores, incluso a amigos queridos. Los críticos lo achacan, en fin, a su alcoholismo irrefrenable. Es levantarse, leí en la noticia que decía un crítico, y ya está dándole al trago. Brutal, pensé, mi Bryce (nuestro Bryce) plagiador y borracho. Como yo, pensé. Quizá ahora tenga más cerca el convertirme en un afamado escritor si uno de mis fetiches tecleantes (Bryce, Auster, Cortázar, King) ha caído tan bajo como para parecerse a mí en algo. Lo malo es que él llegó a ser afamado tecleante antes que borracho plagiante: quizá debería variar mis prioridades. Les mantendré informados.






P



Monday, May 14, 2007

Dramatis Personae
Ego
El taxista tuerto
Mr Barceló
Lorenzo (aka The sun)
Un dependiente de Zara
Albert

Primer Acto

(Se abre el telón y nos encontramos ante el típico decorado minimalista, frugal, ligero, monocorde y monocolor tan de moda en nuestros días. Alejado de la suntuosidad colorista de épocas clásicas, el escenógrafo pretende que la atención del espectador se centre en los personajes, en sus diálogos, en sus avatares. Vemos lo que parece una típica calle sigloveintiuna desierta, por la luz podría ser mediodía. Todo está teñido de gris septiembre. Aparece Ego en escena. Va vestido con vaqueros azules y una camiseta negra con un dibujo de Mazinger Z. Parece que viene con el monólogo puesto)

Ego (secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano): Maldita huelga, no puedo más. Y este calor, para colmo. ¿Veinte grados? No, este chisme tiene que estar mal, me derrito. Una hora llevo caminando y ni un taxi: ¡puta ciudad! No se puede salir de aquí: los autobuses parados, los trenes con servicios mínimos ridículos. ¿Para qué dejaría el coche en Oviedo?

Mr Barceló: Alcohol obliga. Un par de copas y uno hace locuras.

Ego: Tengo la garganta reseca. No vuelvo a beber, lo juro. Oigo visiones. ¿Se pueden oir visiones? No sé, es este calor. Lorenzo, te odio. (blande el puño hacia el sol y, mientras lo increpa, un taxi en servicio y vacío pasa a su lado sin detenerse)

Lorenzo: Y yo a ti.

Telón. Fin del Primer Acto